Durante un seminario de actualización en periodismo, patrocinado por Cerrejón en Riohacha, nos volvimos encontrar con Ernesto MacCausland |
¿Quién carajos soy yo para
escribir “algo” sobre Ernesto MacCausland? La respuesta es sencilla: no soy
nadie para eso. No conozco ni a su esposa, ni a sus hijas, ni soy amigo de sus
grandes amigos, que tampoco sé quiénes son, aunque sé que los tiene, y bastante.
Han pasado muchos meses desde la última vez que lo vi en vida. Me enteré de su
muerte esta mañana, cuando encendí mi celular y leí el ping de una amiga mía
con la fatídica noticia. Por supuesto, yo lo conocía personalmente. Y, obvio, él
también a mí, pero, la verdad, hasta ahí: no puedo presumir ahora de posar como
uno de sus grandes amigos.
No obstante, amo el
periodismo narrativo. Me apasiona la crónica. Esas son dos (aunque, en realidad,
es una) razones más que suficientes para poder manifestar, públicamente, mi
tristeza por la partida para siempre de Ernesto. Así no fuera ni siquiera su conocido,
ese hilo umbilical que nos unía, me da derecho para expresar mi impotencia ante
la determinación ineludible del destino, que hoy lloramos.
Mi paso fugaz por El
Heraldo, a finales de 1991, como redactor político, tampoco coincidió con la
estadía de Ernesto en ese periódico.
Aunque parezca increíble, nuestro encuentro profesional no se llevó a cabo en una empresa
periodística, sino en una compañía minera.
Se trataba de la International Colombia Resources Corporation
-Intercor-, filial de la Exxon, que operaba la mina de carbón El Cerrejón Zona
Norte, donde me había ganado un contrato para investigar y redactar crónicas y
reportajes sobre la historia de ese complejo carbonífero.
Era el año de 1992 y la
empresa había contratado a Ernesto para que escribiera una crónica en el primer
número de las seis revistas coleccionables (Intercor
en sus manos, se llamó la publicación), en donde se propagarían las
historias que dieron origen al complejo minero.
Concretamente, MacCausland debía escribir sobre uno de los operadores de
equipo pesado, un guajiro pionero, que pasó de montar en burro a operar las
enormes maquinarias con que se extraería el carbón.
Obviamente, Ernesto se
lució. Escribió una obra maestra del periodismo narrativo: http://comarcaliteraria.blogspot.com/2012/11/fue-como-encontrar-una-mina-de-oro.html Recuerdo el día que
se encerró con Esmelín Pérez, el personaje de su crónica, en una de las
oficinas de la empresa minera. Yo los miraba a ambos a través del vidrio de la
ventana. MacCausland tomaba nota de las
respuestas de Esmelín, en una libreta de hojas de bloc amarillo. Jamás se me
olvidó esa enseñanza: la grabadora mata al cronista.
(Con motivo de los cinco años del fallecimiento de este cronista, El Heraldo hizo una tertulia sobre la crónica e invitó al autor del presente trabajo. Aquí puede verse la tertulia:)
(Con motivo de los cinco años del fallecimiento de este cronista, El Heraldo hizo una tertulia sobre la crónica e invitó al autor del presente trabajo. Aquí puede verse la tertulia:)
Después de eso, tuve
esporádicos encuentros con Ernesto, que, generalmente, se daban en seminarios y
no pasaban de un sincero apretón de mano y de una que otra frase de mamadera de
gallo. No más.
Sin embargo, no puedo dejar pasar
por alto en este escrito un enorme honor del cual fui objeto por parte de
Ernesto. Disculpen que deje aflorar en mí, una vez más, el abominable sentimiento
de vanidad, pero esta vez habla mucho de la sencillez que caracterizó a
MacCausland. Sucedió recientemente, desde su cargo de Editor General de El
Heraldo. Resulta que él y yo éramos “amigos” en Facebook. Una vez me llegó un
mensaje privado de él pidiéndome mi número telefónico. Efectivamente, me llamó:
era para que le diera clases de redacción periodística a una joven y talentosa economista
que ingresaba a El Heraldo como reportera económica. También, a un lúcido
escritor que llegaba a ese diario barranquillero como cronista. “Pero cobras,
pasa la factura al periódico”, me insistió. Di las clases personalizadas en mis
horas libres, pero nunca cobré.
Una vez fui yo quien lo llamó.
“Ahora necesito pedirte un favor a ti”, le dije. Tenía un amigo paisa, gran
académico, que quería conocer a Ernesto. MacCausland me abrió un espacio en su
agenda y me puso una cita en su oficina, allá en el periódico. Mi amigo y yo
llegamos 45 minutos retrasados a la cita. Casualmente, nos topamos con Ernesto
en la puerta de salida del parqueadero: él iba en el carro de El Heraldo a
cumplir un compromiso. Cuando nos vio, se bajó del vehículo. “Hey, llegaron súper
tarde”, nos dijo. Tenía toda la razón. “Pero, qué carajos, vengan y los atiendo
15 minutos”, agregó. Se devolvió y nos atendió en su oficina.
Fue la última vez que lo vi
y hablé con él. Hace más de dos años. Hasta luego, Ernesto. Nos veremos en un
nuevo encuentro casual, esta vez en el más allá.
Aunque no fuimos amigos de él sabemos que de antemano el periodismo nos une como seres transformadores del mundo, hoy damos prueba de eso al leer sus escritos y pensamos que no importó verlo en persona, porque el nos daba una imagen de lo que era a través de su estilo narrativo, y que por lo que leo, también le demostró a usted por medio de sus acciones todo lo que él era.
ResponderBorrarAunque no fuimos amigos de él sabemos que de antemano el periodismo nos une como seres transformadores del mundo, hoy damos prueba de eso al leer sus escritos y pensamos que no importó verlo en persona, porque el nos daba una imagen de lo que era a través de su estilo narrativo, y que por lo que leo, también le demostró a usted por medio de sus acciones todo lo que él era.
ResponderBorrarMe encantó! lo compartí en mi perfil. Creo que es la mejor manera de honrar la memoria de un colega como él.
ResponderBorrarJohn, un periodista así siempre será recordado por otros periodistas. Tú tuviste la fortuna, el azar, la coincidencia o más bien a bendición de haberlo conocido en persona. Yo, no. Y ésa es una de mis aspiraciones fallidas que se agrega a la lista.
ResponderBorrarUn abrazo a ti y felicidades por este nuevo escrito de calidad.