Por John Acosta
Libardo contó los granos de maíz que tenía sobre la mesa: once. Respiró tranquilo porque iba ganando uno. Sus tres contendores le acababan de pagar de a dos cada uno por haber ganado él el partido anterior. Menos mal porque apenas tenía cinco, de los diez con que cada jugador inicia la jornada. Después de verificar sus granos, Libardo empezó a revolver las 28 fichas del dominó. “De todas formas, a Yayo lo mataron por una acusación injusta”, prosiguió con otras de las tantas conversaciones que había entablado con sus compañeros de juego desde que iniciaron el partido, cuatro horas y media antes. “Es cierto. Le pusieron palabras en su boca que él jamás dijo”, le replicó Saúl, mientras agarraba sus siete fichas. “Es que él era muy dicharachero, ocurrente, animado, pero no era mentiroso”, agregó otra vez Libardo. Miró a sus siete fichas: tres dobles y un pequeño juego de dos cuatro, más el doble cuatro. “La verdad es que le inventaron esas cosas para poder justificar su asesinato. Bueno, Libardo, sal rápido, que este partido me lo gano yo”, inquirió Antonio, confiado en el juego de cincos que le salió.
Libardo contó los granos de maíz que tenía sobre la mesa: once. Respiró tranquilo porque iba ganando uno. Sus tres contendores le acababan de pagar de a dos cada uno por haber ganado él el partido anterior. Menos mal porque apenas tenía cinco, de los diez con que cada jugador inicia la jornada. Después de verificar sus granos, Libardo empezó a revolver las 28 fichas del dominó. “De todas formas, a Yayo lo mataron por una acusación injusta”, prosiguió con otras de las tantas conversaciones que había entablado con sus compañeros de juego desde que iniciaron el partido, cuatro horas y media antes. “Es cierto. Le pusieron palabras en su boca que él jamás dijo”, le replicó Saúl, mientras agarraba sus siete fichas. “Es que él era muy dicharachero, ocurrente, animado, pero no era mentiroso”, agregó otra vez Libardo. Miró a sus siete fichas: tres dobles y un pequeño juego de dos cuatro, más el doble cuatro. “La verdad es que le inventaron esas cosas para poder justificar su asesinato. Bueno, Libardo, sal rápido, que este partido me lo gano yo”, inquirió Antonio, confiado en el juego de cincos que le salió.
Libardo puso el doble seis en la mitad de la mesa. “Lo peor es que no se se supo nunca si la mentira la inventó la bases guerrillera o sus comandantes: lo cierto es que ellos se creyeron el mismo cuento inventado en sus propias filas y lo mataron”, replicó. Antonio puso la ficha seis y cinco: “Sea lo que sea, así no se mata a un hombre”. “Toño tiene razón. Llegan dos tipos de a pie y vestidos de civil a las siete de la mañana a su casa y le preguntan si es verdad que él ofrece 300 mil pesos a quien le informe en dónde tiene la guerrilla los carros robados...” “...¡Juega rápido, hombre!”, le interrumpe Saúl a Jorge, que juega, entonces, seis y uno. “Imagínense de dónde iba a sacar Yayo 300 mil pesos de un momento a otro, si él tenía que sudarla duro para poder mantenerse él y mantener a su familia”, dijo Saúl, al tiempo que acostaba el doble cinco. “Eso es lo que yo digo. Sin embargo, quizás por el miedo, no supo qué responderles a los dos tipos armados. Es que es muy jodido que lo acusen a uno injustamente de que los paramilitares le habían dado la plata para que él ofreciera esa recompensa a quien le diera la información enseguida”, repuso Libardo, antes de acostar el doble uno.
Antonio jugó el uno y tres. “Es que esa gente es muy viva: uno de los tipos llamó, entonces, por radio y dijo que afirmativo, que el positivo estaba en la casa y apareció el jefe uniformado y montado en un caballo”, agregó Jorge, después de acostarse con doble tres. “Lo peor es que lo amarraron delante de su mamá y lo sacaron arrastrando de su casa, en pantaloneta y recién bañado”: Saúl juega cinco y cuatro. Libardo lamentó en silencio no tener ni un solo tres y le tocó acostarse con doble cuatro. “Pero nosotros somos una partida de cobardes: cómo es posible, hombre, que lo arrastran por la mitad del pueblo y nadie fue capaz de salir y decir esta boca es mía”, se lamentó Antonio, mientras jugaba el cuatro y tres. Ahora el juego había quedado a dos tres. Pero Jorge no pasó: “Con que tirando piedras, Toño, pero te jodiste”. Jugó el tres y seis. “Y la mamá, la pobre vieja, iba detrás, llorando y rogándoles a esos desalmados que no le hicieran nada al hijo”, dijo Saúl y puso el seis y blanco. Libardo puso su único blanco: el juego quedó en cuatro y en tres. “Lo amarraron en el palo de mango que está en la última calle... ”. “...Ponte pilas, Toño, que te voy a jugar ésta”, interrumpió Jorge a Libardo, amenazando a Antonio con una ficha que tenía en su mano derecha alzada.
Antonio jugó el tres y cinco. Jorge bajó la ficha y la miró: doble dos, no podía jugarla. Puso, entonces, cuatro y uno. “Ajá, ¿por qué me la cambias?. ¿No y que me ibas a jugar la otra?”, le replicó Antonio satisfecho porque no le habían adivinado la jugada. Todos ríen, menos Jorge. Saúl miró las cuatro fichas que le quedaban: “Paso”, dijo y le pagó el pase a Jorge con un grano de maíz. “¿Viste por qué no la jugué? Para poder cobrar un pase”, aprovechó Jorge para defenderse. “Ni paramilitares ni guerrilleros luchan por el pueblo. Todos son unos asesinos salvajes. ¡Juega rápido, Libardo!”, dijo Antonio. Libardo vio el juego que estaba sobre la mesa: uno por un lado y cinco por el otro. Él tenía una sola ficha para esa jugada: cinco y uno. Vino el dilema: o ponía el juego a dos unos o lo colocaba a dos cincos. Libardo no tenía más ni de lo uno ni de lo otro. Claro, se dijo, Antonio ha estado jugando por los cincos, lo que quiere decir que él es el dueño de ellos: lo puso a dos unos. “Paso”, dijo Antonio y le pagó su grano a Libardo. “Es verdad lo que venía diciendo Toño: Yayo murió con el primer tiro, no había necesidad de hacer lo que hicieron, vaciarle todo el proveedor de la pistola”, Saúl volvió a tomar el hilo de la conversación.
Jorge jugó uno y dos: “La pobre vieja cayó de rodillas en la mitad de la calle”. Saúl jugó dos y blanco. “No tengo de esas”, dijo Libardo y le pagó el pase a Saúl. Volvió a quedar con once granos. Antonio jugó blanco y cinco; Jorge, uno y blanco. Saúl puso blanco y tres. Libardo volvió a pasar: un grano menos. “Esos porquerías no respetaron siquiera la inocencia de los tres niños que pasaban por ahí, rumbo a la escuela”, dijo Antonio, mientras jugaba tres y dos: desde la jugada anterior había quedado encabezado con el cinco. Si Jorge no jugaba la única ficha que le quedaba, Antonio llegaba primero porque Saúl y Libardo tenían todavía de a dos fichas cada uno. “Arrancaron una hoja del cuaderno de uno de los muchachos, le pidieron prestado el lapicero a otro, escribieron una vil justificación y pusieron el letrero sobre el cadáver, los muy salvajes”, dijo Libardo, disimulando mal su disgusto por los dos pases seguidos que le cogieron. Jorge acostó sonriente el doble dos: “Señores: me pagan de a dos granos cada uno porque acabo de ganar”. Marina, la esposa de Libardo, se paró en la mitad de la puerta que da a la calle y les gritó de allí a los jugadores que estaban bajo la sombra del almendro. “Ve, carajo, ¿es que no piensan ir a almorzar? Ya son las tres y media de la tarde”, dijo. “Espérate un momento, que vamos a jugar el último”, le contestó su marido con resignación, pues le quedaban apenas ocho granos de maíz en las manos: había perdido dos.
“Revuelve rápido esa vaina, Jorge, que tú ganaste”, ordenó Antonio, desesperado porque sólo tenía tres granos de maíz. Jorge, en cambio, era el que más tenía: 18. Y Saúl, once. Después de que Jorge revolvió las fichas, todos cogieron sus respectivas siete. Libardo miró las suyas: un pequeño juego de tres dos, otro de dos blanco y el doble blanco (“la pelá”, como le dicen). Las organizó dos con dos, blanco con blanco, dos cuatro, un cinco, un tres y un uno. No le gustó para nada ese doble seis, pero se tranquilizó porque al menos le salió seis. Jorge no salió con doble: colocó el seis y blanco. Cuando vio ese seis, Libardo rezó en silencio para que Saúl no lo tapara y poder botar así ese doble seis que lo martirizaba.
En efecto, la guerrilla había asaltado cinco tracto mulas cargadas de electrodomésticos, licores y llantas: obligaron a los conductores a desviarse por una trocha destapada que atravesaba al pueblo de abajo arriba. Los camiones eran propiedad del gobernador de la provincia, de quien se decía era el principal patrocinador de paramilitares de la zona. “Blanco y dos”, dijo Saúl mientras colocaba la ficha que había cantado. Libardo exhaló un respiro de tranquilidad.
Esa tarde, la gente del pueblo se asustó cuando vio la nube de polvo que se acercaba, en medio del ruido descomunal de los motores. Los perros no ladraban de rabia, si no que aullaban con el rabo metido entre sus patas. Los niños, que nunca antes habían visto tan enormes carros, se abrazaban a las piernas de sus padres, en una mezcla de estupor por la magnitud de aquélla caravana insólita y, al mismo tiempo, de regocijo por el honor de presenciar ese acontecimiento histórico. Los adultos miraban, desde el sardinel de sus casas, la falta de conciencia de los guerrilleros, que tuvieron la desfachatez de pasarles semejante encarte frente a sus ojos sin detenerse a pensar en las terribles consecuencias para los pueblerinos, cuando los paramilitares decidieran contestar ese golpe. “Me acuesto con doble seis”, expresó Libardo.
A los pocos días, tuvieron que ver pasar a la romería de gente de pueblos vecinos que iban a comprar güisqui, televisores, neveras y llantas a precios de feria. Incluso, algunos lugareños se aventuraron a subir también hasta el sitio donde los guerrilleros escondían los camiones, solo para tener la dicha de tomarse licuado el jugo de mango. Hasta los cerdos del pueblo comieron hielo por mucho tiempo, mientras la fiebre por lo helado se diluyó con el tiempo: la gente se los daba en trozos camuflados entre el afrecho para suplirles la falta de yuca. “Y yo con el doble dos”, dijo Antonio enseguida. “Entonces queda a dos seis”, contestó Jorge, al poner el dos y seis. Miró con sorna a Saúl, esperando que pasara con esa jugada. Nada: “Seis y tres”, dijo Saúl.
Hasta que una mañana, dos semanas después del asesinato de Yayo, llegaron 200 paramilitares al pueblo. Se repartieron de a diez por casa, pidieron las cocinas prestadas y se prepararon el desayuno. Una mujer, que estaba apenas con su nieto de cuatro años, les suplicaba que no le hicieran eso porque después la mataba la guerrilla por favorecer a los paramilitares. No valieron los ruegos: los diez hombres armados cocinaron sus tres libras de yuca, los veinte huevos revueltos y la olla de café con leche. Entonces, la mujer se desmayó del susto y fue socorrida por un paramilitar que le preparó agua con azúcar. “Tres y dos”, puso Libardo. Antonio colocó dos y cinco; Jorge, cinco y tres. Y Saúl, tres y cuatro.
Después del desayuno, cada grupo se llevó a los adultos al parque. Les dijeron que lo único que querían era que los llevaran hasta donde estaban los camiones. Que si se portaban bien, no le harían nada a nadie. “Juego cuatro y dos”, dijo Libardo, satisfecho porque quedaba encabezado. “Paso”, dijo Antonio y le pagó el grano de maíz a Libardo. “Cómete ese seis”, convidó Libardo a Jorge, que no tuvo más remedio que obedecer: “Seis y cuatro”. “Paso”, dijo Saúl y le dio un grano a Jorge.
Cien paramilitares se quedaron en el pueblo y los otros se fueron con 30 pueblerinos, trocha arriba. A la media hora se sintió la balacera en el caserío. “Eran tiros de fusil”, concluyó Libardo. “Cuatro y blanco”, agregó. “¡Qué vaina, Libo, me la tienes adentro: paso”, dijo Antonio y pagó su grano “¡Carajo, pero tú no coges juego, Toño!”, se burló Jorge. “Puro dobles”, se defendió Antonio. “¡Soooo!”, hizo Saúl, como espantando una gallina: “Cuidado te come el único grano que te queda”, le espetó con sorna a Antonio. Una sonora risotada envolvió al ambiente. Marina volvió a asomarse, atraída, quizás, por la risotada. “¡Libardo, te advierto que no te voy a calentar la sopa!”, gritó desde la puerta. Libardo ni la volteó a ver. “Blanco y uno”, jugó Jorge. Saúl sonrió con alegría. “Ahora te comes esa cabeza”, le dijo a Libardo, mientras colocaba el uno y seis.
Cuando la gente vio bajar a la enorme nube de polvo, se hizo un silencio frío. Todos tenían un familiar entre los veinte guías que, además, sirvieron de escudos humanos. No se sabe si afortunada o desafortunadamente para los civiles que subieron obligados entre los paramilitares, en el escondite apenas habían seis guerrilleros. “Fue la primera, y ojalá la última, fosa común que se cavó en el cementerio de aquí”, dijo Jorge. “¡Pilas, Libo, bota esa cabeza!”, insistió Saúl. Todos se acordaron del caso, pero ninguno de los cuatro jugadores dijo nada para no contrariarlo: Saúl estuvo entre los 30 que subieron y su miedo durante el tiroteo se hizo realidad maloliente dentro de su pantalón. “Dos y uno”, jugó Libardo: le tocó botar la cabeza. Uno y cinco, jugó Antonio. Jorge pagó su pase a Antonio. “Fichas sobre la mesa”, pidió Saúl: tenía la ficha para cerrar el juego.
Jorge y Libardo tenían dos; Antonio, cuatro. Y, si cerraba, Saúl quedaba con dos. “¡Carajo, quién dijo miedo, si los bravos morimos peleando”, agregó y puso el cinco y seis. Lo cerró a seis. Volteó sus dos fichas: doble uno y el tres y uno. “Tengo seis pinta”, dijo. “Esas me ganaron a mí. Tengo ocho pintas”, Jorge volteó su tres y blanco y su cuatro y uno. “A mí, ni se diga”, Antonio mostró su cinco y cuatro, doble tres, doble cuatro y doble cinco. “Entonces, páguenme mis seis granos porque tengo cinco pintas”, dijo Libardo y volteó su doble blanco y su blanco y cinco.
Saúl aceptó con una mueca de desaliento. Antonio pagó los dos últimos granos que le quedaban. Saúl quedó con ocho: “Apenas perdí dos”. “Yo me gané seis”, dijo Jorge al mostrar sus 16 granos. Libardo los contó de a par. “Dos, cuatro, seis, ocho, diez. Estos son los míos”, dijo, los apartó y prosiguió: “Doce, catorce, dieciséis. Y estos los que gané”.