23 sept 2024

Medio siglo después, Soño revivió en Bruno

Por John Acosta 

La primera (y, quizás, única) vez que habló del perro de su infancia, lo hizo a los 40 años. Fue en Barranquilla, cuando dos estudiantes universitarias de su clase de redacción, le preguntaron si le gustaba las mascotas. “No me disgustan, la verdad”, respondió, en ese momento; entonces, ellas fueron más directas y le preguntaron si alguna vez él había tenido un perro. “Sí, claro: cuando era niño”, volvió a contestar. “¿Y cómo se llamaba?”, insistieron las dos aprendices. Y el profesor no pudo evitar remontarse a los albores de su vida, allá en La Junta, donde había sido criado por su abuela paterna. No encontró, en los recovecos de su memoria, mayores episodios al lado de ese animalito que olvidó por completo en el transcurrir de su existencia.

La magia de Gabo

De la lectura de El amor en los tiempos del


cólera, de Gabriel García Máquez, el profe sacó una lista de unos 20 aforismos que el escritor de Aracataca se había atrevido a sentenciar como narrador. En los libros anteriores de este Nobel colombiano, el docente universitario leyó algunas máximas que el autor de Cien Años de Soledad había puesto en boca de los personajes de sus libros (por ejemplo, Úrsula Iguarán dijo, en la obra cumbre de este literato costeño, “uno no es de ninguna parte hasta que no tiene un muerto bajo tierra”), pero era la primera vez que encontraba tantas y tan buenas expresadas por el propio novelista. De ese listado de dos decenas que escribió a lápiz en una hoja de block, el profesor encontró la aplicación perfecta de una de ellas, la mañana barranquillera en que sus dos estudiantes cometieron la imprudencia de preguntarle por el perro de su infancia.

“La memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos; gracias  a este artificio, podemos sobrellevar el pasado”, fue el aforismo de Gabo, en El Amor en los Tiempos del Cólera, que el capacitador universitario le halló su uso maravilloso en la cafetería de la institución de educación superior, durante aquella imprevista y leve charla de esa lluviosa mañana de septiembre.

Recordando al perro de la infancia


Resulta que su corazón había eliminado por completo la existencia de esa mascota de su niñez juntera, debido al mal recuerdo del triste final del perro de su infancia. Y lo recuperó por un instante esa húmeda y lúgubre charla matutina que tuvo con sus dos estudiantes. Entonces, la evocación de ese trágico episodio se le apareció sin más allá y sin más acá. “Soño”, pronunció. “Se llamaba Soño”, les repitió a sus dos aprendices.

Había sucedido, casualmente, también en una mañana, pero muy distinta a la de ese día en la cafetería de la universidad. Aquella había sido con un sol radiante y un cielo despejado, de un azul intenso, nítido. Estaban en la enramada que pegaba en las puertas del patio y de la cocina: su abuela, el más joven de sus 12 tíos, su abuelo inválido y el primito de su misma edad (tendrían unos ocho o diez años), que también criaba la abuela. En la cafetería, frente a sus estudiantes, ya no tenía claro el porqué fue. Lo cierto es que el tío desenfundó de repente el arma que tenía ceñida en su pretina y le disparó a Soño en la cabeza. Fue un solo tiro. Entre los estertores de sus flashes memoriales, tiene la impresión vaga de que la abuela le había contado al tío, en ese momento, que la pequeña mascota padecía una penosa enfermedad y que ella daría lo que fuera para no verlo sufrir: le prcaticaría la famosa eutanasia, que llaman ahora.

Soño reencarnado en Bruno

Después de esa mañana lluviosa en la cafetería de la universidad, la memoria del corazón volvió a encargarse de ese mal recuerdo. Quedó eliminado de nuevo de su memoria hasta que, casi veinte años después, sus convicciones morales lo desterraron de la gran ciudad del Caribe colombiano y se enclaustró en la hermosa Valledupar, muy cerca de La Junta, donde lo crió la abuela. La hermana menor suya tuvo la gran  consideración de hospedarlo en su casa; precisamente, las dos hijas de ella y su pequeño hijo tienen a Bruno, un perro shih tzu, que es una raza originaria de Tíbet.


No demoró el tío recién llegado en hacerse amigo de Bruno; al principio, le parecía normal sentir empatía por un pequeño animal de esos; luego, ante las intermitencias de los sobrinos paras sacar a Bruno a hacer sus necesidades en el boulevard que está frente al conjunto cerrado donde viven, el propio ex profesor universitario empezó a hacerlo diariamente; por supuesto, Bruno se lo agradece con el cariño sincero que brinda una mascota de su especie: largas espera parado en dos patas frente a la ventana y la alegría inmensa con que mueve su colita cuando su nuevo amigo llega.

Alguna vez, el ex docente escuchó un mal chiste de un dominicano que llamaba ‘pájaro’ (homosexual) al hombre que paseara un perro pequeño por el parque: no evita sonreír con cierta ironía cuando se ve así mismo llevando al diminuto shih tzu del lazo. Sólo hasta tres meses después, la memoria del corazón rescató y le magnificó los gratos momentos de su niñez vividos junto a Soño y pudo entender, entonces, que Bruno era exacto al perro de su infancia: pequeño, peludo, blanco y con inmensos lunares negros en su cuerpo.

Publicada en el Semanario La Calle, el 23 de septiembre de 2024

2 comentarios:

  1. Muy noble, tierna y triste la historia de Soño, pero maravilloso que lo reviva Bruno. Esta historia muy bien contada, como todas las que escribes.

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