Por
John Acosta @Joacoro
Yo veía que mi abuela no
podía dormir. Se revolcaba de un lado a otro en su hamaca, se sentaba con sus
pies colgando, se volvía a acostar con la cabeza ahora para otro lado. Me hacía
el dormido para ahorrarle a ella la angustia que le causaba el hacerme preocupar
por su insomnio. A veces, le sentía su
chancleteo cuando iba hasta la sala a
servirse un vaso de agua de la jarra que ella ponía en la mesa para no tener
que salir a media noche hasta la cocina, que quedaba en la mitad del patio. La
música entraba nítida por las soleras de la casa. Venía desde la Caseta
Comunal, como llamábamos en La Junta (Haga click aquí para leer crónica sobre La Junta), el pueblo del alma, el sitio amurallado
donde se hacían las verbenas. Yo estaba seguro de que no era el concierto en vivo, que
llegaba a todo timbal hasta el aposento, lo que la trasnochaba. Sabía, además,
que hasta que no botara lo que la atragantaba, mi abuela no podría conciliar el
sueño. Entonces, lo soltó, sin ningún pudor, en voz alta, pero para sí misma,
pues los únicos que estábamos en casa éramos los dos y ella me hacía fundido. “No
sé qué tanto le verán a un hombre que lo único que hace es gritar”, pudo decir,
al fin, con rabia.
Esa noche cantaba Diomedes
Díaz y mi abuela se refería a él. Con que era eso. Yo tendría ocho o diez años
de edad. Diomedes tendría unos 20 y acababa de grabar su primer álbum musical.
Para los niños junteros de esa época, el que un joven tuviera el atrevimiento
de desafiar a la pobreza para empezar a labrar lo que quería, era motivo de
orgullo. Por eso, no me dio la gana de seguir fingiendo que dormía y tuve el
abuso de contestarle a mi abuela. No solo eso, sino, además, contradecirla: “Será
la única persona en el mundo que piensa así porque le aseguro que esa caseta
debe estar atiborrada de gente”, le dije.
En realidad, la vieja Aba,
como le decían por cariño a mi abuela en La Junta, no era la única que pensaba
eso. Unos tres o cinco años antes, Diomedes
cantaba en un conjunto vallenato compuesto por paisanos de su edad: “Piyayo”
tocaba la guacharaca; Cate Martínez, la caja; Martín Maestre, su tío, tocaba el
acordeón. A ese conjunto le decían Los J
J (Juventud Juntera). Aún recuerdo las cartulinas pegadas en las paredes de las casas
junteras, donde, con crayones de colores, se escribían letreros para invitar a
parrandas amenizadas por este conjunto (Click aquí para leer la faceta parrandera de La Junta). Se decía, entonces, que el joven Diomedes
Díaz tenía una voz ronca, chillona, estridente. Tanto era así, que se había
ganado el remoquete de “El Chivato”.
Tuvo Rafael Orozco, el del
Binomio de Oro, que grabarle la canción “Cariñito de mi vida” y bautizarlo como
El Cacique de La Junta para que la gente del pueblo dejara de llamarlo con el
sobrenombre de animal y lo conocieran ahora con el título de monarquía
indígena.
Por los días en que empezaba
a sonar con fuerza en las emisoras de Valledupar Cariñito de mi vida, mi abuela me mandó a hacerle un mandado: creo
que tenía que ir a comprar unos plátanos amarillos para el almuerzo. Cuando iba pasando por la casa de El Mono, un
caleño que había llegado a La Junta enamorado de Gloria Hinojosa, vi que el
joven Diomedes estaba ahí, pues esa mañana había apadrinado al hijo de El Mono
y Gloria. Entré hasta el patio por la puerta de la sala, esperé a que terminara
la canción que estaba interpretando en ese momento. Me le planté al frente y le
grité, sin más allá y sin más acá: “Oiga, yo sí apoyo que a usted lo llamen El
Cacique de La Junta”. Y salí corriendo de allí, a pies descalzos, con pantaloncitos
cortos y con las costillas al aire, como nos gustaba andar a los pelaos
junteros de la época. Diomedes me siguió hasta la puerta de la calle,
gritándome “¡Vení acá, vení acá!”, pero yo iba ya calle abajo, pisando la arena
caliente, a comprar los plátanos del almuerzo. No regresé por ahí, me daba
pavor.
El Mono se regresó para
siempre a su Cali y se llevó a Gloria. Esa casa la compró Bolívar Cuello (el de
“vamos a sembrar arroz, que esto está malo”) y le hizo unas mejoras. De modo
que yo tenía razones suficientes para contradecir a mi abuela esa noche. Tuvo
que pasar mucho tiempo para yo volver a hablarle a Diomedes Díaz. Sucedió en
Barranquilla. Fue en la etapa de mi paso fugaz el diario El Heraldo, donde
me tocaba redactar noticias políticas.
Diomedes era ya un famoso
cantante vallenato. Se había casado con una pariente mía. Esa noche, él cantaba en la ciudad y un grupo de redactores
nos fuimos a verlo, invitados por Patricia Escobar, que hacía la página de
farándula. Nos hicimos en una mesa cerca a la tarima. Antes de subir a iniciar
el show, Diomedes pasó a saludar a los periodistas. Cuando me tocó el turno, le
mencioné los nombres de sus suegros y él me abrazó. Fueron como tres segundos.
Han sido las únicas dos
veces que le he hablado de frente a Diomedes Dionisio Díaz Maestre: primero a El
Chivato y, después, a El Cacique. Nada más.
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