Por
John Acosta @Joacoro
Diomedes Díaz, en sus inicios |
El adolescente Diomedes Dionisio
Díaz Maestre estaba a punto de expulsar feliz toda esa energía juvenil
acumulada en su humanidad de muchacho pobre, que no tenía maneras de pagarle a
una mujer de vida difícil para que le hiciera el favor de ayudarle con esas
necesidades biológicas de ímpetus precoces. Jorge Félix Acosta Mendoza, su amigo
de travesuras de esa tarde pasional, vio cuando al futuro cantante famoso le
blanquearon los ojos de emoción. Y, entonces, no solo le soltó la burra que él
le sostenía por la cabeza, sino que, además, se la espantó, muerto de la risa.
Diomedes Díaz, con su animal erguido blandiendo su satisfacción inconclusa, le
agitaba sus brazos al impertinente amigo. “¡Nojoda, Oge, esa vaina no se hace!”,
le decía, mientras veía perderse en el monte, a todo galope, la autora de esa desdicha
momentánea.
La Junta era un caserío de
gente conservadora, en donde los jóvenes debían conformarse con mirar, desde
las inmensas piedras del río, que divide a La Junta en dos, a la contemporánea
de sus amores, la misma que lavaba su ropa al lado de la madre vigilante. No
había ninguna zona de tolerancia en donde ellos pudieran suplir sus penurias varoniles
de hombres en despunta, ni tenían dinero para costearse la ida a San Juan del
Cesar, la cabecera del municipio, a buscar el sitio adecuado para esos
quehaceres de amores fugaces. De manera que la única opción posible era el
monte, en el que siempre estaba dispuesta la burra mansa que pastaba
desprevenida. O los corrales de ordeño que cada casa juntera tenía en su patio
trasero, en los cuales habían vacas al gusto de todos. (Click aquí para leer otra crónica sobre los comienzos de Diomedes Díaz, en La Junta)
Bertha Mejía, hoy |
Rosa Elvira, con su padre |
Nunca olvido un caso que
sucedió en La Junta cuando yo era todavía un niño. Diagonal a la casa de mi
abuela, la mujer que me crió, vivía una tía de ella, que también criaba un
nieto, contemporáneo de mi primo mayor: adolescentes ambos. Resulta que una
noche, varios jóvenes del pueblo, entre los que estaban mi primo y el nieto de
tía, tuvieron su aventura sexual con las vacas del corral del esposo de tía. De
la dura faena de esa noche dio cuenta, en la mañana siguiente, el estado en que
quedó la cerca, lo que delató a los intrépidos muchachos. El viejo Chema,
esposo de tía, cogió a su nieto y lo amarró de una mano a una de las ramas del
palo de ciruela que estaba sembrado al frente de su casa. Lo levantó a
correazos físicos y, en cada fuetazo que le daba, le gritaba a todo pulmón: “¡Toro,
toro!”. Y lo dejó amarrado ahí todo el día para que lo vieran los que pasaran
por la calle. Por supuesto, el pobre muchacho perdió su nombre durante un buen
tiempo porque todo el mundo lo llamaba Toro.
Diomedes Dionisio Díaz Maestre
era un joven común y corriente, como todos los del pueblo, y no pudo escapar a
esas andanzas frecuentes entre la muchachada de La Junta. El propio Jorge
Acosta, mi tío, coprotagonista de la anécdota en que la burra dejó iniciado al
futuro Cacique de La Junta, me contó esa historia hoy, con sus ojos abnegados
en lágrimas por la muerte de Diomedes. “Recuerdo que una noche estábamos
tomando al otro lado del río, en la cantina de mi primo Billo Acosta. Diomedes
estaba cantando con su conjunto del pueblo, Los Jota Jota, cuando todavía no
era famoso porque no había grabado, y me pidió el favor de que lo remplazara en
el canto porque él iba a bajar un momento al río, a verse con Bertha Mejía. Yo
creo que de ahí nació su hija Rosa Elvira”, me dijo tío Jorge, con su voz
entrecortada. (Click aquí para conocer más sobre las dos juntas que divide el río)
Patricia Acosta, hoy |
Ya Diomedes era una joven
promesa de la música vallenata, que apenas se perfilaba como cantante en las cantinas
del pueblo; sin embargo, eso era suficiente para que las adolescentes de La
Junta se murieran de las ganas de estar con él: atrás quedaron para siempre los
tiempos de las burras espantadas por amigos impertinentes. Bertha Mejía Acosta
fue una de esas jovencitas. Su mamá, la vieja Geña Acosta, prima hermana de mi
abuelo, era hermana del Negro Acosta, el papá de Patricia, la traga eterna de
Diomedes: “la mujer que fue conmigo al altar”, como lo dijo el ya famoso
Cacique en unas de sus canciones.
Así es: Bertha y Patricia
son primas hermanas. Con la primera, Diomedes tuvo a Rosa Elvira, “que es la
mayor de esta familia tan bonita”, como el mismo Diomedes lo dice en una de sus
canciones. Muchos años después, Rosa Elvira compró la casa diagonal a mi
abuela, la de tía, y ahí vive con Bertha, su madre. En lo que era el corral de
esa casa, donde el nieto de tía perdió su nombre de pila por un sobrenombre
animal, vive ahora, casado, un sobrino de Patricia: “Nanchito”, le decimos por
cariño.
Geña Acosta, madre de Bertha y tía de Patricia |
Patricia Acosta es la de la
ventana marroncita. Era la joya de la corona de esa familia. El Ñego, como le
decíamos a su papá, la había mandado a estudiar a un internado de monjas en la
lejana Bucaramanga, lo que era una proeza económica para cualquier hogar
juntero de la época. Cuando ella llegaba a vacaciones, dormía con sus hermanas
en un cuarto cuya ventana daba a la calle que lleva al río. “Toque tres
canciones bien bonita, que a mí no me importa si se ofenden”, dijo el joven
Diomedes en su famosa canción. Y el Ñego y la vieja Alicia Solano, su esposa,
sí que se ofendían de veras.
Todo eso lo recordábamos hoy
con tío Jorge, mientras escuchábamos la música del Cacique, en la misma casa de
Barranquilla, en donde me enteré de la muerte de Diomedes, la fatídica tarde de
aquel 22 de diciembre. Roberto Dávila me llamó a las cinco, requebrando de
dolor, desde El Difícil, Magdalena, a darme la noticia. Yo no le creí: pensé
que eran borracheras de él. No obstante, les dije a los presente y alguien me
dijo: “métete a twitter”. Preciso: todos los medios y todos los contactos no
hablaban de otra cosa; incluso, me metí al grupo de “Junteros WhatsAppeando” y ahí
daban detalles de la muerte.
Otras crónicas sobre Diomdes Díaz en este blog:
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