Con el Ché como testigo |
Por
John Acosta
La única traba que me he
pegado en la vida, me la di al final de una tarde en un hotel de La Habana, a
los 49 años de edad, con un puro cubano recién torcido por las manos expertas
de una agradable mujer. La había acabado de conocer en su puesto de trabajo y
fue tan agradable la conversación que tuvimos, que, aunque nunca antes había
aspirado un cigarrillo en mi vida, no fui capaz de desatender la amable
invitación que me hizo de procurarme un tabaco que ella misma había elaborado
con especial dedicación, mientras respondía mis inquietudes de turista curioso.
Me fumé más de la mitad en un solo tirón de novato empedernido. Esa aventura
imprevista y fugaz sirvió muchísimo para deshacerme de mis prevenciones iniciales
frente a un grupo de empresarios en el que el único proletario era yo. Los
encontré a todos en el comedor del hotel, mientras disfrutaban la cena servida en bufé. Tuvieron que sorprenderse
con el nuevo yo que tenían al frente, quien, repentinamente, había derribado
todas las barreras autoimpuestas por su condición obrera y, desde esa primera
noche habanera, no hubo una sola actitud que se interpusiera para el goce pleno
de un viaje sorpresivo hacia la isla de los hermanos Castro.
La
Llegada
La clásica foto a la llegada |
Habíamos llegado al
aeropuerto internacional José Martí pasado el mediodía. Una leve amenaza de
lluvia se cernía desde el cielo comunista. Esther, la encantadora guía cubana, nos esperaba en el moderno bus
que nos llevaría al hotel. “Bienvenidos a Cuba. No somos ni mejores ni peores
que su país, solo somos diferentes”, nos dijo. El bus arrancó y tratábamos de
buscar la diferencia a través de los cristales de la ventanilla. “Pueden
observar el museo rodante que circula por las calles”, nos dijo. Se refería a
los carros de la era de Fulgencio Batista, la mayoría marca Ford de los años 20
al 50. En realidad, vi otra cosa en los autos que rodaban: la representación
viva de los tres imperios (para usar la palabra preferida de los socialistas
latinoamericanos) modernos que han influido en Cuba.
Estaban, efectivamente, los
viejos Ford que daban constancia del desfogue con que los norteamericanos iban
a la isla a librarse del prohibicionismo etílico (y todo lo que él conllevaba)
de su país mojigato de entonces: los rezagos del maligno imperio gringo.
También transitaban algunos Lada de los años 70 y siguientes, fieles testigos
del benigno imperio soviético al que se abrazó la Cuba revolucionaria de Fidel
Castro. Y empiezan a verse ya otros
declarantes silenciosos del nuevo imperio acogido con esperanza por las
autoridades comunistas de la nación de Raúl Castro, después de que colapsara su
anterior benefactor, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas: la varia
pinta marca de carros chinos.
Los
perros calientes y la pensión
Con la chica que me preparó el puro de mi primera traba |
Llegamos al mítico Hotel
Nacional, donde nos alojaríamos. Me correspondió compartir habitación con el
gerente de una sucursal de la agencia de
viaje que organizó el tour. Debían ser
como las tres de la tarde y no habíamos almorzado. Ambos coincidimos en que no podíamos esperar
hasta que abrieran el bufé del restaurante y decidimos salir a comer algo. En
el ascensor nos topamos de frente con un alto oficial de la Armada china,
investido en su impecable uniforme blanco. Le hicimos un reverencial saludo y
él nos respondió con una mirada altiva. Al abrirse la compuerta en el lobby,
vimos al alto oficial del Ejército cubano, con su resplandeciente uniforme
verde olivo, que esperaba a su par asiático.
Disfrutando el habano, claro |
Caminamos hasta un sitio
emblemático de dos plantas, en donde había varios lugares que vendían helados.
Nos ilusionamos con la idea de que, quizás, podría haber sándwich o algo de sal
que nos mitigara el hambre, mientras abrían el restaurante del hotel. Muy al
estilo de los países capitalistas del llamado tercer mundo, un joven locuaz se
nos pegó para ofrecernos el sitio ideal. Nos miramos la cara como para buscar
la mejor forma de deshacernos del culebrero isleño y le lanzamos el efectivo estribillo
occidental: “tranquilo, vamos a dar una vueltica y ya regresamos. No se
preocupe, que lo buscaremos a usted mismo”. Constatamos que no había sino puras
delicias dulces y salimos de allí.
A la vuelta, unas dos o tres
cuadras más allá vimos a varios cubanos que compraban perros calientes. Esa era
la comida que añorábamos. Pedimos uno cada uno para acompañarlo con la
tradicional cola cubana y, entonces, sucedió. Uno está acostumbrado a ver
indigentes en su tierra, pero se supone que en un país comunista eso es, por lo
menos, intolerable. Sucedió que un mendigo se acercó a pedirnos un perro
caliente, ante la mirada indiferente del resto de sus compatriotas. Se lo
dimos, por supuesto. Cuando fuimos a pagar, el encargado del negocio nos dijo
que eran 55 pesos. Como acababa de cambiar unos dólares en el hotel, le di un
billete de 50 pesos y otro de cinco. Casi se desmaya del susto: “¡Cómo se le
ocurre! ¡De esos no!”, me dijo. Así, entendí que en el sistema
antidiscriminación, hay dos tipos de pesos, uno para los cubanos y otros para
los turistas. Tomó el billete de cinco y me devolvió casi la mitad; es decir,
que menos de tres pesos de turista equivale a 55 pesos del cubano común. De
todas formas, mucho más barato que en nuestro país, pero de menor calidad,
claro.
El mítico Hotel Nacional |
Cuando partimos, ya en la
calle, nos abordó un señor bonachón que nos ofrecía hostales a un buen precio.
Ante su insistencia, lo acompañamos caminando hasta su casa, varias cuadras más
allá, primero por la avenida de pavimento reluciente; después, entre calles secundarias,
también con huecos, como en el occidente empobrecido. No dijo nada por la
indigente que nos extendió la mano en espera de una limosna, acurrucada en uno
de los paraderos de buses. Tampoco nosotros musitamos palabra alguna sobre el
asunto. Nos hablaba de su pasado glorioso en el Ejército en la época soviética:
era jubilado de las Fuerzas Armadas y le habían permitido montar su negocio de
hospedaje. Llegamos a un viejo edificio y subimos por una escalera lúgubre que
contrastaba con la limpieza y pulcritud del apartamento: tenía tres
habitaciones con ventilador y aire acondicionado, baños internos, pisos en
cerámica. Nos preparó un café que tomamos complacidos, mientras nos mostraba
las condecoraciones y certificaciones de submarinos soviéticos. Nos propuso que
estableciéramos un negocio en donde nosotros le enviáramos jeans que él
vendería a las jóvenes cubanas: se podrían enviar hasta cinco por persona.
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