Por John Acosta
La primera (y, quizás, única) vez que habló del perro de su infancia, lo hizo a los 40 años. Fue en Barranquilla, cuando dos estudiantes universitarias de su clase de redacción, le preguntaron si le gustaba las mascotas. “No me disgustan, la verdad”, respondió, en ese momento; entonces, ellas fueron más directas y le preguntaron si alguna vez él había tenido un perro. “Sí, claro: cuando era niño”, volvió a contestar. “¿Y cómo se llamaba?”, insistieron las dos aprendices. Y el profesor no pudo evitar remontarse a los albores de su vida, allá en La Junta, donde había sido criado por su abuela paterna. No encontró, en los recovecos de su memoria, mayores episodios al lado de ese animalito que olvidó por completo en el transcurrir de su existencia.