Catedral Santa Lucía, de Chía |
Por
John Acosta
Si no fuera porque supiera que
es pecado pensarlo siquiera, yo supondría que la pequeña sacristana del
enfrente era hija del sacerdote que está oficiando la eucaristía. Viéndolos de
pie en el presbiterio, los rasgos del rostro de ambos son tan
impresionantemente parecidos que, a pesar de la amenaza latente de incurrir en un atentado contra la fe, uno no puede evitar sustraerse, por momentos,
del sermón de la tarde para divagar un poco sobre la posibilidad remota de que
ese cura, de unos 40 años, sea el padre de esa pequeña, de unos diez años. Me
reprendo por esos pensamientos mal sanos que rondan mi mente y vuelvo a
concentrarme en el acto piadoso, pero, al rato, cualquier movimiento de la niña
con sotana roja y tunicela blanca, me regresa otra vez al posible parentesco
inaudito de los dos oficiantes de la misa. Le ruego a mi Dios que me arrebate
esas tendencias impías de mi mente y me permita vivir como se debe ese momento
de encuentro con él.