Por John Acosta
Aunque a cada rato el
destino le demostraba lo contrario, Guillermo Enrique Zabaleta Cabarcas sabía
de sobra que él no había nacido para quebrarse el espinazo en los duros
jornales de las fincas ajenas. Desde que quedó huérfano de padre, a los 13 años
de edad, se dedicó a trabajar en una parcela que su abuelo materno tenía en
Turbaco, allá en el departamento de Bolívar. No le quedaba otro remedio: a
duras penas había aprendido a medio leer y a medio escribir en los dos años de primaria
que alcanzó a cursar. Desde muy temprano, supo que para poder subsistir había
que arañar duro sobre la tierra. Y ahí, mientras tiraba machete abrazado al sol
tropical, se dio cuenta de que no iba a pasar el resto de su vida metido en el
monte.
Por esa época, a los
pueblos de Bolívar llegaban agricultores de los departamentos del Cesar y sur
de La Guajira para buscar cogedores de algodón. Guillermo Enrique se embarcó en
una de esas expediciones de muchachos varados y vino a parar a Fonseca, en La Guajira.
Después de esa cosecha, regresó a su tierra. Pero ya la magia de la provincia
de los acordeones había penetrado en su espíritu. Y cada vez que volvía para
enfrentar de nuevo el bochorno de los campos sembrados, algo nuevo le revelaba
que su futuro estaba en La Guajira.
Un día decidió
quedarse. Ya había cumplido los veinte, aunque su sino le seguía marcando la
misma flecha: jornalero en las tierras de otros. Sin embargo, mucho tiempo
después, Guillermo Enrique agradecería complacido aquella insistencia marcada de
su destino. En una de las tres fincas en que trabajó, conoció a la mujer que se
convertiría en el sostén de su vida peregrina. Libia Córdoba era, entonces, una
muchachita escuálida, hija del administrador, que se enamoró por siempre de la
soledad de aquel hombre que todas las tardes se sentaba en un asiento de cuero
a ver desaparecer en la oscuridad el horizonte montuno.
"En Barrancas
trabajé con el difunto Chente Berardinelly; y en Fonseca, con Goyo Marulanda y
Andrés Molina", contaría Guillermo Enrique después. Aunque nunca le cogió
nada fiado a nadie, "me di cuenta de que el monte no me dejaba nada. Sólo
ganaba para la comidita de la mujer y los hijos". Todos los domingos
llegaba a Fonseca y, con su sueldo semanal, compraba en la tienda el sustento
de los próximos ocho días.
Hasta que tuvo el
coraje de enfrentársele al destino. Con la "platica" de la liquidación
compró un lote en un barrio popular de Fonseca, levantó un rancho de barro con
la ayuda del suegro y un tío de la mujer, armó una carreta para vender verduras
de casa en casa y se dispuso a vivir su vida como Dios manda. Cada vez que se
enteraba de que alguien había cambiado las viejas tejas de su casa por otras
nuevas, Guillermo Enrique llegaba hasta allá y cambiaba por verduras las piezas
que aún servían. Así techó su morada.
"Armando Santana, un viejo amigo mío, trajo
unos pescados de Valledupar, la capital del Cesar, para negociar con ellos en
Fonseca. Como le dio pena ponerse a venderlos, me pidió a mí que se los
distribuyera. Pero él no quiso seguir el negocio porque se puso a sembrar yuca.
Me prestó las ganancias, 2.800 pesos, y fui a Valledupar a traer más pescado
porque uno tiene que moverla". Más tarde, recibió de su Dios un regalo
inesperado. En 1988 se ganó dos quintos de la Lotería de La Guajira. "Eran
500 mil pesos. Con el descuento me dieron 300 y pico mil. Nunca antes había
tenido tanta plata junta". Levantó dos piezas de ladrillo y cemento y las techó
con tejas nuevas.
Con los años, el
tiempo pareció estancarse en la carreta que Guillermo Enrique sacaba todos los
días para ir de casa en casa a vender sus productos. Poco a poco, se le volvió
en una monotonía similar a cuando él trabajaba en fincas: apenas hacía para la
comida. Ni siquiera había podido avanzar en la construcción de su casa de
material. "Entonces, un día un muchacho me habló de Fundación que le
prestaba a gente como yo".
Al principio, se le
presentaron como diez compañeros dispuestos a formar con él un Grupo Solidario.
"Pero cuando se trata de un compromiso de esos, no se debe confiar en todo
el mundo: después lo hacen quedar mal a uno". Por eso invitó a Armando,
"el del pescao", y a un vecino, Manuel. "Hicimos el grupo los
tres. Ingresamos a la Fundación en mayo de 1994".
El primer crédito que
recibió Guillermo fue de 250 mil pesos. "Compré más verduras y
pescao". Hace poco obtuvo su préstamo de un millón. "Ahora todos los
viernes viajo a Maicao y los sábados, a Valledupar". Trae mercancías y artículos
para muchas tiendas y para vender en su carreta. "Es que con un milloncito
ya tiene uno que moverse y fijarse bien a quién se le va a fiar".
Tiene siete hijos. El
mayor cumplió los 23 años. Ese y el tercero, de 16 años, salen con la carreta
los viernes y los sábados para reemplazar al papá mientras él viaja. "La
mujer también ayuda: hace bollo y arepas para la venta". Ya pudo comprar
su enfriador. Antes tenía uno alquilado. También vende cervezas, chicha, boli,
hielo. Nunca mete los pescados en el enfriador para que no cojan mal olor los
otros productos: prefiere conservarlos en dos grandes neveras de icopor que
compró. Hasta levantó las paredes de la sala y el comedor. "Tengo listas
las tejas que fui comprando de a poquito y mandé hacer el ventanal que va en la
terraza".
No. Guillermo Enrique
Zabaleta Cabarcas no nació para estar de jornalero en una finca. Aunque tuvo
que batirse en un duelo con el destino para poder gritar a los cuatro vientos
"¡tengo 15 años que no le trabajo a nadie!”.
Publicado en la revista Rumbo Norte, número 15, diciembre
de 1995
es ua historia muy linda de superacion que uno tiene que enpezar desde lo poquito que buena reflexion
ResponderBorrar