Por John Acosta
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Carmen y tío Ito, en sus viejas época de enamorados |
Yo
sentía el cosquilleo en mi cabeza y abría los ojos somnolientos aún por la desadormecida
reciente y veía la claridad tenue de la linterna, que intentaba inundar la sala
con su luz amarillenta por las pilas viejas: era tío Ito que me despertaba, como
de costumbre, con la yema de sus dedos como escarbando entre mi cabello
ensortijado. Mientras él prendía la lámpara de querosén que colgaba en la parte
superior del umbral de la puerta que comunicaba las dos únicas habitaciones de
la casa de barro, yo me estiraba en mi hamaca para tratar de alejar rápidamente
los últimos vestigios de flojera que me quedaban por el despertar abrupto. Me
sentaba con los pies colgantes y me ponía los zapatos que dejaba en la noche
debajo de la dormilona colgante. Tío Ito destrancaba la puerta del patio, que
era el tronco partido a lo largo por la mitad de lo que fue un grueso árbol, y
el frío de la madrugada se acentuaba dentro de la vivienda artesanal. Después
de descolgar mi hamaca, iba trastabillando
hasta la tinaja que estaba en un rincón y sacaba el agua en una totuma para
lavarme la cara y enjuagarme la boca en el patio. Todo eso me llega a la mente
hoy, más de cuarenta años después, cuando tío Ito no es ni la seña de lo que
fue, a pesar de que todavía le quedan fuerzas físicas de sobra para volver a
ser el toro de lidia que todos admirábamos.