Primera vez, en mis 55 años de
existencia, que paso una navidad empijamado: no me dio la gana de hacerme el de
la vista gorda con el Covid 19 y hacer como si no existiera, cuando se ha llevado
gente tan cercana y tan querida. No, no acepto a aprender a convivir con él:
debemos vencerlo entre todos. Me paré de mi computador a las 12 de la noche, cuando
terminé de escribir una crónica para mi blog. Y me fui directo a la cama, a ver
una película, como si fuera un día cualquiera y no un 24 de diciembre por la
noche. Aracelys e Isabella, la menor de nuestras hijas, se acostaron a media
noche. Y Aura Elisa, la mayor de las dos, se quedó abajo, viendo en la sala los
capítulos de una serie de Netflix.
No hicimos el viaje en carretera, como los años anteriores, deteniéndonos en diferentes partes para bañarnos o disfrutar mejor del paisaje. No visitamos a los diferentes primos, tíos y hermanos, que vemos personalmente una vez al año. No nos sentamos debajo de ningún frondoso árbol con los familiares de siempre a mamarle gallo a todo el que se atreviera a pasar por la calle. No nos olvidamos de la cotidianidad de nuestras vidas para disfrutar la magia de las vacaciones.
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Es muy jodido escribir algo relacionado
con el bendito Covid 19, sin entrar en lugares
comunes: hago un esfuerzo para
evitarlo. Desde que murió mi papá, hace más de 30 años, sus hijos siempre hemos
buscado la forma de pasar la Navidad juntos, al lado de Amparo, su esposa. Y, gracias
a Dios, lo habíamos logrado. Hasta el año pasado: en este 2020, nos tocó conformarnos
con mamarnos gallos, unos a otros, a través de un grupo de WhatsApp que nos
creó Azul del Mar, una sobrina adorable, hace ya un buen tiempo. No se nos
ocurrió encontrarnos a través de alguna plataforma virtual que permite reunión
en tiempo real, desde diferentes puntos remotos: tal vez para no interrumpirnos
el momento sagrado que cada uno de nosotros vivíamos con nuestro pequeño núcleo
familiar.
Por supuesto, primó más la responsabilidad
de cada uno de nosotros para superar esta dura prueba universal, que los deseos
infinitos de estar todos juntos, abrazarnos, cantar, bailar. A nuestros hijos,
primos entre sí, les dio muy duro ver pasar en vano esta única oportunidad que hemos
establecido para reunirnos todos una vez al año. Lo pospusimos para Semana
Santa, con la bendición de nuestro Padre Celestial y si, como humanidad
responsable, logramos, entre todos, doblarle el pescuezo a ese virus que nos
confina entre cuatro paredes.
El Niño Dios hace ya algunos
años no entra por las hendijas de mi casa a poner su aguinaldo en mi hogar,
pues ya mis hijas perdieron la inocencia del regalo que aparecía milagrosamente
en la cama. El obsequio se compra con algunas semanas de anticipación, con presencia
de ellas mismas para que lo escojan y se lo estrenan el 24. Aracelys no tuvo
ánimos de poner adornos navideños, como todos los años anteriores, donde su
creatividad era alabada por sus vecinos: hay mucha tristeza por amigos cercanos
caídos en esta batalla biológica contra este virus asesino.
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Regresamos a la casa. Me quité
los trapos de encima y me quedé en pijama. Me senté en el computador a derramar
sobre la pantalla en blanco la idea que me estaba rondando en la cabeza. Aura
Elisa e Isabella comenzaron a ver la serie en televisión por cable. Y Aracelys
se sentó en el patio a curucutear su celular. De vez en cuando, me asomaba en
el balcón de mi casa: el conjunto residencial estaba íngrimo, silencio
absoluto, una noche fantasmal. Al rato, mi hija Aura Elisa me preguntó desde abajo
que si me subía algo de comer: me comí las carnes en el escritorio del computador.
Casi a las tres de la mañana
apagué el televisor porque me venció el sueño.
La Navidad fue diferente.Esta crónica es un reflejo de como la pasamos muchas familias.
ResponderBorrarAsí es. Gracias por su amable lectura
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