Por John Acosta
Dibujo de Javier COVO Torres |
Dormían en chinchorro. Compartían parrandas interminables con los indígenas. Eran los protagonistas de la agradable odisea de construcción del puerto. Siempre recordarían esa tarea. Las anécdotas vividas. Los niños dejaban sus quehaceres momentáneos para entregarse a la dicha del espectáculo inolvidable cuando el helicóptero de los alimentos llegaba. Corrían maravillados, abrazados por el calor del sol peninsular, para hacer en el suelo las mismas piruetas que hacía el aparato en el aire antes de aterrizar.
Gozaban sumergiéndose en el remolino de arena que levantaba el helicóptero. Y cuando ya estaba sobre la tierra, trataban de acercarse a él para satisfacer la curiosidad infantil de tocar ese "ser" extraño que volaba.
Eran los mismos niños que 12 años más tarde contarían orgullosos el inicio de esa tarea titánica, mientras atendían sus labores en las empresas contratistas que sirven ahora al operador del Complejo.
En cierta ocasión, las provisiones se acabaron. La embarcación que traía los suministros no apareció en la fecha prevista. Ni en los días siguientes. La gente que hacía los trabajos en el mar empezó a preocuparse. Debían buscar una salida pronta.
Hasta que a Eduardo Gutiérrez se le ocurrió la idea salvadora: comer los alimentos que la naturalez árida de Media Luna ponía a su alcance. Era necesario comprar los chivos, las gallinas, los pescados y el queso de leche de cabra de los indígenas.
La primera vez que hablaron de negocios con los wayuu quedaron sorprendidos. Pedían un millón de pesos por un pollo criado en los arenales de la ranchería y dos millones por un chivo. A ese ritmo, los marineros quedarían arruinados en pocos días. Pero no había poder humano ni sobrenatural que los ayudara a llegar a un arreglo razonable. Por uno de esos apuros sagrados de la sobrevivencia, descubrieron la razón de aquella exageración de los precios: los indígenas no conocían, entonces, ningún comercio diferente al del trueque.
Había que buscar la forma de comerciar con ellos. La encontraron en un alambique que tenían unos indígenas cerca de allí. Compraron 55 galones de "chirrinchi", la célebre bebida que los hombres wayuu ingerían. Ninguna determinación podía ser más sabia. Los indígenas eran felices cambiando sus animales. Y los pioneros del puerto pudieron sortear con éxito aquella situación inesperada. Sólo les quedó el recuerdo picaresco de la epidemia de diarrea que tuvieron que soportar porque sus estómagos no estaban acostumbrados al agua insalubre de los jagüeyes.
El muelle carbonífero: energía para el mundo
El muelle de carbón fue diseñado específicamente para el cargue del mineral que se extrae en el Cerrejón. Tiene un canal de acceso que conecta la dársena de giro con el mar abierto, hecho por tres dragas de arrastre (la "Atchafalagy", "Padre Islam" y "Eacgle 1", construida especialmente para el proyecto) y una cortadora, la "Alaska". La localización del trabajo de las dragas, durante el proceso de dragado, fue electrónico: un computador iba graneando en cubierta todo lo que se hacía en el fondo del mar.
El buque de menor eslora (largo) que puede atracar en el muelle es el que en sus costados paralelos tenga una longitud mínima de 60 metros, de tal manera que alcance a atracarse entre dos de las tres pinas colocadas al frente, especiales para este tipo de maniobra. La eslora máxima del muelle es de 340 metros y su manga (ancho) máxima es de 45 metros. El calado que permite el canal es de 17 metros.
El muelle y el canal tienen sensores que envían toda la información pertinente (velocidad de entrada por el canal, posición de popa y proa) a las pantallas situadas en la sala de control central. El muelle consta, además, de nueve puntos de amarre: tres son para el atraque de los buques, dos están en los extremos norte y sur de la pista de carreteo y los otros cuatro se encuentran localizados en las pinas de atraque ("dolp-hins"). Cada punto de amarre tiene un winche (cabrestante) que posee dos o tres uñas de liberación rápida para recibir las amarras del buque.
Los navíos entran por el canal navegable a una dársena de giro. Esa dársena permite que los barcos puedan virar con lastre (objeto pesado que se pone en el fondo de una embarcación para facilitar su conducción). Los buques programados para el cargue del carbón entran a la dársena, donde paran las máquinas completamente. De ahí son llevados por remolcadores hasta el muelle carbonífero, que está en operación las 24 horas de los 365 días del año.
El muelle puede recibir buques entre 20.000 y 150.000 toneladas. El canal de acceso tiene 225 metros de ancho, 21 de profundidad y una longitud de 4 kilómetros. Su dragado estuvo a cargo de la firma "Great Lakes", quien suscribió un sub-contrato con "Sococo". Se lograron remover unos 14 millones de metros cúbicos de sedimento.
Publicado en la revista especial coleccionable Intercor en sus manos, número 4, junio de 1992
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