Por John Acosta, @Joacoro
Fotos: El DuendeEl reguero de bolis que rodaba por el pavimento aquella mañana no presagiaba nada bueno para el día. El icopor cedió ante la presión de los envoltorios congelados de distintos colores y sabores y la cava terminó rompiéndose, una cuadra antes de llegar a la puerta de la universidad. Magalia Esther Bracho Mejía miraba impotente ese desastre multitono dando vueltas por la calle, como rodillos que participaban en una comparsa de carnaval. Y cuando la desazón le invadió el alma por el tiempo y dinero perdidos en horas de trabajo en vano, sucedió lo que habría de regocijar su espíritu para siempre y que aún es el estímulo del que ella echa mano cada vez que su ánimo decae por cualquier circunstancia. Una chorrera de estudiantes de distintas disciplinas aparecieron de repente. “Tranquila, vaya a buscar otra vasija que nosotros nos encargamos de recoger esto”, la alentó uno de los jóvenes. “Y por las ventas no se preocupe: hoy volarán más rápido que pan caliente”, le dijo otro. Y así fue. “No quedó ni uno”, le contó Magalia Bracho al Semanario La Calle, muchos años después.
De dulces a bolis
Magalia se había decidido por este nuevo emprendimiento, por insistencia de una prima, que la convenció para que aprovechara la cercanía a su casa de la nueva universidad que había abierto su sede en Valledupar. “Empecé con un termo, que se vendía rápido entre los estudiantes”, cuenta ahora. “Ya tengo 28 años de estar vendiendo bolis”, agrega con orgullo; sin embargo, sus garras de negociante empezó siendo una infante, aunque ella lo define de otra manera: “Desde niña, me gustó trabajar”, dice.