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El presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, saluda a la Guardia Nacional de Venezuela en Paraguachón, justo en la raya que divide a Colombia con ese país bolivariano |
Estaba a punto de iniciar el
segundo semestre de 1984 y aquella era la última de tres pruebas para ingresar
a estudiar Comunicación Social y Periodismo en la Universidad de La Sabana: el
examen especial de redacción, que en esa ocasión consistía en escribir dos
cuartillas sobre los 30 años de la televisión colombiana. Por supuesto, el tema
era sorpresa. Para un joven criado en el sur de La Guajira rural colombiana,
como yo, aquello se podría convertir en la gran frustración para el cumplimiento de uno de los grandes
sueños: no existían computadores, ni muchos menos internet, el teléfono fijo
era un privilegio que solo merecían las urbes y los diarios nacionales llegaban
a retazos, con más de 30 días de tardanza, envueltos en las encomiendas que los
familiares de las cabeceras municipales enviaban a sus parientes de las
veredas. Entonces, uno recogía los deshechos arrugados de periódicos que la
abuela iba votando a medida que ella desenvolvía los artículos sacados de la
caja de cartón amarrada con cabuya de fique, los aplanchaba con las manos y
leía, con más de un mes de retraso, lo que pasaba en el mundo. Incluso, la
llegada a Bogotá, una semana antes de aquella prueba, había significado una tortuosa
experiencia, pues sentía un terror enorme llamar al primo citadino para que
fuera a recogerme a la terminal de transporte, ya que un mes antes se le habían
metido los ladrones al apartamento, se le robaron el teléfono fijo y yo temía
que al otro lado de la línea me contestaran los rateros. De manera que no tenía
ese día ni un solo argumento para llenar aquellas dos hojas en blanco.