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Si uno tiraba una piedra, le caía a Jesucristo; y, entonces, venía el remordimiento de la inocencia infantil. Si uno se orinaba dentro del río, mientras se hundía deliciosamente en las aguas del río Santo Tomás, orinaba a Jesucristo; y, en ese momento, debía uno salir corriendo, titiritando del frío, a orinar al lado de las piedras inmensas por entre las cuales se deslizaba la corriente. Y eso, tenía uno que no demorar disfrutando de la sabrosura de esas aguas porque, si no, podría uno terminar convertido en pescado. Y así, le fastidiaban los adultos a uno, de niño, la Semana Santa en La Junta, el pueblo del alma. Lo único reconfortante de esos días piadosos era la sopa de fríjol dulce, que solo se tomaba por la época en que crucificaban a Nuestro Señor. Ahhh, eso, y la llegada al pueblo del primerío porque las tías venían de Codazzi, con sus hijos, a visitar a su mamá, mi abuela. No retengo en mi memoria borrachera alguna de mis tíos o demás adultos por esa semana. Otra cosa buena, era la llegada de los seminaristas, que se bajaban en la casa de la señora Amira Cuello, comadre de mi abuela y esposa del doctor Hugues Manuel Lacouture. Ellos nos enseñaban una serie de juegos, que nos hacían las noches felices.
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¿En qué momento, entonces, se
perdieron todas esas costumbres y la Semana Santa pasó a ser una Parranda
Santa? No sé, la verdad. En mi más de medio siglo de existencia, solo retengo
con claridad mis idas a pasar esos días sagrados a Buenaventura, en el otro
extremo del país, allá en el Mar del Sur; yo fui criado en el Mar del Norte. Estudiaba
en una universidad de Bogotá y en el curso conocí a Julio César Bonilla, oriundo
de ese puerto sobre el océano Pacífico. Ambos nos íbamos para la casa de él. Y
sus amigos del barrio Lleras fueron también mis amigos. Aún añoro las borracheras
que nos pegábamos en la playa, allá en la punta, sentados sobre la madera amontonada,
viendo cómo los trabajadores pelaban a mano los troncos: ya no quedaba arena
para disfrutar porque había sido tapada por toneladas de cáscara de madera. En
las noches, organizábamos bailes con cualquier pretexto y ahí aprendí a covar,
que era bailar salsa amacizado, en una sola baldosa.
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Ya mayor, ejerciendo mi
carrera en la costa, iba a pasar la Semana Santa a cualquier pueblo,
dependiendo de dónde era la novia de turno. Y también notaba, entonces, que de
santos ya no tenían nada esos días. Ya con un hogar, organizado, esa temporada
de descanso los repartía entre mi familia paterna y la familia de mi compañera permanente.
En ambos casos, no se notaba tampoco, por ningún lado, ni el recogimiento ni la
reflexión cristiana que, se suponía, debían hacerse la Semana Mayor. Era
notorio que, por todas partes, se había perdido lo sagrado de esos días para
darle paso a una parranda de ocho días consecutivos.
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Daba gusto recorrer las calles
solitarias de Barranquilla y de municipios vecinos. Las carreteras nacionales,
incluso, se veían despejadas, en una época tradicional de tráfico alto. Es que
ni siquiera para hacer ejercicios la gente salió a las calles, ni a los
parques. La sorpresa mayor frente a esto me la dio el corregimiento La Playa,
de Barranquilla, muy cercano al sector residencial donde vivo. En mis caminatas
nocturnas de más de una hora, suelo incluir a este pueblo y, cuando voy por sus
calles intransitables por la gente atiborrada, me demoro bastante por el zigzag
permanente para sacarle el lance a los transeúntes amontonados en los andenes, mientras
que la música a todo volumen de potentes equipos de sonido, cuyos dueños parecen
competir entre sí para ver cuál se escucha más, me acompaña en esos 40 minutos
que me demoro en recorrer sus dos calles principales. Y en cada tres o cinco
casas, siempre hay una parranda entre cervezas.
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