27 jun 2019

La monaguilla de la misa de los lunes feriados en la catedral de Chía

Catedral Santa Lucía, de Chía

Por John Acosta


Si no fuera porque supiera que es pecado pensarlo siquiera, yo supondría que la pequeña sacristana del enfrente era hija del sacerdote que está oficiando la eucaristía. Viéndolos de pie en el presbiterio, los rasgos del rostro de ambos son tan impresionantemente parecidos que, a pesar de la amenaza latente de incurrir en un atentado contra la fe, uno no puede evitar sustraerse, por momentos, del sermón de la tarde para divagar un poco sobre la posibilidad remota de que ese cura, de unos 40 años, sea el padre de esa pequeña, de unos diez años. Me reprendo por esos pensamientos mal sanos que rondan mi mente y vuelvo a concentrarme en el acto piadoso, pero, al rato, cualquier movimiento de la niña con sotana roja y tunicela blanca, me regresa otra vez al posible parentesco inaudito de los dos oficiantes de la misa. Le ruego a mi Dios que me arrebate esas tendencias impías de mi mente y me permita vivir como se debe ese momento de encuentro con él.


El presbiterio
Yo había entrado unos minutos antes a la catedral Santa Lucía, en el centro del municipio de Chía, departamento de Cundinamarca. Miré el horario de las eucaristías que estaba puesto en la cartelera del pórtico y me desilusioné porque faltaban dos horas para la misa del lunes: no me alcanzaba el tiempo para esperar hasta allá. En realidad, ya tenía tres horas de estar rondando ese hermoso lugar de esta población cundinamarquesa. Había llegado allí, caminando durante más de diez minutos en medio de una lluvia que empezó a caer tan pronto salí del edificio donde me había alojado tres días antes. Hubiese podido volver a entrar y desistir de mi salida, pero ese día era el único chance de regresar al centro de esta población, treinta años después de haberme ido de este sitio, enclaustrado en los Andes colombianos, para retornar a mi tierra caribeña. Decidí, entonces, que ese aguacero impertinente no me iba a dañar el paseo: pude estrenar el paraguas que la Universidad de La Sabana me regaló el viernes anterior, en un afortunado encuentro de egresados de mi promoción, y que había motivado mi viaje a Chía.

Caminé hasta el centro, intercambiando las manos para agarrar el paraguas y meterme la otra en el bolsillo de la chaqueta de jean, en un intento vano para evitar que se me congelaran. Di la vuelta a la plaza, me metí por una de sus calles peatonizadas, regresé por otra y decidí meterme a una cafetería en búsqueda del auxilio que me salvara del intenso frío de esa tarde. Puse el paraguas abierto al lado de la mesa donde me senté, justo al lado de la barra y entablé una conversación con la chica que atendía, mientras me tomaba el tinto caliente. Era una venezolana que había llegado al municipio dos años atrás, abandonando sus estudios en ingeniería en seguridad industrial, de abuela colombiana con más de 50 años residenciada en el vecino país y con una hermana mayor que cogió para Barranquilla en busca, como ella, del sustento que no encontraban en su nación; luego de haberme procurado dos cervezas, salí de allí con el piso seco de la calle, pues hacía rato había escampado. Crucé la plaza y llegué a la catedral.

Como no alcanzaba la eucaristía, entré con la intención de sentarme a meditar un rato. La única luz que había era la del cielo nublado que entraba por los vitrales. Me senté en la segunda banca porque estaba sola, ya que en la primera estaba una anciana arrodillada que leía varios folletos litúrgicos. Los de las banca de atrás pusieron un audio en el celular. Era una voz angelical que explicaba el evangelio del día; por supuesto, eso interrumpía mi meditación y la lectura de la señora de adelante: ella se volteó y les lanzó una mirada de reproche; reforcé ese gesto de la anciana, imitándola. Los de atrás bajaron un poco el volumen, pero el profundo silencio del interior de la catedral hacía que esa “amabilidad” no valiera de mucho. La anciana y yo volvimos a cubrirlos con el manto de la desaprobación, pero no sirvió de nada porque nos tocó escuchar el sermón virtual hasta el final.

Empecé a notar que entraba mucha gente y se sentaba. Me dije que no era normal que todos coincidiéramos a esa misma hora a meditar. Y empecé a pensar en la posibilidad de una eucaristía inminente, que se fue reforzando cuando apareció una señora en el presbiterio, con un a estola blanca puesta, puso dos bases de cirios pascuales sobre el altar, encendió unas luces, desapareció, volvió aparecer con los gruesos velones que puso sobre las bases, los prendió, encendió otras luces, desapareció, regresó con la biblia que puso sobre el ambón, se fue, apareció de nuevo con el misal que dejó en el altar.

La monaguilla apareció por primera vez en el presbiterio con la especie de escarcela con que se recogen la limosna. Bajó y se acercó hasta la banca donde me sentaba y en donde se había sentado una mujer que no quise ver por pudor, pero que supuse era su madre. La niña señaló a alguien que estaba en las sillas del retablo lateral izquierdo, llegó hasta allá para entregarle la escarcela y se perdió detrás del presbiterio. Una pareja de ancianos llegó por la nave central y se ubicaron de pie entre la primera y segunda banca: la mujer le preguntó a la señora que leía arrodillada si el puesto de al lado de ella estaba ocupado porque había una bufanda sobre él. “Es que estoy esperando a mi hija, que ya viene”, le respondió. El señor decidió sentarse entre la que yo suponía era la madre de la sacristana y yo y llamó a la que seguro era su esposa. “Aquí cabes tú”, le suplicó, pero ella insistió en sentarse en la primera banca y las ancianas de ahí le abrieron un cupo. La hija de la anciana lectora llegó, cogió la bufanda y se la puso en su regazo.

Apenas vi entrar al sacerdote y a la monaguilla al presbiterio, me asaltó la duda de si eran padre e hija. Después de que el cura da el sermón, va del ambón hasta el altar para seguir el ritual con el cáliz, el copón, el lavabo, las hostias y las vinajeras. La sacristana hace un paneo entre los feligreses. Su mirada se topa con la que, supongo, es su madre. Y su inocencia no puede evitar una sonrisa pícara, que corrige enseguida para volver al estado formal. En el momento de la paz, descubro que la hija de la anciana lectora es una mujer madura con una belleza fascinante.

En el ritual de la comunión, noto que la bella madura no acompaña a su madre a recibir el cuerpo de Cristo (me digo “como que tiene sus pecadillos la dama”). La pareja de anciano que se sentó separada se juntó en la fila; el que recogió la limosna regresa de comulgar, se acerca a la pareja, les dice algo y se aleja; la señora mira a su esposo y le hace un gesto de “¿y este de dónde salió?” Hubo un instante tensionante cuando a una mujer humilde se le cayó la hostia: el padre se agachó, la recogió del piso, miró para los lados y la depositó en el copón (no sé por qué supuse, erróneamente, que él se la iba a comer).

Cuando se estaban terminando las dos colas, le doy permiso a la que supongo es la madre de la monaguilla y la miro de cerca: la veo como pasada de edad para tener una hija de 10 años ¿Qué es, entonces, de la niña? ¿Tía? Quise ver la reacción del sacerdote y la sacristana (que estaba al lado del padre, sosteniendo la patena para que no cayeran migajas de la hostia de cada feligrés), cuando la pariente tomara su parte del cuerpo de Cristo, pero me entretuve con la hija de la anciana lectora que aprovechó el final de las filas para ir a comulgar.

Cuando salí de misa, verifiqué el horario y corroboré que la misa de los lunes es, efectivamente, dos horas más después; sin embargo, esa tarde era lunes feriado.