Por
John Acosta
No fue sonoro, pero su hedor
alcanzó a inundar el salón de clases, a pesar de los ventanales abiertos que
estaban, tanto en la pared que va a la calle, como la que va al patio. La
hermosa profesora se incorporó de su escritorio, que estaba al fondo, a un lado
del tablero, y se plantó contrariada en la mitad del recinto. “¡¿Quién fue?!”,
preguntó con determinación. Todos nos miraban a mi compañero de pupitre y a mí,
pues parecía evidente que el viento nauseabundo había salido de ahí. Me sentí
intimidado con la mirada de la profesora: era la primera vez que sus ojos no
brillaban con la alegría de una docente joven sino con la luz de la decepción
de una maestra gruñona. A mis ocho años, no fui capaz de admitir mi culpa y, de
forma automática, señalé al niño que estaba a mi lado. “Fue él”, dije. Ante la
defensa del inculpado, pesó más mi estatus de buen estudiante. Cuarenta y cinco
años después de aquella mañana, no he podido olvidar la imagen que vi ese día a
través del enorme ventanal: mi camarada estaba en el patio, a donde había sido
enviado por la educadora, sacudiéndose los pantalones en medio de su monólogo
de protesta justa.
No he podido superar la enorme
injusticia que cometió mi infancia esa mañana desafortunada. Y, desde entonces, cada vez que soy víctima de
señalamientos injustos, no puedo evitar remontarme a ese caluroso día de mi
primer año de primaria. Ese sentimiento de culpa me ayuda, de alguna manera, a
sobrellevar los diferentes señalamientos sinrazón que me ha tocado padecer en
mis 53 años de existencia. Del primero que recuerdo sucedió en época de estudiante
universitario en Bogotá.