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Álvaro Gómez Hurtado |
Por
John Acosta
Julio Oñate terminó haciéndome
el camioncito de madera que mi niñez de ocho años tanto añoraba en La Junta de
entonces, en el sur de La Guajira. A esa corta edad, me tocó aterrizar a la fuerza al mundo de la política
pueblerina, tras el torcijón de ojos que me pegó mi abuela, en la mitad de la
sala de la casa, el mediodía del 15 de septiembre de 1973. El día anterior, la
Convención del Partido Conservador había proclamado a Álvaro Gómez Hurtado como
el candidato de esa colectividad a la Presidencia de Colombia para el período
1974-1978. Viví con intensidad esa, mi primera campaña política y, con ella,
hube de indigestarme con el amargo sabor de la derrota y sobreponerme a la
burla de mis vecinos mayores de edad porque Alfonso López Michelsen, el contrincante
del Partido Liberal, le había ganado a mi aspirante.
Cada vez que me le escapaba a
mi abuela para ir hasta donde Julio Oñate, siempre lo encontraba ocupado en la
carpintería que había montado en el patio: hacía una mesa para el comedor de
una pareja recién ajuntada, o una cama para una quinceañera que dejaría su
hamaca de niñez, o arreglaba algunas bancas de la caseta comunal. Entonces, me le
sentaba al frente con mi cara de muchachito desesperanzado hasta que los gritos
mal humorados de mi abuela, llamándome por mi nombre, me hacían regresar
asustado a la casa. Mi muda insistencia y la murga que mi prima Yolanda Acosta
le montaba a su marido para que se apiadara de “ese pobre pelaíto, carajo,
mirando lelo para que le hicieran su carrito” terminaron doblegando la obstinación
de Julio Oñate e interrumpió una media mañana su trabajo y le dedicó una hora a
complacerme con mi regalo: fue el camioncito de madera más hermoso que niño
alguno ha podido tener.