Por
John Acosta
No fue sonoro, pero su hedor
alcanzó a inundar el salón de clases, a pesar de los ventanales abiertos que
estaban, tanto en la pared que va a la calle, como la que va al patio. La
hermosa profesora se incorporó de su escritorio, que estaba al fondo, a un lado
del tablero, y se plantó contrariada en la mitad del recinto. “¡¿Quién fue?!”,
preguntó con determinación. Todos nos miraban a mi compañero de pupitre y a mí,
pues parecía evidente que el viento nauseabundo había salido de ahí. Me sentí
intimidado con la mirada de la profesora: era la primera vez que sus ojos no
brillaban con la alegría de una docente joven sino con la luz de la decepción
de una maestra gruñona. A mis ocho años, no fui capaz de admitir mi culpa y, de
forma automática, señalé al niño que estaba a mi lado. “Fue él”, dije. Ante la
defensa del inculpado, pesó más mi estatus de buen estudiante. Cuarenta y cinco
años después de aquella mañana, no he podido olvidar la imagen que vi ese día a
través del enorme ventanal: mi camarada estaba en el patio, a donde había sido
enviado por la educadora, sacudiéndose los pantalones en medio de su monólogo
de protesta justa.
No he podido superar la enorme
injusticia que cometió mi infancia esa mañana desafortunada. Y, desde entonces, cada vez que soy víctima de
señalamientos injustos, no puedo evitar remontarme a ese caluroso día de mi
primer año de primaria. Ese sentimiento de culpa me ayuda, de alguna manera, a
sobrellevar los diferentes señalamientos sinrazón que me ha tocado padecer en
mis 53 años de existencia. Del primero que recuerdo sucedió en época de estudiante
universitario en Bogotá.
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Una mañana recibí una llamada
de la empleada de un paisano juntero que vive en la capital del país. “Aquí
está Diomedes Díaz y lo invitamos a un sancocho ahora al medio día”, me dijo.
Como vivía a unas cinco cuadras, me fui caminando. Cuando me abrió la puerta
del apartamento, me espetó enseguida la acusación: “Devuelve el televisor que
te robaste ayer aquí”. En la sala estaban un capitán de la policía, el
compañero de apartamento de mi amigo juntero (dueño del televisor robado) con
su novia y la empleada doméstica: dos sobrinos del inquilino salieron apenas
llegué. Yo había ido el día anterior a entregar un artículo para la revista institucional
que mi paisano le hacía a una empresa. “Yo te vi cuando saliste con el
televisor al hombro”, insistió mi denunciante. “No tengo cómo demostrar que no
fui yo. De modo que llévenme preso”, le dije al policía.
Salimos porque, supuestamente,
me llevaban a los calabozos de la policía. Cuando íbamos caminando, aparecieron,
para sorpresa mía, mis compañeros de apartamento (todos eran antioqueños) en el
carro de uno de ellos y se detuvieron frente a nosotros. “Cómo se les ocurre acusar
a un inocente”, dijeron al tiempo por las ventanillas del automóvil. “Ehh, ave María,
home: con esos amigos que se manda usted, ¿para qué enemigos?”, me
incriminaron. Dos cuadras más de camino, el uniformado nos detuvo. “Definitivamente,
este joven no fue”, le dijo al inquilino y a su novia; luego, se dirigió a mí: “Váyase
tranquilo para su casa”. Allá me contaron que los sobrinos del inquilino habían
ido a esculcar mi habitación en busca del televisor.
…
Y ahora por Uniautónoma
Ramsés Vargas Lamadrid, capturado |
En un artículo reciente,
publicado en este blog, señalé las enormes coincidencias en los procederes de
Silvia Gette y de Ramsés Vargas cuando ambos estuvieron al frente de la
Universidad Autónoma del Caribe; incluso, en el primer texto sobre la crisis
que afrontó esta institución, en manos de Ramsés, dije que no era posible
pensar que si uno de ellos dos no podía ser rector, entonces, necesariamente
debería serlo el otro: ninguno de los dos puede aspirar a volver a ocupar el
cargo que ambos deshonraron.
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Silvia Gette Ponce, capturada |
Sé que esa posición firme de
rechazo a quienes traicionaron la confianza que estudiantes, empleados y
comunidad en general depositamos en ellos, me ha granjeado el odio de ambos. Sé
de lo que son capaces de hacer, pues harto que lo han demostrado. Ha habido una
enorme actividad de sus áulicos en estos últimos días. Y ya he sido víctima de
los memes que sus esbirros hacen circular por las redes sociales para tatar de desprestigiarme.
Afortunadamente, vuelvo a contar con la fidelidad de la gente que me conoce:
ellos saben que la vieja Aba, mi abuela, y el viejo Chide, mi padre, pusieron el
fervor de su crianza en buenas manos.
Por supuesto que seguiré
escribiendo la historia actual de nuestra universidad, así estos dos funestos personajes,
y sus aduladores de turno, traten de enlodar el nombre que he esculpido con
esmero en estos 53 años de existencia. Pueden hacerlo, pues ahí tengo el lunar
negro de aquella aciaga mañana de niño escolarizado para refugiarme.
Que sigan ladrando mi estimado John Acosta. Ya tengo (o tenemos) el cuero muy curtido para que memes nos intimiden.
ResponderBorrarMuy dura la situacion uac, si hay directivos como decanos involucrados, el que nada teme nada debe, se que jjon no estaba en ese combo, 1 a 1 iran cayendo, eso es cierto, y si toda una ciudad no hacia nada, se demostro que un grupo , un puñado de estudiantes acabo la sinverguensura, el #uacsinmiedo, fue mas efectivo que las voces calladas de miles de atlanticences que vieron como robaban y nunca escuchaban al profesorado victima de este desangre a la organizacion y a la educacion.
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