Por
John Acosta
Parecíamos niños haciendo
trabajos manuales. La diferencia era, tal vez, la enorme pasión que le poníamos
a nuestro quehacer. Hacíamos los levantamientos de textos en lo más avanzado que
nos ofrecía la tecnología en aquella época: la máquina de escribir. Luego,
recortábamos los trabajos, párrafo por párrafo para pegarlos en el formato que
Nubia, recursiva y creativa, había diseñado para ese número. Obviamente, internet
era algo inimaginable: el señor Google nuestro era el montón de revistas que
rebuscábamos en todas partes para poder extraer las imágenes que debían
acompañar los artículos que nuestros amigos, todos estudiantes, como nosotros,
nos habían confiado. Muchas veces, la luz natural del amanecer nos sorprendió
por la ventana de la casa de Nubia, en el barrio Estrada, o de Claudia, en La
Esmeralda. Más de una vez, a mí me tocó irme caminando, tipo dos o tres de
la mañana, titiritando del frío bogotano, hasta mi apartamento del barrio 7 de agosto porque nunca había para el taxi
y ya a esa hora no había servicio de bus urbano. Todas esas luchas las librábamos
con entusiasmo porque teníamos el más grande aliciente: la revista TINTA.
No había satisfacción más
grande para nosotros tres que poder hojear el pesado machote de nuestra
revista, listo para fotocopiar. Entonces, nos levantábamos bien temprano, trasnochados
o amanecidos (sin pegar lo ojos, a veces) y nos íbamos para la esquina de la carrera
13 con calle 71, en el barrio Quinta Camacho,
de hermosas casa estilo inglés, que era donde quedaba nuestra universidad.
Allí, un par de elegantes y hermosas señoras nos rebajaban las fotocopias. Cuando
los paquetes estaban dispuestos, cogíamos la grapadora abierta, colocábamos un
trapo doblado entre el paquete y el escritorio y empezábamos a grapar, mientras
otro doblaba las grapas con sus dedos.
Al salir, ya había un montón
de estudiantes, de todas las carreras, esperando para comprarnos la revista. Se
vendía como pan caliente, gracias a Dios. Cuentos, artículos, poesías: todo lo
que nuestros compañeros producían lo publicábamos en TINTA. Si nos quedaban
algunos ejemplares, íbamos a la cafetería y nos los rebataban de nuestras
manos. Generalmente, al día siguiente, varios estudiantes preguntaban por la
revista y nos tocaba volver a la fotocopiadora a producir más. Solía suceder
que se acababa el color del papel especial de la carátula y nos tocaba
fotocopiar en otro color.
Fue una gran experiencia
para nosotros. Creo que no solo nosotros tres (Nubia, Claudia y yo) amamos
aquella aventura. Hasta nuestros profesores de Periodismo nos animaban a
continuar con ese esfuerzo. TINTA se convirtió en la genuina expresión de lo
que éramos: “Hay que tener en cuenta una cuestión: la mayoría de los que publican
en esta revista, son jóvenes que apenas sobrepasan los 25 años. Es decir, seres
racionales levantados bajo la atmósfera de la violencia socio-política, criados
bajo la incertidumbre del permanente Estado de Sitio, familiarizados con la
injusticia, la impunidad y la desconfianza. Es natural, pues, que sientan así,
que escriban así”, escribí en el editorial del segundo número, en noviembre de
1988.
Después que terminamos
nuestras carreras, cada
quien cogió por su lado. Ahí terminó la enriquecedora
pasión plasmada en varios números de TINTA. Yo me vine para mi Caribe del alma, a seguir
soñando, mientras escribía y a seguir escribiendo, mientras soñaba. Aún no
termino ni lo uno ni lo otro. Sin embargo, el destino me hace reencontrar, a
veces, con amigos que participamos de aquella fogosidad juvenil, como Ramsés
Jonás Vargas Lamadrid, a quien no veía desde hacía mucho tiempo y ahora es mi
jefe en la Universidad Autónoma del Caribe, de quien es rector.
Aspecto del barrio Quinta Camacho, donde fotocopiába- mos TINTA |
Ramsés publicó dos poemas y un
duro artículo en la edición de noviembre de 1988: tenía 20 años de edad y
cursaba sexto semestre de Derecho en la misma universidad en donde yo estudiaba
Comunicación Social-Periodismo: la Sabana. La vida nos pone nuevamente en un
escenario académico, ya no como estudiantes sino con la responsabilidad de
educadores. Sé que, como en la época de TINTA, no seremos inferiores a este
nuevo reto.
Qué pesar que, con los años, la audacia se vaya perdiendo, querido Costeño. Un sueño forjado de la nada...TINTA. Ah tiempos aquellos de valientes, audaces, creativos y enamorados absolutos de la palabra. Lo último continúa. Seguimos siendo "discípulos" del lindo idioma español. Abrazo grande, compañero de sueños.
ResponderBorrarMi querida Llanerita, bien valdría la pena un renovado esfuerzo para revivir, con la experiencia de los años, una nueva TINTA, ahora digital, para ganarnos el derecho a seguir soñando por siempre ¿Qué dices?
ResponderBorrarNo sé qué tan exactas son las cifras de los países diferentes al nuestro, pues las fechas de inicio de los procesos de diálogo no siempre son fáciles de identificar, ya que hay etapas de exploración que suelen ser secretas. Y, además, hay períodos de rupturas y congelamientos difíciles de medir. Pero lo que sí resulta evidente es la falacia de las cifras sobre Colombia. Es verdad que son 50 años de guerra al menos en lo referente a las Farc, pero los diálogos han durado mucho más de dos años.
ResponderBorrarAunque a los fanáticos del proceso que impulsa el presidente Juan Manuel Santos les cueste creerlo, esto no empezó con su llegada al poder. Durante los cuatro años de Belisario Betancur, entre 1982 y 1986, hubo diálogo intenso y sostenido con las Farc. Gobierno y guerrilla firmaron en abril de 1984 los acuerdos de la Uribe, que establecieron una tregua y en ellos nadie se llame a sorpresa las Farc se comprometieron a dejar el secuestro.
Durante el primer año del mandato de Virgilio Barco, la tregua sobrevivió de modo precario hasta que quedó formalmente rota, en junio del 87, por un ataque de las Farc a una patrulla militar. Pero los contactos entre la consejería de paz de la Presidencia y las Farc continuaron. Con César Gaviria hubo diálogos durante los años 1991 (en Caracas) y 1992 (en Tlaxcala, México). En los cuatro años de Ernesto Samper nunca hubo conversaciones formales, pero sí numerosos diálogos que permitieron pactar la masiva liberación de soldados y policías rehenes en 1997. Con Andrés Pastrana hubo más de tres años continuos de diálogos en la zona despejada del Caguán. Y con Álvaro Uribe, muchos intercambios con miras a un acuerdo humanitario.
En resumen: los diálogos con las Farc empezaron hace más de 32 años. Con interrupciones, sí, pero con períodos intensos de negociación sentados a la mesa, que, sumados, pueden significar más de 12 años: cuatro de Betancur, uno de Barco, dos de Gaviria, tres y medio de Pastrana y los dos de Santos. De modo que resulta inaceptable que distintas voces, desde las Farc hasta el Gobierno, traten de convencernos de lo normal que resulta que esto vaya para largo con el falso argumento de que los diálogos apenas llevan dos años.
Raúl Garizado Fernandez