![]() |
Con el Ché como testigo |
Por
John Acosta
La única traba que me he
pegado en la vida, me la di al final de una tarde en un hotel de La Habana, a
los 49 años de edad, con un puro cubano recién torcido por las manos expertas
de una agradable mujer. La había acabado de conocer en su puesto de trabajo y
fue tan agradable la conversación que tuvimos, que, aunque nunca antes había
aspirado un cigarrillo en mi vida, no fui capaz de desatender la amable
invitación que me hizo de procurarme un tabaco que ella misma había elaborado
con especial dedicación, mientras respondía mis inquietudes de turista curioso.
Me fumé más de la mitad en un solo tirón de novato empedernido. Esa aventura
imprevista y fugaz sirvió muchísimo para deshacerme de mis prevenciones iniciales
frente a un grupo de empresarios en el que el único proletario era yo. Los
encontré a todos en el comedor del hotel, mientras disfrutaban la cena servida en bufé. Tuvieron que sorprenderse
con el nuevo yo que tenían al frente, quien, repentinamente, había derribado
todas las barreras autoimpuestas por su condición obrera y, desde esa primera
noche habanera, no hubo una sola actitud que se interpusiera para el goce pleno
de un viaje sorpresivo hacia la isla de los hermanos Castro.