Catedral Santa Lucía, de Chía |
Por
John Acosta
Si no fuera porque supiera que
es pecado pensarlo siquiera, yo supondría que la pequeña sacristana del
enfrente era hija del sacerdote que está oficiando la eucaristía. Viéndolos de
pie en el presbiterio, los rasgos del rostro de ambos son tan
impresionantemente parecidos que, a pesar de la amenaza latente de incurrir en un atentado contra la fe, uno no puede evitar sustraerse, por momentos,
del sermón de la tarde para divagar un poco sobre la posibilidad remota de que
ese cura, de unos 40 años, sea el padre de esa pequeña, de unos diez años. Me
reprendo por esos pensamientos mal sanos que rondan mi mente y vuelvo a
concentrarme en el acto piadoso, pero, al rato, cualquier movimiento de la niña
con sotana roja y tunicela blanca, me regresa otra vez al posible parentesco
inaudito de los dos oficiantes de la misa. Le ruego a mi Dios que me arrebate
esas tendencias impías de mi mente y me permita vivir como se debe ese momento
de encuentro con él.
El presbiterio |
Yo había entrado unos minutos
antes a la catedral Santa Lucía, en el centro del municipio de Chía,
departamento de Cundinamarca. Miré el horario de las eucaristías que estaba
puesto en la cartelera del pórtico y me desilusioné porque faltaban dos horas
para la misa del lunes: no me alcanzaba el tiempo para esperar hasta allá. En
realidad, ya tenía tres horas de estar rondando ese hermoso lugar de esta
población cundinamarquesa. Había llegado allí, caminando durante más de diez
minutos en medio de una lluvia que empezó a caer tan pronto salí del edificio
donde me había alojado tres días antes. Hubiese podido volver a entrar y
desistir de mi salida, pero ese día era el único chance de regresar al centro
de esta población, treinta años después de haberme ido de este sitio, enclaustrado
en los Andes colombianos, para retornar a mi tierra caribeña. Decidí, entonces,
que ese aguacero impertinente no me iba a dañar el paseo: pude estrenar el
paraguas que la Universidad de La Sabana me regaló el viernes anterior, en un afortunado
encuentro de egresados de mi promoción, y que había motivado mi viaje a Chía.
Caminé hasta el centro,
intercambiando las manos para agarrar el paraguas y meterme la otra en el bolsillo
de la chaqueta de jean, en un intento vano para evitar que se me congelaran. Di
la vuelta a la plaza, me metí por una de sus calles peatonizadas, regresé por
otra y decidí meterme a una cafetería en búsqueda del auxilio que me salvara
del intenso frío de esa tarde. Puse el paraguas abierto al lado de la mesa
donde me senté, justo al lado de la barra y entablé una conversación con la
chica que atendía, mientras me tomaba el tinto caliente. Era una venezolana que
había llegado al municipio dos años atrás, abandonando sus estudios en ingeniería
en seguridad industrial, de abuela colombiana con más de 50 años residenciada
en el vecino país y con una hermana mayor que cogió para Barranquilla en busca,
como ella, del sustento que no encontraban en su nación; luego de haberme
procurado dos cervezas, salí de allí con el piso seco de la calle, pues hacía
rato había escampado. Crucé la plaza y llegué a la catedral.
Como no alcanzaba la
eucaristía, entré con la intención de sentarme a meditar un rato. La única luz
que había era la del cielo nublado que entraba por los vitrales. Me senté en la
segunda banca porque estaba sola, ya que en la primera estaba una anciana
arrodillada que leía varios folletos litúrgicos. Los de las banca de atrás
pusieron un audio en el celular. Era una voz angelical que explicaba el
evangelio del día; por supuesto, eso interrumpía mi meditación y la lectura de
la señora de adelante: ella se volteó y les lanzó una mirada de reproche;
reforcé ese gesto de la anciana, imitándola. Los de atrás bajaron un poco el
volumen, pero el profundo silencio del interior de la catedral hacía que esa “amabilidad”
no valiera de mucho. La anciana y yo volvimos a cubrirlos con el manto de la
desaprobación, pero no sirvió de nada porque nos tocó escuchar el sermón
virtual hasta el final.
Empecé a notar que entraba
mucha gente y se sentaba. Me dije que no era normal que todos coincidiéramos a
esa misma hora a meditar. Y empecé a pensar en la posibilidad de una eucaristía
inminente, que se fue reforzando cuando apareció una señora en el presbiterio,
con un a estola blanca puesta, puso dos bases de cirios pascuales sobre el
altar, encendió unas luces, desapareció, volvió aparecer con los gruesos velones
que puso sobre las bases, los prendió, encendió otras luces, desapareció, regresó
con la biblia que puso sobre el ambón, se fue, apareció de nuevo con el misal
que dejó en el altar.
La monaguilla apareció por
primera vez en el presbiterio con la especie de escarcela con que se recogen la
limosna. Bajó y se acercó hasta la banca donde me sentaba y en donde se había
sentado una mujer que no quise ver por pudor, pero que supuse era su madre. La
niña señaló a alguien que estaba en las sillas del retablo lateral izquierdo, llegó
hasta allá para entregarle la escarcela y se perdió detrás del presbiterio. Una
pareja de ancianos llegó por la nave central y se ubicaron de pie entre la
primera y segunda banca: la mujer le preguntó a la señora que leía arrodillada
si el puesto de al lado de ella estaba ocupado porque había una bufanda sobre
él. “Es que estoy esperando a mi hija, que ya viene”, le respondió. El señor decidió
sentarse entre la que yo suponía era la madre de la sacristana y yo y llamó a
la que seguro era su esposa. “Aquí cabes tú”, le suplicó, pero ella insistió en
sentarse en la primera banca y las ancianas de ahí le abrieron un cupo. La hija
de la anciana lectora llegó, cogió la bufanda y se la puso en su regazo.
Apenas vi entrar al sacerdote
y a la monaguilla al presbiterio, me asaltó la duda de si eran padre e hija.
Después de que el cura da el sermón, va del ambón hasta el altar para seguir el
ritual con el cáliz, el copón, el lavabo, las hostias y las vinajeras. La
sacristana hace un paneo entre los feligreses. Su mirada se topa con la que,
supongo, es su madre. Y su inocencia no puede evitar una sonrisa pícara, que corrige
enseguida para volver al estado formal. En el momento de la paz, descubro que
la hija de la anciana lectora es una mujer madura con una belleza fascinante.
En el ritual de la comunión, noto
que la bella madura no acompaña a su madre a recibir el cuerpo de Cristo (me
digo “como que tiene sus pecadillos la dama”). La pareja de anciano que se sentó
separada se juntó en la fila; el que recogió la limosna regresa de comulgar, se
acerca a la pareja, les dice algo y se aleja; la señora mira a su esposo y le
hace un gesto de “¿y este de dónde salió?” Hubo un instante tensionante cuando
a una mujer humilde se le cayó la hostia: el padre se agachó, la recogió del
piso, miró para los lados y la depositó en el copón (no sé por qué supuse,
erróneamente, que él se la iba a comer).
Cuando se estaban terminando
las dos colas, le doy permiso a la que supongo es la madre de la monaguilla y
la miro de cerca: la veo como pasada de edad para tener una hija de 10 años
¿Qué es, entonces, de la niña? ¿Tía? Quise ver la reacción del sacerdote y la
sacristana (que estaba al lado del padre, sosteniendo la patena para que no
cayeran migajas de la hostia de cada feligrés), cuando la pariente tomara su
parte del cuerpo de Cristo, pero me entretuve con la hija de la anciana lectora
que aprovechó el final de las filas para ir a comulgar.
Cuando salí de misa, verifiqué
el horario y corroboré que la misa de los lunes es, efectivamente, dos horas
más después; sin embargo, esa tarde era lunes feriado.