Por John Acosta
La cuchilla del buldócer D-6 se movilizaba imponente sobre el ardiente suelo guajiro. Un chivo extraviado miraba con sus orejas paradas, desde la parte alta de una loma de arena, el avance de fuerza de esa máquina prodigiosa. El polvo, levantado por el andar majestuoso de ese monstruo mecánico, se esfumaba entre la brisa seca de la región. Tres pequeños wayuu observaban admirados cómo caían los trupillos y cardones para darle paso a aquel aparato extraño.
Detrás iba quedando, limpio y majestuoso, un hilo blanco de cinco metros de ancho que los niños pisaban envueltos en el derroche de alegría propio de la infancia que galopea libremente por la inocencia de los campos. Era el primer vestigio de una carretera que se desprendía debajo de las llantas de oruga de aquel buldócer para convertirse en la recta del futuro promisorio de una región abandonada a su propia suerte. Ese sería el inicio de la arteria terrestre que se instauró como el medio de transporte de equipos, materiales y recursos para construir la infraestructura del complejo carbonífero más grande de Suramérica.
Todo empezó con una aerofotografía de la península. Sobre ella se trazó una línea recta que iba desde Media Luna, en Bahía Pórtete, hasta La Mina: sería la carretera que uniría al futuro Puerto Bolívar con las gigantescas construcciones que se desarrollaban 150 kilómetros más allá.
Los funcionarios del Instituto Geográfico Agustín Codazzi habían sobrevolado la zona demarcada. Identificaron por aire las típicas construcciones que existían a lo largo de la línea. Y el buldócer D-6 debió hacer su hilo carreteable, zigzagueando solo cuando se tropezaba con uno de los 114 ranchos de barro y yotojoro que existían en esa época por donde debía pasar la carretera.
Viene un helicóptero
Desde arriba, se divisaba un panorama desolador. Solo se veían algunos árboles verdes diseminados entre pequeños bosques de ramas secas. No había más sombras que la del helicóptero que surcaba el espacio sin nubes del cielo guajiro. Entre los recodos áridos del monte sediento estaban pequeños cuadros tan limpios e impecables que parecían barridos por la escoba doméstica de una mujer hacendosa. Eran los potreros cercados. El conjunto desolador enmarcaba el cuadro ardiente de un verano intenso.
Los pasajeros de la aeronave miraban con interés aquel paisaje reseco. Hasta que apareció el lugar en donde debían bajar ese día. Cuatro ranchos con techo de paja luchaban por mantenerse en pie ante las embestidas furiosas de una brisa constante. El helicóptero empezó a descender. Los niños de la ranchería corrían debajo de la sombra del aparato. Las mujeres se apresuraron a recoger los trapos de colores vivos que tenían colgados en las cuerdas al aire libre. Los hombres se agarraban los sombreros con firmeza para evitar que salieran volando. Un remolino de arena ahuyentó las seis gallinas que, escarbando en el corral de los chivos, trataban de rebuscar algún grano extraviado para paliar en algo el vacío profundo de sus buches.
Aterrizó. Tres perros flacuchentos trataban de ladrar, pero lo que les salía era un sonido largo y lastimero. Un viejo se apresuró a espantarlos. La hélice del helicóptero se había detenido. Fabio Esteban Barrera, que estaba familiarizado ya con aquel ambiente fantasioso, fue el primero en bajar. El hombre de gafas oscuras, guayuco y guaireñas, el mismo que mandó a callar a los perros, lo saludó con cariño: ya lo conocía. Julio César de La Pava, otros de los pasajeros de la aeronave, se acercó. "Les presento a mi jefe", dijo Fabio Esteban, señalando al recién llegado. El indígena miró de pies a cabeza a Julio César: era la primera vez que lo veía. Respiró profundo y le habló a Fabio Esteban con su castellano primitivo.
-No, señor -dijo- aquí el único jefe es usted porque es quien nos trae la plata.
Era la época de negociación de tierras con los wayuu. Les compraban el terreno por donde debía pasar la carretera y el ferrocarril. Los funcionarios de Intercor, que era la empresa que operaría el complejo carbonífero, compraban las mejoras a los indígenas, les pagaban el día de trabajo para que ellos desarmaran sus ranchos, los honorarios por el traslado de sus pertenencias, y otro día de trabajo por la construcción de sus nuevos ranchos en el sitio escogido por los propios indígenas.
La de ese día no fue la primera sorpresa que se llevó el grupo de administración de tierras. Ni sería la última. Hubo buenas y malas. Desalentadoras, como las veces en que al llegar a negociar una mejora, se encontraban con que sus dueños eran los mismos que días atrás habían negociado sus ranchos en otro punto de la recta y que simplemente se corrieron a otro sitio de la vía para obtener nuevos resultados.
O esperanzadoras. Una vez el helicóptero llegó a una ranchería. El cacique, un viejo wayuu que lucía en su rostro las arrugas de sus años, escuchaba con atención lo que la intérprete del grupo negociador le decía. Cuando le fueron a entregar el cheque, el cacique dio la espalda. "Por fin se acuerdan de nosotros. Yo no puedo aceptarle plata a una vaina que le va a traer tantos beneficios a esta región. Les regalo mis mejoras para que empiecen rápido con el progreso", dijo. Por supuesto, hubo que convencerlo para que recibiera el valor de su predio.
Acá también llueve
La carretera estaba bastante avanzada. Desde su inicio no había caído una sola gota de agua. Aquel octubre de 1982 traía una sorpresa huracanada. El azul intenso del cielo se fue tornando cada vez más gris. Los frecuentes días soleados fueron reemplazados poco a poco por los igualmente calurosos, aunque nublados días del mes de las brujas. Los obreros trabajaban envueltos en el mismo ruido de la maquinaria, sumergidos en el mismo polvo de la tierra removida, azotados por la brisa de siempre, pero aliviados de la tortura que les propinaba los calcinantes rayos solares.
El aguacero cayó. Eran unas gotas inmensas que parecían caer exclusivamente a lo largo de los 150 kilómetros de la carretera. Los relámpagos cruzaban el espacio con su luz de neón. Y enseguida el trueno ensordecedor estallaba en todas partes. Algunos árboles no soportaron la fuerza del viento: caían al suelo con sus raíces expuestas al aire.
Al día siguiente, uno de los cuatro helicópteros que transportaban a los interventores de obras, salió del Hotel Gimaura de Riohacha. Sus pasajeros iban a hacer la inspección de rutina. Se encontraron con la sorpresa desagradable. La fuerza del agua había reventado la banca de la carretera en seis partes, entre los kilómetros 98 y 105. Eduardo Gutiérrez y Rafael Stand miraban desde el aire las escenas dejadas por el huracán. Al pasar la corriente de un lado a otro de la carretera levantada, había dividido la vía en secciones que parecían un archipiélago de aguas dulces. Lo más grave aún: gran parte de la maquinaria quedó sobre los islotes.
Los aguaceros se repitieron. Uno de ellos semidestruyó el campamento del contratista Sococo, que era el encargado de realizar los trabajos de la carretera, desde Bahía Portete hasta el municipio de Uribia.
Por esa misma época, se enterró una moto niveladora a la altura del kilómetro 16. Un buldócer D-6 llegó a realizar la maniobra de rescate. A medida que iba penetrando se fue hundiendo hasta que, también, quedó enterrado por completo. Un D-9, que fue comisionado para llevar sobre sus llantas el honor desenterrado a las dos poderosas máquinas, también sucumbió ante la inestabilidad del barro. "Eso quedó como un ferrocarril entre el fango", recordaría Eduardo Gutiérrez doce años después. Hubo que esperar más de 20 días para salir de esa emergencia.
Además de los duros contrastes de la naturaleza en La Guajira, la prolongada sequía y el fugaz pero temible invierno, los constructores de la carretera tuvieron que vivir la zozobra de evitar ser mordido por una culebra. Había mucha cascabel.
No obstante, la carretera se terminó. No sólo prestó el soporte para el cual fue construida, sino que, además, sigue siendo una importante vía de penetración utilizada por los habitantes de la región para el progreso de La Guajira.
Curiosidades técnicas sobre la carretera
En 1981, Intercor, por contratación directa, inició los trabajos. Las obras se desarollaron en tres frentes. Desde Puerto Bolívar hasta Uribia, en el norte, trabajó el contratista Sococo. Conciviles lo hizo en el centro, desde Uribia hasta la troncal del Caribe. El resto, la zona sur, le correspondió a Arinco. La carretera fue entregada en 1982.
La carretera Mina-Puerto Bolívar tiene los dos puentes de mayor capacidad que existían en Colombia en la época de su construcción: podrán soportar peso de hasta 186 toneladas, cifra seis veces más grande que la de cualquier otro puente colombiano. Están ubicados sobre el río Ranchería y el arroyo Bruno, hacia los kilómetros 3 y 4 respectivamente. Fueron construidos por la firma contratista Conciviles.
Para la construcción de las pilas centrales del puente sobre el río Ranchería, fue necesario desviar dos veces su curso. Es el más importante de los 150 kilómetros de la carretera: tiene 90 metros de longitud. El soporte izquierdo está localizado sobre una sólida roca, mientras que para construir el derecho fueron necesarios 33 pilotes de concreto de un metro de diámetro y 10 metros de profundidad.
Publicado en la revista especial coleccionable Intercor en sus manos, número 3, mayo de 1992
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