Por
Linda Esperanza Aragón
Quisiera comenzar con un
relato que plasmó Eduardo Galeano en El
libro de los abrazos, con el que me identifico; y hasta podría decir que me
pasó lo que a Diego cuando vio la mar:
“Diego no conocía la mar. El
padre, Santiago Kovadloff, lo llevó a descubrirla.
Viajaron al sur.
Viajaron al sur.
Ella, la mar, estaba más allá
de los altos médanos, esperando.
Cuando el niño y su padre
alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de mucho caminar, la mar
estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor,
que el niño quedó mudo de hermosura.
Y cuando por fin consiguió
hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre:
— ¡Ayúdame a mirar!”
— ¡Ayúdame a mirar!”
Yo también dije “¡ayúdame a
mirar!” cuando vi la ciénaga de Zapayán, aunque no se lo dije a mi padre, se lo
grité al mundo.
Y es que la ciénaga de Zapayán
se alegra cuando las siente llegar. Ellas se convidan para irse a lavar.
Madrugar no pesa; levantarse temprano es ameno, una rutina atractiva. Desde las
3 de la mañana las mujeres se van al Puerto de Casa Loma (Bomba, Magdalena) con
sus poncheras en la cabeza atestadas de ropa.
Cuando llegan a la orilla, no comprueban
si el agua está fría: se quitan las chancletas, sumergen los pies sin pensarlo
dos veces, se dirigen hasta las piedras y ahí descargan las poncheras. Cada
mujer tiene su piedra, y es menester respetarlo. Una a una se ubica en su lugar
y comienza con la labor.
Antes de mojar la ropa, presionan
las barras de jabón con los manducos hasta lograr convertir las barras en capas
delgadas para conformar bolas de jabón, lo que es apropiado para enjabonar las
prendas. El manduco es una pieza de madera que tiene forma de bate pequeño, su
papel en el proceso de lavado es fundamental, pues con él resulta más efectivo
despercudir todo tipo de vestidura.
El cantar de los gallos acompaña
el sonido que surge al fregar la ropa enjabonada. Mientras se esmeran en
dejarla limpia, se cuentan historias y narran ciertos de sus secretos, de esos
que se forjan en el hogar y que abaten el corazón:
- -Ahora al pae’ de mis hijos se le ha dao’ por
toma’ todos los fines de semana.
- -Ve, y ese de dónde sacará la plata.
- -Yo no sé, mija. Lo que yo quiero es que siga
respondiendo por el ‘bocaito’.
- -Tiene que aterrizá.
- -Ese ya no respeta pinta.
Echar cuento no puede pasar
desapercibido. Lavar en silencio no tiene ninguna gracia. Las mujeres mezclan
los sonidos, esos sonidos sublimes e indelebles a las conversaciones afables y
chuscas. Restregar, escurrir, sacudir y apalear la ropa fundan ecos preciosos
que se vuelven gloriosos cuando se encuentran con las risas, los relatos y la
mamadera de gallo:
- -¿Qué tal si mañana lavamos en vestido de baño?
- -Aguaite, ve. Será pa´ que me cojan punta los hombres.
- -Embuste, comadre, yo no haría eso. Tampoco
quiero que los machos me vean.
- -Apúrese más bien con el manduco y deje la ‘changonga’.
Que no nos vaya a cogé la mañana aquí. Tengo que hacerle el poquito e’ tinto a
mi marío que se va pa’l monte.
- -Ay, niña, reírse es sabroso.
Unas dejan el tinto listo
antes de salir a lavar; otras lo preparan apenas regresan a casa, por eso
contabilizan el tiempo y tienen un poco de afán. Cuando una mujer abandona una
piedra, llega otra y la toma, y eso pasa porque llegan a acuerdos y los tiene
en cuenta íntegramente. Algunas, desde muy temprano, se meten al agua con el
cigarrillo en la boca, sin embargo, eso no impide que suelten carcajadas y
comenten anécdotas de sus vidas.
Las risas tempraneras son el
alma del tiempo justo en el momento en que el olor a jabón se abraza con la serena
aparición del sol. El Puerto de Casa Loma es hermoso, pero se convierte en una
maravilla cuando las mujeres bomberas tocan sus aguas. La pereza no tiene
lugar, madrugar es una fiesta que alimenta esta costumbre ancestral.
Por otro lado, se está
preparando la instalación de un acueducto en la población de Bomba, Magdalena;
ojalá que este hecho no consuma el espectáculo que inventan las damas
madrugadoras enjabonando, enjuagando y echando cuento. Una tradición que
transita con los años y que hasta hoy no se desprende de esta tierra.
Tal vez las fotos que
acompañan a este texto reflejen con más lucidez la perspectiva invaluable que
cada palabra escrita. Había pensado en que solo las fotos eran suficientes, que
bastaba con publicar una secuencia fotográfica y no decir tanto; no obstante,
fue inevitable no describir lo que tanteó mi silencio, mientras los ojos no se
cansaban de contemplar ese escenario que parece sacado de un sueño, o más bien,
que parece un sueño del que no se quisiera despertar. Esto es un sueño dorado
que motiva a decir a todo pulmón “¡ayúdame a mirar!”.
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