Por John Acosta
La joven Marta Dolores Baute Uhía sintió un enorme alivio cuando ninguna de sus compañeras de curso delató el nombre de la destinataria de la parranda de dos días en que se convirtió la sentida serenata que le llevó su intrépido enamorado el inolvidable sábado aquél. Menos mal que ninguna habló porque en el colegio Lourdes, de Barranquilla, estaban dispuestos a expulsar a la estudiante a quien su atrevido pretendiente homenajeó con una serenata nocturna que se fue de amanecida. Hasta los vecinos disfrutaron de las canciones vallenatas en vivo que interpretaba ese conjunto local; afortunadamente, todas las estudiantes del internado se solidarizaron y la institución educativa no pudo establecer quién era la que despertaba tanto amor en un hombre que fuera capaz de desafiar la autoridad moral de uno de los colegios más estrictos de la costa Caribe colombiana. Sólo las amigas más cercanas de Marta Baute supieron que el joven Alfredo Cuello Dávila había llegado la tarde de ese sábado de Medellín, donde estudiaba su bachillerato, acompañado de unos amigos barranquilleros que también estudiaban con él en la Ciudad de la Eterna Primavera, contrató una agrupación musical y armó el festín en la puerta del Lourdes: gracias a Dios, la investigación fallida salvó de la máxima sanción a Baute Uhía.
El tratamiento interrumpido por el amor de madre
El férreo carácter de Rosita Dávila quedó demostrado el día en que no soportó más la impotencia de ver a su pequeño hijo de ocho años no poder jugar normal con los demás niños de su edad porque el bendito yeso en su pierna derecha apenas llevaba la mitad del tiempo en que debía permanecer atando la inquietud de ese muchacho travieso. Resulta que, a los siete años, al infante Alfredo Cuello Dávila le dio Legg-Calvé-Perthes, un trastorno infantil que ocurre cuando se interrumpe temporalmente la irrigación sanguínea a la parte esférica (cabeza femoral) de la articulación de la cadera y el hueso comienza a morir. Cuando sus padres lo llevaron a Bogotá, el especialista lo enyesó por un año; de regreso a Valledupar, Rosita Dávila, su madre, consiguió a un joven en el barrio La Guajira para que jugara con el pequeño Alfredo y lo sacaba en carretilla hasta la plaza Alfonso López a jugar con los otros pelaos de su edad. Alfredo no se aguantaba y se tiraba de la carretilla para tratar hacer las mismas pilatunas de sus amiguitos: se arrastraba por el parque. Hasta que la señora Rosita no aguantó el golpe en su alma de madre. Cogió una tijera y le cortó el yeso a su hijo, seis meses después de habérselo puesto el médico.