Por John Acosta
Aspecto del campamento de Tabaco. Al fondo, la pista de aterrizaje, con el avión que viajaba los jueves Bogotá-Tabaco-Bogotá |
Hacía mucho frío. La brisa helada de esa mañana glacial ponía a temblar a cualquiera. A esa hora, el ambiente en el aeropuerto era como la atmósfera de esa ciudad: siempre gris. La gente llegaba atrasada. Se bajaba del taxi a toda prisa. Confirmaba su tiquete y entregaba su equipaje. Sólo entonces sonreía feliz: no la había dejado el avión.
Mujeres con sus abrigos de paño y sus caras recién maquilladas. Hombres con sus sacos y corbatas o sus chaquetas de cuero fino. Policías caminando con sus manos enlazadas hacia atrás, entumidos por el frío. Maleteros con sus uniformes de porteros de taberna y sus carros de tubo ofreciendo sus servicios. Y la voz de la dama que anunciaba, por los altoparlantes invisibles, la salida y llegada del último vuelo, con la característica de siempre: nadie entendía qué decía.
Cada quien abordaba su avión. Un grupo de hombres salió hasta una de las pistas. El frío se les colaba por todas las partes del cuerpo. Inmensos aviones estacionados frente a cada una de las salas de espera. Operadores maniobrando las maquinarias que transportaban cargas y equipaje ligero. Hasta que el grupo llegó al pequeño avión de 15 pasajeros. Era la rutina de la seis de la mañana en el aeropuerto El Dorado, de Bogotá.
El vuelo: contraste geográfico
La aeronave despegó. Desde arriba, Bogotá se veía como una ciudad llena de humo. Después de estar sobre las nubes, los ocupantes pudieron al fin ver el sol. El hermoso espectáculo de los nubarrones hacía pensar que se había llegado al cielo: sólo faltaba ver la imagen de Dios, rodeado de ángeles, proyectada en algún sitio de aquel espacio luminoso.
Los pasajeros del pequeño avión se conocían entre sí: desde enero de 1977, cuando se inició la etapa de exploración del Cerrejón, estaban haciendo el mismo recorrido en el mismo avión de 15 puestos. "Ya nos sabemos el camino", decían. Era cierto. En los primeros viajes discutían sobre el nombre de la población que sobrevolaban: unos decían que era una, otros respondían que no, que era tal. Entonces, aparecía el piloto con su mapa de aviador. "Es Socorro", les corregía, según el caso.
Era el juez. Hasta que se aprendieron la ruta. "Vamos por Charalá, carajo", comentaba alguien. Y nadie le contradecía. O Tunja o Barrancabermeja o Valledupar o....Villanueva. Hasta que, poco a poco, el paisaje cambiaba. De montañas y valles con vegetación tupida y verdosa, de los Andes colombianos, a una tierra semidesértica, pero de una belleza exótica. Estaban sobre La Guajira. Habían volado dos horas y cuarenta minutos. El pequeño avión aterrizó en la pista de unos 700 metros. Habían llegado al primer campamento que se construyó para la realización del proyecto: el de Tabaco. Les esperaban tres semanas continuas de trabajo.
Explorando el Terreno
Unas tres horas duró el avión en la pista de La Guajira. Bajaron la carga: los periódicos de cada uno de los ocho días de la semana pasada, pues la aeronave viajaba todos los jueves, las cartas de las novias y familiares de quienes todavía les faltaban dos semanas para regresar a casa.
El avión, en la pista del campamento Tabaco |
Hacía mucho calor. Parecía que los rayos intensos del sol quemaran más que el día anterior. Corría una brisa seca, caliente. Los empleados que les tocaba regresar ese día estaban felices: estarían ocho días en sus casas, disfrutando con sus amigos de infancia y contando las aventuras vividas muchos kilómetros más allá, en una tierra de mitos y apariciones.
En el campamento vivía gente de todas las regiones del país: desde guajiros hasta tolimenses y paisas. Ahí empezó a gestarse lo que hoy ellos mismos se consideran con orgullo: la gran familia de Cerrejón.
En las oscuras noches estrelladas o bajo la claridad de una luna radiante, veían pasar contrabando de ganado para Venezuela envueltos en el maullido lastimero de las reses, burros y carros cargados de marihuana, cuando no de mercancías, también de contrabando. Era La Guajira brava, indómita, sin ley, sin progreso y sin nada: solo la felicidad efímera del libertinaje. “Convertiremos esto en una región legal y desarrollada con base en el carbón", se decían los habitantes del campamento.
Dibujos de Javier COVO Torres |
Y se levantaban al día siguiente con más deseo de trabajar. Se enfrentaban con valor al bochorno del sol. Caminaban los campos con sus implementos de perforación, empapados de sudor en los prolongados veranos guajiros. O les tocaba pasar la noche en el monte, soportando las picadas de zancudos, esperando que los arroyos crecidos bajaran sus cauces para poder pasar, durante los muy esporádicos, pero fuertes huracanes guajiros.
Al principio, las tierras eran grandes extensiones baldías. Los dueños naturales de los predios, sin títulos de propiedad aunque con derecho a ellos por asistirlos durante muchos años, empezaron a cercar sus propiedades. Y los trabajadores de la Compañía debían, entonces, abrir y cerrar broches por todos lados para cumplir con su misión de exploración.
Hasta que en junio de 1980 terminó la evaluación geológica y los estudios para determinar el programa de montaje de la mina. En total, Cerrejón invirtió 53 millones de dólares en esa etapa. Así se inició el Proyecto que las autoridades nacionales veían como el redentor de una Guajira abandonada por décadas.
Publicado en la revista especial coleccionable Intercor en sus manos, número 1, febrero de 1992
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