Con la gallada del barrio Lleras |
Por
John Acosta
El brandy más sabroso del
mundo se tomaba en La Punta del barrio Lleras de Buenaventura, a las cinco de
la tarde, mezclado con leche condensada, mientras el sol despuntaba,
agonizante, allá en el horizonte y la brisa
del océano Pacífico nos envolvía a todos con su pestilencia a mierda seca y retozábamos
de alegría sentados sobre los maderos
frescos en la playa sin arena, cantando a todo pulmón lo que se nos diera la
gana, sin que nadie no los impidiera, ni paracos ni guerrilleros hijos de puta,
asesinos, mal paridos, desgraciados, que llegaron un día a rifase esa
fiesta sin el permiso debido de quienes
disfrutábamos de la dicha de la Buenaventura libre.
Perdonen la sinceridad con
que hoy les escribo, pero da rabia las sucesivas noticias con que los
telenoticieros, los periódicos y la radio se ensañan contra lo que ayer fue una
fiesta, amenizada con salsa de la buena. Entiendo perfectamente que la noticia
debe darse tal y como sucedió. Sin embargo, esa que veo reflejada hoy en los
medios, no es la Buenaventura que llevo en el alma.
Un fanático ideológico me
escribe en el muro de Facebook, me pone un enlace con una de esas noticias
horribles que salen de mi amada Buenaventura y me reta a escribir sobre
Colombia, a propósito de lo que están haciendo los estudiantes en Venezuela. Es
decir, trata de decirme ese fogoso imaginativo que lo que sucede en todo el
país vecino es equiparable con lo que sucede apenas en la sola ciudad del
Pacífico colombiano. Por supuesto, este escrito no es para complacer las
ínfulas de ese apasionado: es solo una sencilla manera de honrar la memoria de
la gente bella de ese puerto sobre el Pacífico colombiano.
Con el gran Colo (de colorao), en La Punta |
Las cinco o diez veces que
visité a Buenaventura, me sorprendió
siempre la calidez con que el lugareño se subía en el bus urbano, pagaba su
pasaje y, antes de sentarse, envolvía a todos con el manto de su mirada sencilla
y exhalaba, con la mayor sinceridad de la vida, las dos palabras sagradas que
le permitirían ubicarse en su silla con la liviandad de un cuerpo sin remordimientos:
“buenos días”, “buenas tardes” o “buenas noches”, según el caso. No obstante,
esa amabilidad espontánea no era todo: lo realmente hermoso era ver cómo
respondía en coro el resto de pasajeros.
Con esa cortesía cotidiana, uno escuchaba la familiaridad de la réplica
exacta, según la ocasión.
Nunca olvido el covao o la covadera,
como quieran llamarlo. Era bailar salsa (cualquiera: de la brava o de la sencilla)
en una sola baldosa: “amacizao” (como dirían en mi tierra guajira), abrazado a
una hembra sudorosa como uno, flexionando solo las rodillas, concentrado, en un
contoneo armonioso de dos cuerpos, en una terraza abierta del tercer piso de
una casa recién construida con el dinero de un jubilado de Puertos de Colombia,
aprovechando esa extraña noche sin lluvias que se da de vez en cuando en la
lluviosa Buenaventura.
Frente al mítico Hotel Estación (en las afueras: no había plata para entrar) |
“Guajireño”, me llamaban todos.
Y era tanto el cariño que les sentía en esa expresión, que no me daba la gana
de tomarme el atrevimiento de corregirles el gentilicio. No era extraño ir
caminado por unas de sus calles encharcadas y escuchar las notas, renovadoras
para mí, de una canción vallenata bien
sentida. Entonces, yo, bañado de orgullo por el terruño lejano, la
repetía a todo pulmón. “Esos son chocoanos”, me decían. Era cierto: ningún
porteño profanaba el orgullo de su equipo de sonido con la extraña música de
acordeón. Los que lo hacían eran recién llegados a Buenaventura del
departamento del Chocó.
El puerto, lluvioso, como siempre |
Obvio: caminábamos bastante
por el barrio Lleras. Había muchas humildes casas de madera. De vez en cuando,
se topaba uno con una enorme casa “de material” (ladrillos, cemento, porcelanas),
de lujos exuberantes, y se veía en el balcón a alguien con gruesas cadenas de
oro colgadas de su cuello, enormes pulseras, también de oro, en sus muñecas, anillos,
tobilleras, zapatos extranjeros, en fin. El personaje saludaba con efusividad
al acompañante de uno, quien, en voz baja, le aclaraba enseguida las dudas. “Ese
es un norteño”, decía.
Ese era el sueño del joven
habitante de Buenaventura de la época: irse de polizonte en un barco al país
del norte, coronar, llegar a Estado Unidos, trabajar, girarle a la familia para
que vayan construyendo la casa añorada, para que vayan comprando los electrodomésticos
apetecidos (el equipo de sonido, el televisor a color, el VHS –no existían los
cd-, en fin), regresar, después, a sentarse en el balcón de su casa recién
construida para mostrar su opulencia y despertar la envidia de quienes no
habían podido lograr la hazaña de pasar sed y hambre en una bodega oscura del
trasatlántico bendito.
En una calle céntrica, no del gran barrio Lleras |
Me tocó beber brandy en La
Punta con varios “héroes”, que habían sido descubiertos en altamar por
capitanes de distintas nacionalidades, quienes habían cometido la benevolencia de
no lanzarlos al mar abierto como comida para tiburones hambrientos y los habían
devuelto en el primer puerto de la gira marítima. “A mí me han devuelto cuatro
veces”, me decía alguien, mientras agitaba la botella para mezclar mejor la
leche condensada con el licor.
Si llegábamos temprano a La
Punta, encontrábamos todavía a los hombres pelando los trozos de madera con sus
machetes afilados y echando la cáscara sobre lo que mucho antes debió ser la
playa y que ahora era un basurero de piel seca de postes. Bebíamos hasta
emborracharnos. Y de ahí salíamos para cualquier parte a seguir la parranda sin
límites.
Un brandy, con leche condensada, en bota |
Eran finales de los años ochenta
y comienzos de los noventa. Todavía no se había instituido en el país las
curules especiales para las etnias. Terminé mi carrera en Bogotá y no volví a
pasar Semana Santa en Buenaventura. Supongo que después llegó la guerrilla a
pescar en ese mundo de miseria y, ahí sí, nadie decía nada por las recién creadas curules especiales para las negritudes en el Congreso.
Supongo, también, que después llegaron los paramilitares a masacrar lo que
suponían eran guerrilleros. También llegó el narcotráfico, que le importa un
bledo la ideología distinta al dinero fácil, y empezó a ser de las suyas de
lado y lado. Y ahora ve uno a Piedad Córdoba, confiando en su verdugo, el
procurador Alejandro Ordóñez, ante quien denuncia las curules de las negritudes
en el recién elegido Congreso.
Buenaventura duele en el
alma, claro.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Muchas gracias por su amable lectura; por favor, denos su opinión sobre el texto que acaba de leer. Muy amable de su parte