Por John Acosta
Ese lunes presagiaba ser un día más de trabajo. El capataz
José Nicolás Estrada llegó a los socavones con sus 19 trabajadores, dispuesto a
seguir escarbando la tierra para extraer el carbón. Pero desde lejos divisaron
el humo negro que provenía de la mina incipiente. Era el socavón número 4 que
había ardido todo el fin de semana, desde que el viernes dejaron por descuido
una vela encendida, antes de bajar hasta la natal Barrancas a gozar de las
delicias del descanso merecido. Ese día, taparon la entrada con una carpa para
que la falta de oxígeno ahogara el fuego y regresaron al día siguiente: un humo
débil salía por la parte de arriba del túnel y José Nicolás se metió gateando
para apagar en el fondo los últimos vestigios del incendio.
El carbón lo sacaban en parihuelas. A pesar de lo rudimentario del
método, los obreros de El Cerrejón, jóvenes del pueblo que nunca en su vida
habían realizado esa labor, eran felices con el oficio recién aprendido. Parecía
que la redención de Barrancas había llegado, después de un siglo de
especulación sobre la existencia del mineral en el subsuelo. Muchas
generaciones de barranqueros habían fallecido de viejos con la esperanza trunca
en un futuro sin limitaciones mediante la magia de una mina que no arrancaba.
Pues bien: José Nicolás Estrada, el primer capataz que tuvo El Cerrejón, y sus
19 compañeros trataban, a punta de pico y pala, de hacer realidad, en 1942, el sueño
del carbón.
Desde muy niños habían escuchado a sus abuelos hablar de John May
y José Carlos Magno, que a finales del siglo XIX habían visitado a la región,
atraídos por los comentarios de los yacimientos de carbón en Barrancas.
Incluso, José Nicolás está seguro que en 1879 se habló de la construcción de un
ferrocarril, desde la mina hasta el puerto de Riohacha, cuando el insigne
camaronero (oriundo de la población de Camarones) Luis Antonio Robles era
presidente del Estado Soberano del Magdalena. Pero nunca se concretaba nada.
La gente del pueblo se había resignado a vivir de lo que sabía:
sacarle a las entrañas de la tierra el maíz y la yuca para la ración de cada
día y ordeñar en las madrugadas las tres o cinco vacas que encerraban en las
noches en los patios traseros de sus casas.
Hasta que en 1940 llegó a Barrancas el geólogo Víctor Openjay,
después de haber sorteado con valentía las peripecias de un viaje interminable
por una carretera abandonada a su suerte desde muchos años atrás. Apenas se
bajó del campero dijo a lo que venía: a llevar muestras de carbón. Organizó una
pequeña expedición a caballo con José Nicolás Estrada y otros muchachos del
pueblo y se internó con ellos en el monte virgen, dispuesto a mostrarle al
mundo el mineral de La Guajira. Echó en potes de lata el polvo de carbón que
las iguanas y los zorros habían sacado al cavar sus cuevas. Y se fue del pueblo
con su carga insólita y la promesa de regresar para, ahora sí, sacar del marasmo
eterno al Barrancas de entonces.
Nunca más volvió. De nuevo la gente del pueblo tuvo que
pellizcarse para despertar otra vez de la fantasía y dedicarse a sus labores
cotidianas de campesinos felices. Pero dos años más tarde, en 1942, llegó el ingeniero
Teodoro Moreno acompañado del geólogo Fernando Pava Silva, con su seseo andino
y la piel delicada enrojecida por el sol caribeño. Contrataron a 20 obreros
entre la muchachada del pueblo y armaron un campamento con dos carpas en donde
debía quedar la mina: en la pequeña dormirían el ingeniero y el geólogo, y en
la grande, el resto de trabajadores.
El ingeniero Moreno le enseñó a los jóvenes pueblerinos cómo
construir un socavón, con su entrada de dos metros de alto en forma de A
mayúscula y sin el palito en el centro.
Al principio, los que cavaban el barro le ganaban a los que lo
sacaban en parihuelas: se acumulaban las pilas dentro de los socavones. Pero
cuando llegaron a donde estaba el carbón, se invirtieron los papeles. Los que
cargaban el mineral debían esperar a que los otros, renegridos por las
esquirlas regadas en su cuerpo y bañados en sudor por el calor del carbón,
cavaran a pico y hacha sus 20 centímetros diarios de trabajo.
Esas duras jornadas en las profundidades de la tierra eran
recompensadas por el jolgorio de los fines de semana. Los 20 muchachos bajaban
a Barrancas a saciar sus ansias de parrandas con los seis pesos de la semana
dentro del bolsillo. "Comprábamos buena ropa", recordaría José
Nicolás años después. Desde entonces, las fiestas de octubre, que es cuando se
celebra la Virgen del Pilar, tuvieron el esplendor de las mejores, gracias al
peso con veinte centavos que ganaban diariamente cada uno de los 20 jóvenes.
"Éramos entonces los intercorianos de ahora", recordaría
más tarde, ya canoso, el capataz Estrada, cuando la moderna tecnología de la empresa
Intercor harían del carbón guajiro la redención del departamento. La comida era
llevada en burro hasta el campamento, desde Barrancas, en donde la despachaba
un turco que llegó al pueblo atraído por la fiebre del carbón. Se hicieron seis
socavones y los obreros debían trabajar en los túneles amparados por la tenue luz
de las velas de cebo. Eran minas de experimentación, pero la cultura del carbón
se fue apoderando poco a poco del espíritu de los barranqueros.
Tanto así, que cuando en 1972 a un grupo de jóvenes se le ocurrió
la idea de organizar un festival, no tuvieron que dar más vueltas para pensar
en qué nombre ponerle. La fecha ya la tenían: octubre para continuar con las
festividades patronales. Nunca pudo haber encajado mejor el nombre de Festival del
Carbón: ese mineral se había incrustado para siempre en la conciencia de los barranqueros.
Pero había otro producto que, desde los secaderos del patio, pedía a gritos que
se hiciera justicia con su nombre: el café.
De las parihuelas a las modernas palas eléctricas para extraer el carbón del Cerrejón |
Entonces, se realizó ese año el Primer Festival y Reinado del
Carbón y el Café. Pero las carreteras de la época no permitían que las fiestas
salieran más allá del ámbito municipal. Varias jovencitas del pueblo se
disputaron el honor de lucir sobre sus sienes la corona del reinado: la bella
Dans Rois fue la ganadora.
En 1984, el reinado se hizo a nivel departamental. Y dos años más
tarde, cuando las primeras toneladas de carbón de extraídas por la empresa
Intercor surcaban ya los mares para iluminar al mundo, la realidad del mineral
barranquero pudo más que el café y el reinado cambió de nombre: Festival y
Reinado Nacional del Carbón. Ese año, ganó la representante del departamento
del Cesar, Marisela Solano Berardinelli.
Tanto el festival como el carbón se metieron de tal forma en el
alma de la gente de Barrancas, que en 1990 se creó la Corporación Festival y
Reinado Nacional del Carbón. Pero es que el mineral no sólo sirve para adornar
el nombre de las festividades patronales de la Virgen del Pilar: las empresas mineras
asentadas en el municipio dan sus aportes para que la Corporación realice el
evento, que incluye muestras de danzas y gastronómicas con los platos típicos
de la región.
Festival, carbón, Virgen del Pilar, Barrancas. Cuatro palabras
ligadas ya al quehacer rutinario de la región. De los socavones experimentales
a las minas a cielo abierto se ha recorrido mucho camino. Tanto que los
barranqueros de hoy han podido ver cristalizado el sueño de sus abuelos.
Publicado en la
Revista Rumbo Norte, número 21, diciembre de 1996
Pulperia el gallo en Barraca Guajira
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