5 abr 2021

Parranda Santa murió y Semana Santa renació, gracias al Covid 19

 

Tomada de eltiempo.com
Por John Acosta         

Si uno tiraba una piedra, le caía a Jesucristo; y, entonces, venía el remordimiento de la inocencia infantil. Si uno se orinaba dentro del río, mientras se hundía deliciosamente en las aguas del río Santo Tomás, orinaba a Jesucristo; y, en ese momento, debía uno salir corriendo, titiritando del frío, a orinar al lado de las piedras inmensas por entre las cuales se deslizaba la corriente. Y eso, tenía uno que no demorar disfrutando de la sabrosura de esas aguas porque, si no, podría uno terminar convertido en pescado. Y así, le fastidiaban los adultos a uno, de niño, la Semana Santa en La Junta, el pueblo del alma. Lo único reconfortante de esos días piadosos era la sopa de fríjol dulce, que solo se tomaba por la época en que crucificaban a Nuestro Señor. Ahhh, eso, y la llegada al pueblo del primerío porque las tías venían de Codazzi, con sus hijos, a visitar a su mamá, mi abuela. No retengo en mi memoria borrachera alguna de mis tíos o demás adultos por esa semana. Otra cosa buena, era la llegada de los seminaristas, que se bajaban en la casa de la señora Amira Cuello, comadre de mi abuela y esposa del doctor Hugues Manuel Lacouture. Ellos nos enseñaban una serie de juegos, que nos hacían las noches felices.

¿En qué momento, entonces, se perdieron todas esas costumbres y la Semana Santa pasó a ser una Parranda Santa? No sé, la verdad. En mi más de medio siglo de existencia, solo retengo con claridad mis idas a pasar esos días sagrados a Buenaventura, en el otro extremo del país, allá en el Mar del Sur; yo fui criado en el Mar del Norte. Estudiaba en una universidad de Bogotá y en el curso conocí a Julio César Bonilla, oriundo de ese puerto sobre el océano Pacífico. Ambos nos íbamos para la casa de él. Y sus amigos del barrio Lleras fueron también mis amigos. Aún añoro las borracheras que nos pegábamos en la playa, allá en la punta, sentados sobre la madera amontonada, viendo cómo los trabajadores pelaban a mano los troncos: ya no quedaba arena para disfrutar porque había sido tapada por toneladas de cáscara de madera. En las noches, organizábamos bailes con cualquier pretexto y ahí aprendí a covar, que era bailar salsa amacizado, en una sola baldosa.

Ya mayor, ejerciendo mi carrera en la costa, iba a pasar la Semana Santa a cualquier pueblo, dependiendo de dónde era la novia de turno. Y también notaba, entonces, que de santos ya no tenían nada esos días. Ya con un hogar, organizado, esa temporada de descanso los repartía entre mi familia paterna y la familia de mi compañera permanente. En ambos casos, no se notaba tampoco, por ningún lado, ni el recogimiento ni la reflexión cristiana que, se suponía, debían hacerse la Semana Mayor. Era notorio que, por todas partes, se había perdido lo sagrado de esos días para darle paso a una parranda de ocho días consecutivos.

Tomado de elpais.com.co
Hasta que vino el Covid 19. Un año después de muchos amigos cercanos y familiares muertos por esta pandemia y con las unidades de cuidados intensivos de los hospitales a reventar, parece que la gente ya ha cogido conciencia de que esta enfermedad no es un invento del sistema para inocular ninguna forma de sometimiento a través de una vacuna. Y que la mejor forma de evitarla, es quedándose en casa. En Navidad, se sintió una que otra parranda; en Año Nuevo, un poco menos, pero en esta Semana Santa, definitivamente, la gente acató el toque de queda impuesto por las autoridades para detener en algo el creciente contagio de personas.

Daba gusto recorrer las calles solitarias de Barranquilla y de municipios vecinos. Las carreteras nacionales, incluso, se veían despejadas, en una época tradicional de tráfico alto. Es que ni siquiera para hacer ejercicios la gente salió a las calles, ni a los parques. La sorpresa mayor frente a esto me la dio el corregimiento La Playa, de Barranquilla, muy cercano al sector residencial donde vivo. En mis caminatas nocturnas de más de una hora, suelo incluir a este pueblo y, cuando voy por sus calles intransitables por la gente atiborrada, me demoro bastante por el zigzag permanente para sacarle el lance a los transeúntes amontonados en los andenes, mientras que la música a todo volumen de potentes equipos de sonido, cuyos dueños parecen competir entre sí para ver cuál se escucha más, me acompaña en esos 40 minutos que me demoro en recorrer sus dos calles principales. Y en cada tres o cinco casas, siempre hay una parranda entre cervezas.

Tomado de eltiempo.com
No obstante, en esta Semana Santa, sus calles parecían sacadas de una película de terror por el silencio y la soledad que imperaban en las noches fantasmales: menos de 20 minutos me eché en los recorridos. Y aún no he podido saber si fue por la facilidad de tránsito o por la rapidez con que caminaba, motivado por el miedo a sus andenes vacíos. Ni un solo equipo de sonido emanó ni una sola canción. Y en una que otra terraza, alguna familia compartía entre sus miembros sanamente, sin una sola cerveza que animara el encuentro, este sí sagrado. Hasta el boulevard donde termino el recorrido, ya en los conjuntos residenciales, otras veces llenos de personas haciendo ejercicios, esta vez, completamente solo: algún joven salía de uno de los conjuntos con su perro, recogía en una bolsa la caca del animal y regresaba otra vez a encuevarse.

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