Por John Acosta @Joacoro
Facebook suele ser cruel, a
veces. Y uno, masoquista, que propaga la ferocidad de esta red social; incluso,
cuando lo compartido taladra hasta las profundidades más recónditas del alma.
Me acabó de pasar ahora en carnavales. Facebook me recordó una foto de hace dos
años, así sin anestesia: era pleno sábado, cuando el furor de estas fiestas
estaban en todo su apogeo y yo, tirado en la cama de mi casa porque no tenía
ninguna posibilidad financiera de disfrutar de este jolgorio. Me tocó hacer lo
único que la tecnología ha inventado para sobrellevar casos como el mío:
curucutear las redes en mi celular para obligar a que el sueño me dominara y poder
escapar así del infortunio de esta varadez
sin precedentes, pero llegó Facebook y ¡zaz!,
me espetó la bendita foto esa para rematarme
el orgullo, mal herido por la situación que nos embarga. En el retrato
aparecemos mi compañera de hogar y yo, con pinta carnestolénica, listos para la
Batalla de flores de hace dos años. Y me decía: “Este recuerdo no lo verá nadie
si usted no la comparte”. Y lo compartí.
Debo confesar que solo hasta
entonces, cuando la vi retratada sonriente, con sus flores carnavaleras
adornándole la cabeza, me pude dar cuenta de la magnitud de su entrega. En casi
20 años que llevamos de vida en común, casi nunca la he visto ver televisión:
solo lo ha hecho para disfrutar en vivo, a través del canal regional Telecaribe,
de estas fiestas del desorden admitido y de la gozadera. Y lo hacía en el descanso
que tomaba en la casa para emprender al día siguiente, con más ímpetu, la diversión
presencial de su desborde anímico. Este año, sin embargo, apenas pudo salir dos
veces. Y, en ninguna de esas, pude acompañarla, pues no quisimos pasar por la
vergüenza de que la amiga que la invitó corriera también con mis gastos.