Por John Acosta
Para ella, las
fiestas de San Rafael ya no son las mismas. "Antes venían los mejores
acordeoneros", dice, con ese dejo nostálgico característico de los
ancianos. Este año, la altura del nuevo parque no le permitía ver lo que pasaba
al otro lado de la calle. Aunque, de todas maneras, no le Importaba mucho: sus
pupilas habían sido cubiertas poco a poco por una mancha negra que le impedía
mirar más allá de sus propios pesares. Imágenes borrosas, difusas, sombras que
se movían, conocidas ya, más por su olor característico, que por su nitidez.
Además, ese día tampoco le favorecía mucho el estado del tiempo: una tarde nublada,
semioscura, con serias amenazas de caer un fuerte aguacero. Con el sol en pleno
esplendor, se le facilitaba distinguir mejor las masas deformes que pasaban por
su alrededor.
Ahí estaba ella, sin
embargo, sentada en su mecedora de siempre, a un lado de la sala, frente a la
puerta que da a la calle, con el trapo blanco amarrado en la tira de su refajo
y que empezó a usar cuando sintió que sus ojos le lagrimeaban mucho. Sola en la
casa, en medio del bullicio de la gente, que esperaba afuera de la iglesia a
que sacaran el santo para la procesión.
Es la señora
Eustaquia Medina Ustate. "Yo ya tengo más de un siglo de vida",
afirma asombrada de que su propia cédula la contradiga: según ese documento,
ella nació el 8 de marzo de 1907. "Además, cuando saqué la cédula, ya yo
era vieja: tenía tres hijos criados", recuerda. Mala cosa: a San Rafael lo
sacan por la calle que está al otro lado del parque, de modo que ella tiene que
conformarse con escuchar la música de la banda papayera que acompaña la marcha
eclesiástica. "Francisco El Hombre no mancaba una sola fiesta de San
Rafael. Aquí lo teníamos en octubre de todos los años", dice.
A la señora
Eustaquia, el destino quiso marcarla con un sino trágico desde el mismo día de
su nacimiento: su madre, Bertina Ustate, murió al darle a luz. Y a su padre,
Tomás Medina, se lo llevó una disentería cuando ella apenas se abría al mundo
primitivo de su adolescencia. Huérfana a los diez años, la pequeña Eustaquia se
dispuso a vivir la vida con lo que le ofrecía su entorno incipiente para
torcerle el cuello al cisne de su desgracia. El pueblo natal era una aldea de descendientes
africanos, que terminaban casándose entre ellos mismos por la lejanía con otras
poblaciones, adonde iban de vez en cuando mediante extenuantes jornadas a pie o
en bestias, por serpenteantes y polvorientos caminos, generalmente durante las
fiestas patronales de cada caserío. El que tenía la osadía de enfermarse, debía
someterse a muchas horas de sopor bajo el sol o al frío de la noche para llegar
hasta la casa de Pacha Daza, en la lejana Fonseca de entonces, para que su
hijo, único médico a muchos kilómetros a la redonda, le diera el alivio de un
remedio eficaz.
Pero la adolescente
Eustaquia fue feliz en ese mundo que apenas se estaba elaborando con la lentitud
del abandono a su suerte, por parte del mundo civilizado que se desarrollaba en
el interior del país. Ella hilaba con sus manos el algodón con que después
hacía sus vestidos. En las tardes calurosas, desgranaba las mazorcas y pilaba
el maíz que debía moler en la madrugada, no en los molinos metálicos de ahora,
si no en piedras especiales, después de cocinarlo la noche anterior. En medio
de la claridad del mechón y el fogón encendidos, hacía las arepas y tostaba el café
traído de la serranía del Perijá. Después de dejar relucientes los chismes del
desayuno, bajaba al río Ranchería con la ponchera de ropa sobre la cabeza, a
lavarla en el amparo de la sombra del enorme palo de caracolí. Regresaba a la
casa corriendo, a preparar el almuerzo con la carne de venado, o de cualquier
animal que cazaran los hombres, y que ella ponía a secar sobre una vara, en la
mitad del patio.
Para cualquier mujer
de hoy, esa podría parecer una vida de esclava, pero en esa época era la única
forma de combatir el tedio de un mundo donde la mayoría de cosas estaban por
hacer. La Eustaquia adulta sucumbió ante los encantos de su primo José
Francisco Ustate, que siempre la enamoró a escondidas en la casa de Tomasa Ustate
y Julio Pinto, donde Eustaquia vivía. Un noche, José Francisco le propuso que
se fueran vivir juntos y ella no tuvo el valor de negarse: su primo “se la sacó”,
como se decía antes cuando un joven se llevaba en las noches a su novia a vivir
a su lado para siempre.
La única novedad
fuerte de esos años pasados, fue la llegada de unos geólogos, a principios de 1977,
que habían establecido un campamento provisional en la vecina Barrancas y que
pasaban por el pueblo en las mañanas y en las tardes, en un viejo campero, en
su misión de exploradores en busca de carbón mineral. En el caserío se hicieron
amigos de ellos y los rodeaban sólo para tener el placer de burlarse de su
dicción cachaca. En más de una ocasión, los hombres del campero hicieron el
favor de llevar a un enfermo a Fonseca.
Eustaquia Medina
llegó a radicarse a Albania, ya con tres hijos a cuestas. El pueblo estaba compuesto
por unas cinco familias que vivían en casas de bahareques y techo de paja, ubicadas
alrededor de la plaza. Ella alcanzó a ver cómo iba creciendo el caserío a medida
que llegaba gente de todas partes del país, a principio de la década de los 80,
a trabajar en la construcción de la carretera y el ferrocarril que unen a la
mina de carbón con Puerto Bolívar. Muchas de esas personas se quedaron para siempre,
emparentadas con los oriundos de Albania. Gracias al empeño de todos, lograron,
que la aldea se convirtiera en el municipio pujante de hoy, Albania, y cuyo
principal sostén económico son las regalías del carbón.
La señora Eustaquia
no esperó a que terminara la procesión de San Rafael. Cogió el asiento de cuero
que le sirve de bastón y se fue para el aposento, a recostarse un rato en su
cama, con la intención de rebuscar entre los laberintos de su memoria las
escenas que aún quedan de las fiestas patronales de sus tiempos juveniles para volverlas
a ver con su alma nostálgica, ya que las cataratas de sus ojos no le permiten
mirar los festejos de hoy.
Publicado en la revista Rumbo Norte, número 37, diciembre
de 2001
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