Por John Acosta
El tipo apagó la buseta, se bajó con rapidez y, en un relampaguear
sorprendente, lo tuve frente a mí, en la puerta trasera: él afuera y yo adentro,
sentado en la silla de atrás, justo la que queda al lado de la salida. El
hombre estaba iracundo, desafiante. “Venga, bájese, pa que vea, gonorrea. Yo
soy desmovilizado de las autodefensa y no me dejo guevonear de nadie, ¡marica!”,
me insistía. Cinco minutos antes, yo había tomado esa buseta urbana. Al notar
que el interior estaba oscuro, le solicité al señor que encendiera la luz. “Está
dañada”, me respondió, con su acento paisa. Le dije que, entonces, no hubiese
salido así, pues esa circunstancia facilitaba el accionar de los ladrones
dentro del vehículo. Esa aseveración desafortunada de mi parte, fue el
detonante para que el hombre me gritara todo tipo de improperios. El caso no
pasó a mayores por la reacción de los otros pasajeros, que me apoyaron. Sucedió
en Barranquilla, ciudad caribeña de Colombia, donde la mamadera de gallo es ley
social.
Los paisas son una raza de emprendedores, tiene su epicentro
en el departamento de Antioquia,
exactamente en la capital, Medellín. Esta
ciudad fue injustamente estigmatizada, por mucho tiempo, por la violencia del
narcotráfico, que galopó con dureza por sus calles. Uno de los más feroces
carteles de la droga tenía el nombre de esta emblemática urbe colombiana. Y el
jefe de esa cuadrilla de malhechores, se hizo famoso en el mundo por sus
métodos criminales. Sin embargo, el coraje de los paisas se sobrepuso a la
infamia y hoy vuelven a hacer orgullo nacional. Quedan, por supuesto, rezagos
aislados del ejército de humildes muchachos que la maldición de esta terrible
plaga entrenó para proteger a sus oscuros propósitos, y que se han diseminado
por el territorio nacional para tratar de enlodar, con sus horribles hazañas,
la tenacidad de su raza, como el tipo de la buseta que me increpó en
Barranquilla.
Visitar a Medellín es conocer el desarrollo, sin salir del
país subdesarrollado que amamos. Desde que uno llega al aeropuerto José María
Córdoba respira progreso, percibe amabilidad. Para no pagar el taxi que lo
lleva a la ciudad deseada, se puede tomar un colectivo.
Eran las ocho de la noche, cuando llegamos hasta el sector
de San Diego, donde nos dejó el colectivo. Desde allí, el taxi es mucho más
barato. Una extraña señora nos abordó de repente para insistirnos que no tomáramos
ninguno de esos taxis de la avenida. “Esos son unos pillos”, nos decía. Nos
invitó a que cruzáramos para llevarnos a coger un taxi más seguro. Ante tanta
amabilidad, empezamos a desconfiar. Dejamos que se adelantara un poco. “Me
huele que nos quieren hacer el paseo millonario”, me dijo el colega Anuar Saad,
que me acompañó a Medellín. “Dejemos que se vaya”, le respondí. La señora se
detuvo en el separador de la avenida y, desde ahí, nos llamaba. Entonces,
cruzamos y la alcanzamos.
Llegamos hasta el otro lado, donde estaban otros
taxis. Nada, tampoco nos dejó abordar esos. Ella siguió
por otra calle menos concurrida
y nos decía: “¿No desconfían de mí, verdad? Es que deben coger un taxi de
empresa seria, que no los tumben por ser turistas”. Anuar y yo nos mirábamos y
buscábamos por todos lados a los posibles cómplices de la señora que nos
llevaba a la emboscada. Hasta que llegamos a la fila de carros de servicios
públicos del centro comercial. La señora nos dijo que esos sí podíamos tomarlos
y se fue. Nos subimos más intranquilos que nunca, yo miraba por la ventanilla,
esperando el motorizado que nos interceptara en cualquier semáfaro para
obligarnos a darle nuestras pertenencias. Nunca llegó.
A la mañana siguiente, decidimos irnos caminando hasta la
Plazoleta La Libertad, que era el sitio donde se
desarrollaría el evento
académico del Premio Gabriel García Márquez de Periodismo. Nos tropezamos con
una joven estudiante y le preguntamos por dónde quedaba el sitio. A ella se le
notó la vergüenza por no podernos ayudar. Sin causarle ningún tipo de temor la
presencia de dos extraños, nos acompañó unas cuadras de camino hasta que pudo establecer
con certeza dónde quedaba el sitio.
Después de que anunciaran los finalistas del premio, una
elegante señora nos ofreció ella misma el refrigerio que se notaba había sido
preparado por su propia empresa. Subimos al segundo piso de la plazoleta, donde
unos jóvenes sonrientes y orgullosos de su trabaja, nos explicaban con
paciencia el modo de preparación de las diferentes variedades de café que
regalaban.
Definitivamente, Medellín no solo es belleza física: calles
impecables, edificios hermosos, civismo por doquier; también es, y sobre todo,
amabilidad ¿Cuándo aprenderá el resto del país de esta raza para imitar sus
métodos y construir una nación mejor? Es obvio que actitudes como la de la
señora del taxi, la joven de la calle, la empresaria del refrigerio y los
muchachos del tinto superan con creces reacciones como las del tipo del bus.
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