Por John Acosta
Aunque a cada rato el
destino le demostraba lo contrario, Guillermo Enrique Zabaleta Cabarcas sabía
de sobra que él no había nacido para quebrarse el espinazo en los duros
jornales de las fincas ajenas. Desde que quedó huérfano de padre, a los 13 años
de edad, se dedicó a trabajar en una parcela que su abuelo materno tenía en
Turbaco, allá en el departamento de Bolívar. No le quedaba otro remedio: a
duras penas había aprendido a medio leer y a medio escribir en los dos años de primaria
que alcanzó a cursar. Desde muy temprano, supo que para poder subsistir había
que arañar duro sobre la tierra. Y ahí, mientras tiraba machete abrazado al sol
tropical, se dio cuenta de que no iba a pasar el resto de su vida metido en el
monte.
Por esa época, a los
pueblos de Bolívar llegaban agricultores de los departamentos del Cesar y sur
de La Guajira para buscar cogedores de algodón. Guillermo Enrique se embarcó en
una de esas expediciones de muchachos varados y vino a parar a Fonseca, en La Guajira.
Después de esa cosecha, regresó a su tierra. Pero ya la magia de la provincia
de los acordeones había penetrado en su espíritu. Y cada vez que volvía para
enfrentar de nuevo el bochorno de los campos sembrados, algo nuevo le revelaba
que su futuro estaba en La Guajira.