Por
John Acosta
Ya el pequeño
Lisandro Aplaya estaba acostumbrado a la misma cantaleta decembrina con que su
padre lo mortificaba todos los años: "En esta navidad sí es cierto que el
Niño Dios no se va a aparecer por aquí porque no tiene maneras". Y, sin embargo,
en la mañana de todos los 25 de diciembre, Lisandro encontraba su aguinaldo
debajo de la hamaca y sobre el piso sin cemento. Entonces lo cogía sobresaltado,
aturdido todavía por el despertar reciente, buscaba afanosamente a Jesucristo
bebé entre la claridad que se colaba por la solera del rancho con la esperanza
de que el personaje divino se encontrara todavía por ahí, abría la puerta del
patio y le entregaba a la inmensidad del monte humedecido todavía por el rocío mañanero,
su felicidad sin límites.
Pero ese año, por
primera vez, su padre no lo había mantenido en vilo con su acostumbrada frase
de desaliento. Fue peor: el pequeño Lisandro Aplaya tuvo que deshacerse a la
fuerza del candor y la inocencia de sus ocho años para poder entender la
gravedad del asunto en el desencajado rostro de su progenitor.
Sucedió en la cocina.
El niño había terminado de pelar las últimas yucas de la cena sentado en la
piedra cuadrada que estaba cerca al corral de cerdos, echó las cáscaras a los
animales que desde hacía rato chillaban por su comida, recogió el perol viejo
donde estaban los trozos del tubérculo y lo llevó hasta la cocina. Su madre,
una mulata dócil y fiel que se había volado de su casa montada en un caballo
con el novio de toda la vida, revolvía en el fogón de leña el maíz con que
debía preparar las arepas de la madrugada siguiente. Su marido, un campesino descendiente
de los primeros españoles que llegaron al sur de La Guajira a finales del siglo
pasado en busca de tierras para la ganadería, estaba parado tomándose un tinto
en un pocillo de totumo.
Ninguno de los dos
percibió la presencia del hijo que acababa de entrar con el perol de yuca
recién pelada. "Algo hay que hacer con ese pobre muchacho", dijo la
mujer. Su marido terminó de beber el último sorbo de tinto y sacudió en el aire
las gotas que quedaron en el pocillo. La mulata bajó la olla de maíz, ayudada
con un trapo de cocina que ella siempre cargaba en el hombro izquierdo para no
quemarse las manos. Y puso a hervir otra olla con agua que tenía lista al lado
del fogón para poner a cocinar la yuca. "A mí se me parte el alma de sólo pensar
en la tristeza que sentirá al ver a los otros pelaos con su aguinaldo en las manos",
concluyó. El hombre colgó el pocillo en la pata disecada de chivo que estaba
clavada en la pared de barro. Escupió en el suelo y exhaló un suspiro de
impotencia. "Tú, más que nadie, sabes lo malo que fue este año. Yo no puedo
hacer nada", dijo, sin mirarle la cara a su mujer, que era su forma habitual
de dirigirse a ella.
El pequeño Lisandro
Aplaya comprendió de qué se trataba. Entregó su vasija de yuca y bajó al río a
tirarse en el mismo playón donde iba a refugiarse cada vez que estaba triste. Eran
las cinco de la tarde. Acostado boca arriba con la cabeza sobre sus manos,
Lisandro Aplaya trató de localizar a Dios entre el color rojizo que se extendía
en el cielo. Como no lo encontró, cerró los ojos con fuerza para buscarlo
dentro de su propio ser porque le habían dicho que el Señor habitaba en el alma
de los niños. Nada. Entonces, se puso a rezar el Padre Nuestro hasta que Soño, su viejo perro, se le acurrucó a
su lado. Faltaban diez días para que pusiera el Niño Dios.
El verano de ese año
había sido el más cruel. La cosecha de maíz se había quedado en mitad de camino
porque las matas no pudieron crecer por falta de agua. Lisandro Aplaya añoró
como nunca los días en que se iba con su padre a pajarear los sembrados para espantar
con sus gritos a las aves que se comían las mazorcas. Todas las madrugadas, el
pequeño Lisandro escuchaba, desde la puerta que separaba el corral de terneros
con el de las vacas, los lamentos de su viejo porque las vacas no estaban dando
ni siquiera un cuarto de la leche que daban en años normales. El viejo
campesino, sin embargo, se compadecía de la desgracia de su ganado: en los
potreros no quedaba ni pasto, ni hierba para que los pobres animales se
rebuscaran el alimento de cada día. Y lo único que podía hacer él era rezongar
mientras ordeñaba. Los nidos de las gallinas hacía tiempo que permanecían sin nada
porque sus huéspedes habituales estaban ocupadas detrás de cualquier ser
viviente esperando con ansia su excremento anhelado para no regresar en las
tarde al gallinero con el buche vacío. Lo único que quedaba en los sembrados
era una yuca dura que el papá de Lisandro sacaba todos los medios días para
comer en el almuerzo y en la cena.
De modo que en esa
Navidad no había dinero para el aguinaldo. La venta de la poquita leche y el
cada vez más reducido queso que todas las mañana el marido de la mulata hacía
con una resignación sin precedentes y que el pequeño Lisandro Aplaya llevaba al
pueblo montado en un burro, era para comprar el maíz del desayuno, el arroz del
almuerzo y los huevos de la cena. Después de que escuchó la conversación de sus
padres en la cocina, el pequeño Lisandro se propuso convencer al Niño Dios, en
los escasos diez días que le quedaban para Navidad, de que él no merecía quedar
sin su aguinaldo. Movido por esa determinación, pilaba el maíz sin dejar que se
derramara ni un solo grano, las vasijas de la cocina y la vieja tinaja de la
sala permanecían llenas de agua que él traía del río y realizaba todos sus
oficios diarios con tal dedicación que no podían existir dudas en la divinidad
del cielo de las necesidades de entregarle su regalo. La mulata se dio cuenta
del propósito de su hijo por los excelentes resultados de los oficios. Y la
certeza de saber qué buscaba su pequeño Lisandro la martirizaba más todavía,
cuando se enfrentaba a los deseos estériles de complacerlo.
La noche del 24 de
diciembre, la mulata no pudo pegar sus ojos. La angustia de pensar en la
desilusión de su hijo en la mañana siguiente y la tristeza de sentir a su
marido revolcándose de impotencia a su lado no la dejaron conciliar el sueño. Su
hombre se levantó más de tres veces amparado por el viejo foco de mano.
Esa misma noche, cayó
el más grande aguacero de los últimos años que la tierra reseca recibió
complacida. Pero ni siquiera el relampaguear constante que se metía por las
hendijas de la pared de barro ni el ruido de la lluvia sobre el techo de zinc
pudieron mitigar la pena de la mulata. La mañana amaneció radiante. La mulata
se puso de pie más triste que nunca y fue hasta la hamaca de su hijo a
despertarlo para que se levantara a moler el maíz.
Entonces, lo vio.
Estaba ahí, debajo de la hamaca. Era el más hermoso carro de madera nunca antes
visto ni siquiera en los grandes almacenes de la cabecera municipal. Su marido,
que ya se había levantado a prender el fogón, entró en ese momento. Ella lo
abrazó agradecida. El hombre le correspondió el abrazo, más enamorado que la
noche en que decidió sacarla a caballo de su casa, y le dio un beso en la
frente. "Empecé a hacerlo al día siguiente, después de que hablamos en la
cocina. Lo hice allá en el yucal para que nadie se diera cuenta", dijo.
Publicado en la revista Rumbo Norte, número 15, diciembre
de 1995
excelente cuento, llega al alma de todo aquel que tiene sensibilidad humana, o que halla pasado por situaciones similares.
ResponderBorrarMe permitió revivir las épocas duras de la infancia, pero también recrearme con las vivencias de la gran población colombiana, sus paisajes y vivencias
Sencillamente espectacular.
ResponderBorrarFelicitaciones John
Leyendo todo este cuento, me da nostalgia de recuerdos muy escondidos de infancia y las costumbres aquéllas.....
ResponderBorrarFelicitaciones John, hermoso cuento, que deja una gran enseñanza. Cualquiera hombre puede tener un hijo pero no todos merecen llamarse padres.
ResponderBorrarMas que un hermoso y entretenido cuento, es una enseñanza y lección de vida.
ResponderBorrarFelicitaciones.