Por John Acosta
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Aspecto del campamento de Tabaco. Al fondo, la pista de aterrizaje,
con el avión que viajaba los jueves Bogotá-Tabaco-Bogotá |
Hacía mucho frío. La brisa helada de esa mañana glacial ponía a temblar a cualquiera. A esa hora, el ambiente en el aeropuerto era como la atmósfera de esa ciudad: siempre gris. La gente llegaba atrasada. Se bajaba del taxi a toda prisa. Confirmaba su tiquete y entregaba su equipaje. Sólo entonces sonreía feliz: no la había dejado el avión.
Mujeres con sus abrigos de paño y sus caras recién maquilladas. Hombres con sus sacos y corbatas o sus chaquetas de cuero fino. Policías caminando con sus manos enlazadas hacia atrás, entumidos por el frío. Maleteros con sus uniformes de porteros de taberna y sus carros de tubo ofreciendo sus servicios. Y la voz de la dama que anunciaba, por los altoparlantes invisibles, la salida y llegada del último vuelo, con la característica de siempre: nadie entendía qué decía.