Por
John Acosta
Juan José Trillos no se
cambiaba por nadie. Su esposa, Lucero Arias, le había dado en el clavo: como
regalo del vigésimo aniversario de su matrimonio, se irían de viaje para Cuba,
la isla de los sueños de Trillos. Sería
el plan perfecto para festejar felices semejante logro, en una sociedad contemporánea,
donde nada dura mucho tiempo, ni siquiera el amor. Sería una segunda luna de miel en el paraíso
socialista que ambos querían conocer. No obstante, Avianca se encargaría de
convertírselas en una luna de hiel: le cambiaría la dulce y tierna “m” por la
áspera y amarga “h”.
En los 10 años que llevo de
conocerlo, jamás había visto a Trillos tan contento. Entraba y salía de la
oficina con su inusual sonrisa de satisfacción y hacía planes para el viaje
como cualquier primíparo llegado de sopetón
a las lides turísticas. Sacaba pecho como
cualquier jovenzuelo que hace cuentas regresivas hasta que llegue la hora feliz
de su primer encuentro amoroso. Y sí, llegó el ansiado 7 de septiembre y a las
3:00 de la tarde se encontró en pleno Aeropuerto Internacional José Martí,
ubicado en el municipio Boyeros, La Habana, Cuba.
Ya se había erizado cuando
vio, desde el aire, la majestuosidad de la bahía y le había transmitido su
emoción a Lucero a través de un apretón de mano: no se cambiaba por nadie en
este mundo, ni en el otro. Por eso, cuando se vio de pie frente a la cinta
transportadora de equipajes del aeropuerto, en espera de su maleta, no tenía
por qué presagiar que esas serían las peores vacaciones de su vida, gracias a
Avianca.
Después de que la cinta
terminó de dar la primera vuelta, Trillos ni siquiera se inmutó cuando vio que
su maleta no apareció. Esperó tranquilo a que la banda transportadora
reiniciara su ciclo: vio unos cuantos equipajes de los últimos compañeros
casuales del viaje, que cada quien fue tomando. Hasta que Trillos quedó solo
con su mujer en aquel lugar, en extremos opuestos. Lucero no pensó todavía en
los dos vestidos que mandó a confeccionar a su medida en Colombia para lucírselos
a su esposo en las noches habaneras. Ella solo atinó a bañar a su marido con
una mirada de tranquilidad.
Cuando los últimos pasajeros
del tercer vuelo que llegó recogieron sus equipajes, Juan José y Lucero
supieron que su maleta no aparecería. Ahí empezó el calvario de aquella pareja
colombiana que había decidido ir en Avianca a Cuba a celebrar un aniversario
más de su boda. No hubo poder humano ni sobrenatural que les dieran razón de su
maleta. Los funcionarios del aeropuerto les prometieron que harían lo posible
para rescatársela y enviárselas al hotel.
En el hotel, Trillos se topó
de frente con la primera realidad de una sociedad no consumista: los únicos
cepillos de diente que encontraron eran para niños. De manera que les tocó usar
cepillos con mango de muñequito. Esperaron hasta las ocho de la noche en el
lobby a que les llevaran la maleta, pero les tocó subir a la habitación,
bañarse y ponerse la misma muda de ropa que llevaban puesta. Ambos supieron, entonces,
lo que era usar ropa interior al revés.
No se amilanaron. Guardaron
la esperanza de que su equipaje aparecería pronto y salieron a lo que vinieron:
a disfrutar, aunque con la vestimenta sudorosa y sin perfume. Al regresar al hotel, tuvieron el cuidado de
lavar la única ropa interior que tenían para ponérsela limpia al día siguiente.
En la mañana, Trillos bajó
al lobby, preguntó por la maleta. Nada.
Fue al almacén del hotel y le compró dos mudas a Lucero para que, por lo
menos, ella saliera a pasear limpia. Subieron al bus que el hotel disponía para
que sus huéspedes hicieran el tour correspondiente. Regresaron agotados después
de una jornada maratónica. Preguntaron por la maleta: nada. Trillos tuvo que
permanecer con la misma ropa, pero Lucero tuvo que colocarse la segunda y
última pinta, de las dos que le había comprado su marido.
A esa hora, Juan José
Trillos tenía una entrevista con un profesor de la Universidad de La Habana,
que tenía un doctorado en el tema que Trillos venía trabajando para su próximo
libro. Le dio vergüenza presentarse en
ese estado: incumplió la cita que le había costado concretar por internet. Para
sopesar un poco la pesadumbre que le causaba esa triste decisión, Lucero lo
invitó a dar una vuelta por los alrededores del hotel. Al pasar por el lobby,
nuevamente preguntaron por la maleta: nada.
Tuvieron la fortuna de
encontrarse con unos paisas, como se les conoce en Colombia a los habitantes de
una próspera región del país, que se solidarizaron con su tragedia. Los aviaron de ropa usada, pero en excelente
estado. Al regresar, los empleados del
hotel no esperaron a que la pareja colombiana les hiciera la pregunta habitual:
“Nada, señor Juan José, no ha llegado la maleta”, se anticiparon a responder.
Al día siguiente, Trillos
pudo, al fin, cambiarse de ropa. Se puso
una de las mudas de segunda que le regalaron sus amigos recientes. Bajaron al
lobby y los empleados les dijeron, con la mirada, que no había ni señas de la
maleta. En las afueras, se sorprendieron cuando llegaron a uno de los coco
taxi, que es una especie de tricimoto, y el conductor conocía ya del peso que
llevaban encima: “Ustedes son los de la maleta perdida. No se preocupen, que
nosotros nos encargamos de hacerlos olvidar de esa pesadilla”, les dijo. Los llevó a la Plaza de la Revolución. Allá,
Trillos tomó la cámara, que se había salvado porque viajó con ella colgada de
su cuello, y fue a tomarle una foto a Lucero. No pudo: se había acabado la
batería y el cargador se quedó en la maleta.
Ahí fue Troya. A Lucero se
le salió el Arias, que había reprimido durante tres angustiosos días, y estalló
de la ira. Trillos la dejó llorando en
plena plaza y se fue a esperarla en el coco taxi. Cuando Lucero llegó, ni
siquiera se miraron. El cocotaxista se percató de la situación y trató de
hacerlos reconciliar, llevándolos a los diferentes sitios históricos de La
Habana y contándoles los cuentos de cada lugar. Todo, por los mismos 10 pesos
cubanos que costaba el recorrido del hotel a la Plaza de la revolución. Vano intento.
La pareja subió a la
habitación con el diablo a cuestas. Se dijeron de todo. Hasta las más remotas
diferencias, que se creían superadas ya por el polvo del tiempo, salieron a
relucir aquella tarde habanera. “Hasta aquí llegamos: nos separamos”, sentenció
Trillos y bajó encolerizado. Caminó mucho. Se sentó. Volvió a caminar bastante.
Y se dijo que Avianca no tenía por qué
acabar con sus 20 años de matrimonio.
Rebuscó en sus bolsillos los
restos de billetes que le quedaban de aquel viaje, obligadamente austero.
Apartó lo del regreso y se compró una botella del mejor Cuba Libre. Al entrar
al hotel, se encontró con que habían organizado una verbena con músicos cubanos
en vivo. Entró a la habitación y halló a su mujer como levitando en la tina.
Parecía sonámbula. Trató de convencerla para que bajara con él a la fiesta,
pero ella no se pertenecía. Llenó un vaso de ron y bajó. Le hizo creer a un
mesero que se le había acabado el hielo y le pidió que le renovaran el
servicio. Subió con el vaso sudando. Tuvo
que rebuscar las palabras más hermosas de su parlamento de enamorado para convencer
a Lucero que se tomara unos sorbos.
Entonces, bajaron ambos, con
sus pintas prestadas y cada uno con un
vaso lleno, que Trillos debía subir a llenarlos nuevamente cada cierto
tiempo.
Ya hace más de dos meses que
regresaron. Trillos le pasó una carta a
Avianca, solicitando una cierta suma de dinero como indemnización. Era lo menos
que podían reconocerle, después de semejante odisea, pero no les dio la gana de
concedérselo. A los 20 días, lo llamaron para decirle que la maleta había
aparecido. Por supuesto, revuelta, con un mazacote de champú, crema dental y
colonia mezclada con la ropa: ¡novecientos mil pesos fue lo que le ofrecieron
para reparar todo el daño! ¡Miserables! Una empresa de aviación seria y
responsable, lo mínimo que les brindara es el viaje de nuevo, con todos los
gastos pagos, para resarcir en algo toda esa desventura que les causaron. Así,
Trillos podría concretar, incluso, una nueva cita (y cumplirla) con el doctor
de la Universidad de La Habana. ¿Sería capaz Avianca de hacerlo? Me gustaría
contar la segunda parte (con final feliz) de esta historia.
Yo tengo planes de ir a Cuba
con mi señora y mis dos hijas menores ¿Será que nos vamos en Avianca?
En vista de que Avianca no se ha pronunciado sobre este caso, Comarca Literaria insistió con otro artículo: http://comarcaliteraria.blogspot.com/2013/01/avianca-permanece-ciega-sorda-y-muda.html
En vista de que Avianca no se ha pronunciado sobre este caso, Comarca Literaria insistió con otro artículo: http://comarcaliteraria.blogspot.com/2013/01/avianca-permanece-ciega-sorda-y-muda.html
Estimado John, al leer este caso --que desgraciadamente hace parte del anecdotario de una empresa colombiana, y no lo digo por la pérdida de la maleta sino por lo ruin de la reparación-- me hizo acordar de una de esas películas comerciales en que parece que todo va a estar bien...hasta que empieza la pesadilla. Una empresa con tanta tradición, no debe tener comportamientos miserables, máxime, cuando hablan de confort, responsabilidad y seguridad, tres cualidades que, en este caso, brillaron por su ausencia. Prefiero viajar en un avión de carga, que embarcarme en un vuelo de Avianca, so pena, de reciclar calzoncillos; cepillarme con sal y resignarme a tomar fotos. Por lo pronto, lo único que me dejó esta experiencia compartida en este blog, aparte de la ineficiencia e inhumanidad de Avianca, es un gran tema para mi nuevo libro de cuentos. Siempre me ha fascinado las historias de terror y, Avianca, es una de ellas.
ResponderBorrarlastimosamente después de esta anécdota no me quedan ganas de planear un viaje con Avianca considero que lo menos que puede hacer la empresa es indemnizarlo de alguna manera ya que el viaje que tendría un final feliz se convirtió en toa una tragedia ademas de andar con ropa prestada sin necesidad de hacerlo.
ResponderBorrarLa verdad es que a mi y a mi hermano le paso algo parecido, pero hicimos lo correspondiente y hablamos directamente con la aerolínea en el call center y todo quedo solucionado el mismo día, vea que pena decirles pero creo que no fueron lo suficientemente precisos con la aerolínea, solo la misma noche debieron llamar y exigir la indemnización, debido a que son los funcionarios que tienen el deber de hacerlo, que se lavan las manos y no llega al oído de los superiores, por que lo mas seguro fue que lo dejaron a nivel del Cuba y eso no se puede hacer, ademas tratar de desprestigiar a una Aerolínea que ha mas de uno le ha traído excelentes experiencias, de la cual dependen miles de familias y que esta sacando la cara por el país, poniendo a la vanguardia en el sector aeronáutico, me parece mas falta de respeto.
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