El crepitar de las llamas
del fogón recién encendido era un estímulo para el alma, adormitada todavía por
la despertada reciente. El resplandor de la leña prendida le daba a la silueta
de mi abuela un aire sobrenatural: o no sé ahora si esa aureola se la imprimía
más mi amor inocente de nieto mimado. O, tal vez, los dos: la luz del fogón más
mi visión infantil. Lo cierto es que ver a mi abuela moliendo el maíz, con su
mirada perdida en su propia resignación, es la primera imagen que me llega a la
mente ahora, más de 40 años después, cuando supe que el gas natural llegaba,
por fin, al pueblo del alma.