
El tipo apagó la buseta, se bajó con rapidez y, en un relampaguear
sorprendente, lo tuve frente a mí, en la puerta trasera: él afuera y yo adentro,
sentado en la silla de atrás, justo la que queda al lado de la salida. El
hombre estaba iracundo, desafiante. “Venga, bájese, pa que vea, gonorrea. Yo
soy desmovilizado de las autodefensa y no me dejo guevonear de nadie, ¡marica!”,
me insistía. Cinco minutos antes, yo había tomado esa buseta urbana. Al notar
que el interior estaba oscuro, le solicité al señor que encendiera la luz. “Está
dañada”, me respondió, con su acento paisa. Le dije que, entonces, no hubiese
salido así, pues esa circunstancia facilitaba el accionar de los ladrones
dentro del vehículo. Esa aseveración desafortunada de mi parte, fue el
detonante para que el hombre me gritara todo tipo de improperios. El caso no
pasó a mayores por la reacción de los otros pasajeros, que me apoyaron. Sucedió
en Barranquilla, ciudad caribeña de Colombia, donde la mamadera de gallo es ley
social.