Fermín Ipuana Epiayú, en su época de empleado de Intercor |
Por John Acosta
Fue en una época de cosecha de
mango. Los estudiantes del Liceo Padilla correteaban felices por los pasillos
del colegio. Con sus camisas empapadas de sudor y sus mo chilas de fique cargadas
de cuadernos atrasados. Se ponían sobrenombres. Algunos jugaban fútbol en el
patio cercado, envueltos en el fuego fastidioso del sol peninsular. Otros preferían
quedarse en pequeños grupos debajo de la sombra protectora de cualquier
trupillo casual, comentando con sarcasmo las incidencias ocurridas en clases
con algún profesor exigente. Estaban en la hora del descanso.
Entonces sucedió. Los muchachos
más traviesos del tercer año de bachillerato habían llevado una mano de mangos
maduros. Ahogados en el turbulento mar de la euforia juvenil, la pandilla de estudiantes
disfrutaba el sabor tropical de la fruta de moda. Caminaban por los corredores
del segundo piso. A alguien del grupo se le ocurrió lanzar al aire la pepa de
su desgracia. Ese arrebato repentino, motivado en un instante fugaz, se
convirtió en la idea más impertinente del mundo: la semilla cayó justo en el
centro de la calva del rector, que nunca antes en su vida académica había
salido de su oficina en recreo.
Expulsaron a los tres amigos. No
hubo poder natural ni divino capaz de convencer al director del colegio de que
aquello no fue más que un caso de inocencia estudiantil. Esa determinación
inflexible salvó a Fermín Ipuana Epiayú de ser un bachiller sin futuro que ve
correr los días en las tres bolas de billar de una cantina cualquiera.
UNA SENTENCIA PATERNAL
Esta era la carretera en construcción (Mina-Puerto Bolívar), que Fermín Ipuana Epiayú tomó el día que iba, por primera vez, al campamento de Tabaco, en la mina |
Después de ser expulsado del
liceo, Fermín Ipuana volvió a las andanzas propias de su edad. Pasaba los días
caminando las calles polvorientas del barrio, enamorando a cuanta jovencita se
le atravesara. Vivía en Los Remedios, un sector de Riohacha habitado entonces
solo por emigrantes indígenas. Y en las noches, se metía a los billares a
gorrearle cervezas de contrabando a los jugadores empedemidos.
El viejo Alfredo Ipuana, un
trabajador del Ministerio de Obras que lleva 32 años laborando en la zona de
carreteras, no soportó ver a su hijo navegando en las aguas inciertas de un
futuro sin esperanzas. Un día lo llamó aparte y le dictó la sentencia de su
dignidad paternal.
- Vas a tener que ponerte a
hacer algo decente porque no quiero vagos en esta casa— le dijo.
El joven Fermín Ipuana Epiayú
debió recordar el mismo carácter fuerte de su padre, cuando fue con un grupo de
hombres armados a rescatar a “Tarzán”, un enorme perro que tenía la familia y
que había sido robado por otros indígenas. En vista de que el “palabrero” no
consiguió que le devolvieran el animal, Alfredo Ipuana decidió ir a buscarlo
por su propia ley.
Fermín tenía ocho años. Vivían
en una ranchería cerca a la población de Camarones, adonde fueron a vivir por
razones propias del oficio de su progenitor. Allí fue feliz con los wayuu de su
generación. Se iban todos los días a ver trabajar a sus padres en las carreteras
aledañas. Veían los tractores arrastrando jamiche. Iban a coger ciruelas en los
potreros vecinos. Con sus costillas al aire, sus pantaloncitos cortos y sus
pies descalzos. Entonces, pasó lo del perro. Alfredo Ipuana recuperó a
“Tarzán”, pero tuvo que regresar con su familia a la vieja casa de barro y
techo de paja del barrio Los Remedios.
ESTUDIAR EN EL SENA
Fermín Ipuana Epiayú, en su oficina |
Fermín Ipuana Epiayú sintió que
la sentencia de su padre era razonable. Por eso, se embarcó para lam vecina
ciudad de Santa Marta, capital del departamento del Magdalena, con la ilusión
de regresar con cualquier título técnico que le sirviera de algo para
enfrentarse a las duros obstáculos de la vida. Después de varios intentos
fallidos para ingresar al Servicio Nacional de Aprendizaje, Sena, de esa
ciudad, regresó a los cuatro meses, más frustrado que nunca.
No se amilanó. Supo de la
existencia de un curso en Mecánica Automotriz en el Sena de Riohacha, capital
de su departamento, La Guajira. “Hablé con el profesor Fontalvo, que era el
director de entonces. Me dijo que regresara en una semana”, cuenta Fermín. Y
fue: lo habían admitido.
Quería alejarse por completo del
mundo parrandero en el que vivió inmerso durante su época de estudiante
expulsado: consiguió que lo dejaran interno. Era el único indígena en su grupo
de 15 alumnos. Las madrugadas diarias para hacer el aseo, le imprimieron el
sello de cumplimiento que hoy ostenta.
Vivían en un solo cuarto. Por
las noches, armaban tertulias académicas que siempre terminaban en inolvidables
ratos de ocio. Fueron seis meses de encierro fértil, en los que los fines de
semanas eran la panacea que le devolvía la libertad de las parrandas en casa.
CERREJÓN: UNA LUZ EN LA VIDA
La monotonía cotidiana de los
días de estudios fue rota un mes antes de terminar el curso. “Al Sena llegó el
señor Jairo Cáceres, reclutador de Intercor, y nos dijo que esta empresa carbonífera
estaba interesada en vincular personal guajiro a su fuerza laboral”, explica
Fermín.
A este campamento llegó Fermín Ipuana Epiayú, cuando apernas la mina estaba en construcción |
La International Colombia Resources Corporation, Intercor, era la operadora de la
mina de carbón a cielo abierto más grande de Suramérica. Era un complejo que
comprendía, además de la mina, un sistema ferroviario de 150 kilómetros de
longitud y una puerto de buques de alto calado. Empezaron las ilusiones. Y la
competencia lógica para lograr un puesto. El día del examen se presentaron
cerca de 50 aspirantes: entre los de Mecánica Automotriz y Mantenimiento
Industrial. Solo escogieron a cinco. Entre los favorecidos, estaba uno de los
alumnos expulsados del Liceo Padilla: Fermín Ipuana Epiayú.
Los elegidos debían esperar un
tele-grama donde les anunciaban que tenían que ir a Barranquilla. Fermín nunca
recibió nada. Pero cuando las cosas están destinadas deben sucederse. En uno de
esos laberintos indescifrables de la vida, Alfredo Ipuana se encontró por
casualidad con el profesor Fontalvo. El director del Sena le preguntó si Fermín
había viajado. “Es que todavía no ha recibido el marconi”, respondió el viejo.
-¡Pero cómo! Si debe presentarse
mañana a primera hora en el Sena de Barranquilla— dijo el profesor.
No cruzaron una sola palabra
más. No fue necesario. Alfredo Ipuana consiguió, como pudo, el pasaje de su
hijo. Y lo mandó a que se defendiera solo en el congestionado mundo citadino.
Fermín no conocía a la ciudad. Cuando llegó al terminal de buses, le pidió al
primer taxista que encontró que lo llevara a un hotel cerca al Sena.
Al
día siguiente, se levantó temprano. “Yo creía que en Barranquilla las cosas quedaban
cerca”, contaría diez años después. De modo que se fue caminando. Con tremendo
sol a cuestas. Con la brisa del río Magdalena sofocando de vez en cuando el resplandor
de los rayos solares. En medio del ruido de motores y pitos de busetas
atascadas de gente, tropezando transeuntes retrasados, esquivando vendedores ambulantes.
Repetía la misma pregunta cada dos o tres cuadras: ¿dónde quedaba el Sena? Y
obtenía siempre la misma respuesta desalentadora: siga caminando derecho. Y
caminaba.
Hasta que llegó. Con la camisa
pegada al cuerpo por el sudor. Con los pies que se le reventaban de cansancio
dentro de los zapatos apretados. Muerto del susto, pero llegó. Eran las diez de
la mañana.
El curso nivelatorio duró casi
un año. Fermín cogía un bus que lo llevaba directo por la avenida congestionada
a la institución de aprendizaje. Por las tardes, regresaba en las mismas circunstancias
al hotel. Ese traginar rutinario era roto solo los fines de semana, cuando
Fermín lpuana llegaba a su Riohacha del alma a darle rienda suelta a su
espíritu fiestero.
LA MINA, POR FIN
La camioneta Mazda se desilza
por el carril izquierdo de la ancha vía. Es tiempo de lluvia. La luz natural es
tenue, opaca, débil. Los rayos del sol alcanzan a penetrar una nube gris y se
esparcen por el área. Sólo unos pocos segundos. Y de nuevo la amenaza de agua.
Son las doce de un día de mayo de ese año de 1992 en pleno Caribe, y, sin
embargo, parece un atardecer andino. Fermín lpuana Epiayú, el conductor
solitario de la camioneta, respira profundo.
Fermín Ipuana Epiayú posó al lado de uno de los camiones mineros a los que él les supervisaba el manteminiento |
“Ojalá lloviera”, dice. Coge el micrófono
de su radioteléfono. “Base 6. Base 6. Siga”, llama. No le responden. “Base 6,
Miguel”, insiste. “Todo bien. Todo bien’ ”, le contestan.
Cumplió diez años en la
Compañía. El 3 de mayo de 1982 entró al Centro de Entrenamiento de
Barranquilla. Después, la llegada a la Mina. Todavía la recuerda: nunca se le
olvidará. Cuando terminó el curso, regresó a Riohacha. Un mes de vacaciones. Y,
ahora sí, el campo de trabajo.
Ese día madrugó más que de costumbre.
Para esa época, su padre había comprado una camioneta de placas venozolanas. Y
trajo orgulloso a su hijo recién graduado hasta la intersección de la carretera
a Puerto Bolívar con la Troncal del Caribe.
Eran las siete y media de la
mañana. Fermín lpuana esperó en ese sitio un carro que lo llevara hasta el
campamento de Tabaco. Inútil espera. Decidió subirse en uno de los camperos que
llevaban pasajeros hasta la población de Albania. Después de un tortuoso viaje
por una vía en construcción, llegó al pueblo.
Se sacudió el polvo de encima. A
esa hora, el sol castigaba implacablemente a los que tenían la osadía de dasafiarlo.
Fermín lpuana se acercó a un señor con cara de serio que se fumaba un
cigarrillo bajo la sombra de un palo de algarrobillo. Le preguntó por el
campamento de Tabaco. Por ahí no llegaría. Debía pagar un carro que lo llevara
hasta el sitio por donde pasaba el bus con los empleados de lntercor que vivían
en el sur. Así lo hizo.
A los pocos minutos pasó el bus.
Fermín lpuana se subió en él con cierto temor. Pero en el instante mismo en que
ganó el primer escalón, su semblante de resabio cambió por completo. Los
pasajeros eran los mismos que habían estado con él en el Centro de Entrenamiento
de Barranquilla. Apenas lo vieron, lanzaron a los cuatro vientos los
sobrenombres que tanto ratos felices les hicieron pasar durante las largas
horas de entrenamiento.
“Cuando llegué a la Mina, lo
primero que sentí fue una gran decepción. Yo esperaba ver todo montado, pero apenas
habían tumbado unos cuantos árboles.”, dice Fermín. Era la época del descapote.
Mientras armaba y desarmaba las complicadas piezas de la maquinaria, Fermín
lpuana veía cómo surgía poco a poco el complejo minero.
Hoy transita el área montado en
la camioneta Mazda asignada. El radioteléfono emite un ruido fugaz. Y surge la
voz que reporta el daño de un Wabco. Fermín lpuana Epiayú acelera su vehículo.
Una leve llovizna se desprende de los nubarrones que merodean por el cielo
guajiro. La camioneta se detiene al lado del camión gigante que había sido
estacionado al lado de la carretera. Un técnico, parado al lado de una de las
llantas delanteras, hace las revisiones del caso. Fermín lo aborda. Recibe el
diagnóstico. El operador del Wabco mira el horizonte desde la soledad apacible
de su cabina. Fermín lpuana enciende de nuevo su camioneta y se aleja. Es el
octavo reporte del día. Han dejado de caer las gotas de agua.
Crónica publicada en la revista Intercor en sus manos, edición número 3, en mayo de 1992
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