Por John Acosta
Duraban hasta ocho horas metidos en el mar. El de ese día, había sido el ejemplar más grande que cogía el niño Robinson José. Lo que él ni los demás niños llegaron a pensar, entonces, era que sería el último cangrejo que Robinson cazara en su vida. En la carrera de cangrejos que los muchachos acostumbraban a realizar a diario en la playa, los animales de Robinson José casi siempre ganaban. Era obvio que ese día, con semejante ejemplar tan grande, no tenía por qué ser distinto. Ya los otros niños habían cazados sus cangrejos. En medio de gritos de jolgorio, empezaron la competencia. Poco a poco, la torpeza y la grasa del gran cangrejo de Robinson José lo fueron dejando relegado hasta quedar completamente atrás. Fue la última carrera de cangrejo que Robinson José Pérez Ruiz perdió en su vida.
Al día siguiente, los padres del niño, con todos los trastos que la pobreza iba acumulando, abandonaron a Ciénaga (en el caribeño departamento del Magdalena) para siempre: se cansaron de estar construyendo la vida a punta de redes de pescados mal pagados. Y fueron a parar a Fonseca (en el también caribeño departamento de La Guajira), junto con sus siete hijos. Robinson José era el menor de todos: tenía siete años cuando pisó por primera vez la tierra fonsequera. A las tres horas de haber llegado a La Guajira, Robinson José recibió los primeros pencazos en un territorio distinto al suyo. Resulta que vio unas semillas de girasol que habían regado sobre un piso inmenso que estaba al aire libre para que se secaran. Como nunca antes había visto eso, lo comparó con un trozo de playa de mar y se lanzó feliz a brincar sobre ellas.
Recién llegado a Fonseca, el pequeño recibió el flechazo definitivo y certero del amor justo en la mitad del pecho. Conoció a la niña Iriam Castellón, una hermosa fonsequera que percibió enseguida el remezón espiritual que ella le ocasionó al muchacho tostado todavía por el sol de la playa cienaguera. Desde que la vio, Robinson José supo enseguida que Iriam sería la mujer de su vida.
No desestimó esfuerzo para conquistarla. Le mandaba recados con los amiguitos que fue conquistando para que le sirvieran de cómplices en sus andanzas infantiles. Le esperaba todos los días en el mismo sitio, cuando ella regresaba de la escuela, sólo para verla pasar con su uniforme pegado a la piel por el sudor. Con su primer sueldo semanal de tres pesos, como niño jornalero en una tabacalera del pueblo, compró una muda de ropa que le costó un peso con veinte centavos. Lo hizo pensando en ella, para que Iriam lo viera bien vestido.
Todavía no era un muchacho libre. Sus seis hermanos se hicieron panaderos trabajando en una panadería de la época. Todos los días, el pequeño Robinson José tenía la obligación de llevarles el almuerzo en vasijas de plástico que él cargaba en una mochila de fique, regresaba de su oficio a las carreras a ponerse la única muda de mostrar para ir al sitio de siempre a esperar que el amor de su vida saliera de la escuela.
Terminó siendo panadero él también. Empezó a trabajar en el mismo sitio de sus hermanos, aunque con otra visión: montar él mismo su negocio para tener el placer de atenderlo con la Iriam de su alma. Mientras tanto, ella se iba formando con el transcurrir de los meses: sus piernas se volvieron torneadas y su cintura apetecible. Sus padres tomaron la determinación de llevársela para Venezuela y alejarla de una vez por todas de la vida de aquel panadero sin futuro. Había cumplido los doce años y Robinson José tenía quince. El panadero adolescente trabajó con más ahínco para poder merecerla. Cuanto centavo ganaba lo ahorraba para montar su propio negocio. Hasta que el patrón, admirado por tanta entrega, le prestó el dinero que Robinson José necesitaba para completar con lo ahorrado y comprar los implementos de su futura panadería.
Montó el negocio en una casa que arrendó. Trabajó duro y parejo para pagarle la deuda a su patrón. Le alcanzó no sólo para eso, sino para adquirir su propio solar, que fue pagando por cuotas mensuales. A los dos años de ser independiente, contrató a sus hermanos para que trabajaran con él. No se había vuelto a saber más nada de Iriam, pero él seguía trabajando para ella. En las tardes se iba hacia su lote para hacer los bloques de la que sería su casa definitiva.
Cuando Iriam regresó, tres años después de su partida, ya Robinson José trabajaba por su propia cuenta. Los padres de ella consideraban que la ausencia había bastado para extirpar el sentimiento que los dos niños incubaron en sus almas. Les salió el tiro por la culata. La distancia les sirvió para solidarizarse el uno con la soledad del otro. Robinson José Pérez Ruiz se casó con Iriam Castellón a los 19 años de edad.
Ya tienen cinco muchachitos: dos varones y tres mujeres. Con una familia tan grande, el señor Robinson José Pérez Ruiz supo que tenía que buscar la forma de abrir nuevos mercados para poder sostener su hogar. Para lograrlo debía invertir más dinero en el negocio. Entonces decidió solicitar un préstamo.
Armó un grupo con una vieja amiga suya, Nelly Fernández, la dueña de una floristería. Al nuevo Grupo Solidario lo llamaron Mi Fortuna y el primer crédito que recibió cada uno de los integrantes fue de 150 mil pesos. Desde que ingresó a la Fundación, en agosto de 1994, hasta diciembre de 1995, el señor Robinson José había recibido un millón doscientos mil pesos en préstamos.
"Compré más material (harina, azúcar, entre otros). Mejor dicho: amplié la producción. Busqué nuevos clientes en los pueblos cercanos a Fonseca. Esto ha sido como una bendición para nosotros", cuenta el señor Robinson, mientras decora una torta que su dueño vendrá a buscarla en pocos minutos.
Sus hermanos ya no sólo trabajan en la producción sino también en la distribución. Higiénicamente empacados en cajas, los panes son llevados hasta los caseríos más remotos del perímetro municipal de Fonseca. "Además, tengo a todos los pelaos en el colegio. Los pobres: se levantan en la madrugada bien temprano, nos ayudan en la panadería, se van a estudiar y regresan otra vez al mismo trajín. Se acuestan tarde de la noche bien cansados".
Las blancas playas de la Ciénaga de los cangrejos de carrera quedaron bastante atrás. Le dieron paso a los panes calientes de Fonseca para felicidad del niño asustado que recibió -como saludo de bienvenida a tierra guajira- unos buenos pencazos.
Publicado en el periódico Fundicar, número 6, enero de 1996
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