Por John
Acosta
La avenida iniciaba su día con la misma rutina de siempre.
Trabajadores apresurados que se amotinaban en la acera, con el cabello mojado por
el baño reciente, a tratar de subirse en el primer bus urbano que les hiciera la
caridad de detenerse para guindarse como pudieran en la puerta repleta de pasajeros.
Voceadores de periódicos anunciando a gritos en los semáforos la noticia con
que abrió la primera página el periódico local. Automóviles y camperos
conducidos por empleados atrasados que buscaban la oportunidad de robarle el
carril al auto del lado y la mezcla fascinante de olores de pefumes y colonias
de todas las marcas, echada a las carreras en la alcoba, tres minutos antes de
sentarse a desayunar a toda prisa. Era un lunes normal de trabajo.
Y, precisamente, en la acera estaba un hombre que trataba
de disimular su borrachera de tres días (o de un mes, quizás de cuatro años)
recostado al poste de concreto del alumbrado eléctrico. Con su barba de una
semana y su camisa por fuera del pantalón sucio, se creía el dueño del mundo.
El cigarrillo encendido estaba a punto de caérsele de los labios resecos por la
intemperie de varias amanecidas. Desde ahí, sosteniéndose como podía sobre sus piernas
temblorosas, descubrió en la acera del frente a dos hermosas mujeres que
esperan con impaciencia el colectivo que las llevara al trabajo.
Entonces, el borracho trató de erguirse. Sostuvo entre sus
dedos marchitos el cigarrillo y trató de botar al aire una bocanada de humo en
círculos: una tos repentina de ahogo le puso en evidencia su fracaso de fumador
coqueto. No se amilanó. Convencido de que era el centro de atención de las dos
mujeres ansiosas de transporte, se pasó la mano por la cabeza con un ademán de seductor
sin límites. Tiró el cigarrillo al suelo al mejor estilo de un galán de cine y
le puso el pie derecho encima para apagarlo como Dios manda.
Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para ahogar en su
garganta el grito de dolor que le hubiera delatado el quemón que se pegó porque
había olvidado el tremendo hueco que tenía la suela de su zapato. Cerró los
ojos para tratar de buscar en la penumbra de su alma el alivio a la planta de
su pie. Y, cuando los abrió, descubrió la realidad miserable de su vida
reflejada en los vidrios oscuros de un carro que esperaba al frente el cambio
del semáforo: la melena alborotada, los ojos rojos, la camisa desabotonada, la
cremallera medio abierta, los zapatos pelados: un pobre diablo. Agradeció que
cuando el carro arrancó, ya las dos mujeres no estaban allí y no tuvo que
sufrir ante ellas la vergüenza de su ridiculez.
Había sido, sin embargo, un borracho pacífico. La triste
estadística del país de que el alcohol es el principal causante de muertes en
una sociedad con más de 40 años de violencia guerrillera, no lo había tocado a
él, por fortuna. Aunque había estado cerca. Como el día en que un amigo suyo estrelló
un carro que habían llevado a su taller y él, borracho como siempre, lo cogió
para "chicanear"; y cuando tenía sus buenos tragos encima, le prestó
las llaves a un compañero de faenas alcohólicas para que regresara al rato a
pie y con la cara pálida por el terror: había estrellado el carro ajeno.
"...Hay muy pocas alternativas para el alcohólico. Si
continúa bebiendo, su problema se volverá progresivamente peor, irá a parar a hospitales,
cárceles, clínicas, o bien a una temprana muerte. La única alternativa es el
parar de beber por completo. Abstenerse aún de las más pequeñas cantidades de alcohol
en cualquier forma que sea. Si están dispuestos a seguir este camino y aprovechar
la ayuda que se les ofrece, una vida enteramente nueva se abre para los
alcohólicos", aconseja Alcohólicos Anónimos en uno de sus folletos.
El borracho de ese lunes dijo sí a esa ayuda. Hoy lleva ya 19
años en que no se toma un trago. Las anécdotas de su pasado de alcohólico las
cuenta ahora en las reuniones que su grupo organiza para ayudar a otros
alcohólicos.
Después de escuchar las historias tristes y a veces jocosas
de varios alcohólicos en recuperación, un conductor de bus intermunicipal, que
no es miembro del grupo y asistió a la charla por invitación, pidió la palabra.
Venció como pudo el miedo a las futuras burlas de sus compañeros de labor,
presentes también en aquella sala, cubrió a los expositores con su mirada decisiva
y descargó sobre el ambiente sus emotivas palabras. "Yo tengo la costumbre
de regalarle a mis hijos una botella de whisky en Año Nuevo. Tengan la plena
seguridad de que, después de escucharlos a ustedes hoy, a partir de este año
les obsequiaré a ellos algo diferente al alcohol", dijo.
La expositora, una alcohólica que lleva cuatro años
concentrada en no beberse un solo trago en las 24 horas del día, miró fijamente
al chofer que acababa de hablar. "Ahora que usted dice eso, me hizo acordar
de mi papá", le dijo. "Mi viejo venía a La Guajira a hacer negocios y
cuando regresaba a Barranquilla nos llevaba regalos a sus hijos". Se quedó
callada por 10 segundos, mientras apretaba los labios. "¿Sabe que me traía
a mí?". Cerró los ojos y, cuando los abrió, dos lágrimas rodaron por su
mejilla: "Una botella de Vodka", respondió ella misma con la voz
entrecortada por el llanto. Respiró profundo buscando la calma en el aire nuevo
de sus pulmones. "Pero yo lo perdono, ¿sabe?”, agregó, "porque él sabía
que me hacía feliz. Aunque nunca imaginó, entonces, el inmenso daño que le
estaba haciendo a su propia familia cuando toda ella empezara a sufrir mi problema
de alcoholismo".
Publicado en la revista Intercor 60 Días, número 21, enero de 1997
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