24 mar 2014

Cuando Buenaventura era una fiesta

Con la gallada del barrio Lleras
Por John Acosta

El brandy más sabroso del mundo se tomaba en La Punta del barrio Lleras de Buenaventura, a las cinco de la tarde, mezclado con leche condensada, mientras el sol despuntaba, agonizante,  allá en el horizonte y la brisa del océano Pacífico nos envolvía a todos con su pestilencia a mierda seca y retozábamos de alegría  sentados sobre los maderos frescos en la playa sin arena, cantando a todo pulmón lo que se nos diera la gana, sin que nadie no los impidiera, ni paracos ni guerrilleros hijos de puta, asesinos, mal paridos, desgraciados, que llegaron un día a rifase esa fiesta  sin el permiso debido de quienes disfrutábamos de la dicha de la Buenaventura libre.

Perdonen la sinceridad con que hoy les escribo, pero da rabia las sucesivas noticias con que los telenoticieros, los periódicos y la radio se ensañan contra lo que ayer fue una fiesta, amenizada con salsa de la buena. Entiendo perfectamente que la noticia debe darse tal y como sucedió. Sin embargo, esa que veo reflejada hoy en los medios, no es la Buenaventura que llevo en el alma.


Un fanático ideológico me escribe en el muro de Facebook, me pone un enlace con una de esas noticias horribles que salen de mi amada Buenaventura y me reta a escribir sobre Colombia, a propósito de lo que están haciendo los estudiantes en Venezuela. Es decir, trata de decirme ese fogoso imaginativo que lo que sucede en todo el país vecino es equiparable con lo que sucede apenas en la sola ciudad del Pacífico colombiano. Por supuesto, este escrito no es para complacer las ínfulas de ese apasionado: es solo una sencilla manera de honrar la memoria de la gente bella de ese puerto sobre el Pacífico colombiano.

Con el gran Colo (de colorao), en La Punta
Las cinco o diez veces que visité a Buenaventura,  me sorprendió siempre la calidez con que el lugareño se subía en el bus urbano, pagaba su pasaje y, antes de sentarse, envolvía a todos con el manto de su mirada sencilla y exhalaba, con la mayor sinceridad de la vida, las dos palabras sagradas que le permitirían ubicarse en su silla con la liviandad de un cuerpo sin remordimientos: “buenos días”, “buenas tardes” o “buenas noches”, según el caso. No obstante, esa amabilidad espontánea no era todo: lo realmente hermoso era ver cómo respondía en coro el resto de pasajeros.  Con esa cortesía cotidiana, uno escuchaba la familiaridad de la réplica exacta, según la ocasión.

Nunca olvido el covao o la covadera, como quieran llamarlo. Era bailar salsa (cualquiera: de la brava o de la sencilla) en una sola baldosa: “amacizao” (como dirían en mi tierra guajira), abrazado a una hembra sudorosa como uno, flexionando solo las rodillas, concentrado, en un contoneo armonioso de dos cuerpos, en una terraza abierta del tercer piso de una casa recién construida con el dinero de un jubilado de Puertos de Colombia, aprovechando esa extraña noche sin lluvias que se da de vez en cuando en la lluviosa Buenaventura.

Frente al mítico Hotel Estación (en las afueras: no había plata para entrar)
“Guajireño”, me llamaban todos. Y era tanto el cariño que les sentía en esa expresión, que no me daba la gana de tomarme el atrevimiento de corregirles el gentilicio. No era extraño ir caminado por unas de sus calles encharcadas y escuchar las notas, renovadoras para mí, de una canción vallenata bien  sentida. Entonces, yo, bañado de orgullo por el terruño lejano, la repetía a todo pulmón. “Esos son chocoanos”, me decían. Era cierto: ningún porteño profanaba el orgullo de su equipo de sonido con la extraña música de acordeón. Los que lo hacían eran recién llegados a Buenaventura del departamento del Chocó.

El puerto, lluvioso, como siempre
Obvio: caminábamos bastante por el barrio Lleras. Había muchas humildes casas de madera. De vez en cuando, se topaba uno con una enorme casa “de material” (ladrillos, cemento, porcelanas), de lujos exuberantes, y se veía en el balcón a alguien con gruesas cadenas de oro colgadas de su cuello, enormes pulseras, también de oro, en sus muñecas, anillos, tobilleras, zapatos extranjeros, en fin. El personaje saludaba con efusividad al acompañante de uno, quien, en voz baja, le aclaraba enseguida las dudas. “Ese es un norteño”, decía.

Ese era el sueño del joven habitante de Buenaventura de la época: irse de polizonte en un barco al país del norte, coronar, llegar a Estado Unidos, trabajar, girarle a la familia para que vayan construyendo la casa añorada, para que vayan comprando los electrodomésticos apetecidos (el equipo de sonido, el televisor a color, el VHS –no existían los cd-, en fin), regresar, después, a sentarse en el balcón de su casa recién construida para mostrar su opulencia y despertar la envidia de quienes no habían podido lograr la hazaña de pasar sed y hambre en una bodega oscura del trasatlántico bendito.

En una calle céntrica, no del gran barrio Lleras
Me tocó beber brandy en La Punta con varios “héroes”, que habían sido descubiertos en altamar por capitanes de distintas nacionalidades, quienes habían cometido la benevolencia de no lanzarlos al mar abierto como comida para tiburones hambrientos y los habían devuelto en el primer puerto de la gira marítima. “A mí me han devuelto cuatro veces”, me decía alguien, mientras agitaba la botella para mezclar mejor la leche condensada con el licor.

Si llegábamos temprano a La Punta, encontrábamos todavía a los hombres pelando los trozos de madera con sus machetes afilados y echando la cáscara sobre lo que mucho antes debió ser la playa y que ahora era un basurero de piel seca de postes. Bebíamos hasta emborracharnos. Y de ahí salíamos para cualquier parte a seguir la parranda sin límites.

Un brandy, con leche condensada, en bota
Eran finales de los años ochenta y comienzos de los noventa. Todavía no se había instituido en el país las curules especiales para las etnias. Terminé mi carrera en Bogotá y no volví a pasar Semana Santa en Buenaventura. Supongo que después llegó la guerrilla a pescar en ese mundo de miseria y, ahí sí, nadie decía nada por las recién creadas curules especiales para las negritudes en el Congreso. Supongo, también, que después llegaron los paramilitares a masacrar lo que suponían eran guerrilleros. También llegó el narcotráfico, que le importa un bledo la ideología distinta al dinero fácil, y empezó a ser de las suyas de lado y lado. Y ahora ve uno a Piedad Córdoba, confiando en su verdugo, el procurador Alejandro Ordóñez, ante quien denuncia las curules de las negritudes en el recién elegido Congreso.


Buenaventura duele en el alma, claro.

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