Por John Acosta
Crónica publicada el 7 de noviembre de 1993, en el periódico La Tarde, de Pereira.
El cepillo pasaba una y otra vez. En cada ir y venir dejaba el brillo de los 54 años de experiencia. El resplandor aparecía poco a poco, como un milagro de orfebrería en medio de la rapidez del tiempo. Hasta que parecía un espejo de cuero, por más increíble que sonara.
Venía entonces el golpecito en la suela: lánguido, casi imperceptible. No por falta de ánimo, sino por prudencia. Aparecía enseguida el billete de quinientos pesos. Podría ser de mil. Pero ese era de quinientos.
Y estaba ahí, sonriente. Frente al rostro del embolador. Ningún viento que soplara, por muy fuerte que fuera podría hacer desaparecer de la faz del globo terráqueo la figura seria del general Santander. De ese general. No el de otro billete.
Ese pedazo de papel pesaba, no por su valor nominal (quinientos pesos o pesitos: depen-de), sino por lo que estaba pagando: una embolada. Mejor, casi dos. Porque había que devolver un billete de doscientos pesos como vueltos.
Don Luis Alfonso sacó de su bolsillo dos billetes de cien. Podrían haber sido cuatro monedas de cincuenta: en fin. Entregó los vueltos. Y entonces, le volvió a pasar. Lo de siempre. Desde hacía muchos años.
Vio de nuevo, a través de la revelación de sus recuerdos, al niño descalzo, de pantaloncitos cortos y camisita de tres botones con cinco ojales, que caminaba por las calles de Bucaramanga llevando dos cajitas de madera debajo de su brazo derecho.
Pero no lo vio de mesa en mesa, entre los cerveceros de la refresquerías, preguntándoles «¿le embolo?», casi adivinando la respuesta negativa con el clásico meneo de cabeza. Tampoco lo vio señalándoles los pies a los señores serios que esperaban los buses en los paraderos. Ni lustrando los zapatos a los enamorados desesperados de las esquinas que se hacían embetunar para matar el tiempo mientras llegaba la novia incumplida.
No. Lo vio recibiendo con alegría los tres centavos de la primera embolada del día.
No podía dejar de comparar los trescientos pesos de ahora con los tres centavos de hace 54 años. No tanto por la diferencia numérica, que era enorme. Sino porque las tres monedas de un centavo, en 1939, servían para colaborar con el sostén de una numerosa familia. Y los tres billetes de cien pesos, en noviembre de 1993, eran para sostener un pequeño hogar.
Además, el niño de antes debía caminar calles enteras para rebuscar un cliente casual. El viejo de ahora espera, bajo la sombra de un frondoso palo de mango de la Plaza de Bolívar, en el centro de Pereira, la llegada oportuna de un transeúnte desprevenido.
Profeta en otras tierras
Llegó. Era la sexta lustración del día. El sol se había detenido justo en la mitad del cielo. Sin embargo, no hacía calor. Las ramas de los palos de mango se movían con suavidad armoniosa. Un airecillo torpe, aunque agradable, tropezaba con cualquier ser viviente que encontraba y envolvía a todos los objetos.
Don Luis Alfonso González sacó el cepillo de su caja de embolador. Lo pasó sobre el cuero empolvado de aquellos zapatos finos. Rebuscó entre sus accesorios la caja de betún color café. Untó la escobilla especial. Y empezó a darle lucidez al viejo pellejo de chivo desafortunado.
La señora que fía los tintos se acercó con sus tres termos. «Un pintaíto», pidió don Luis. Ella se lo sirvió en un vaso de plástico. Sacó una pequeña libreta que guardaba en su pecho de mujer precavida. Buscó la página encabezada con el nombre «doM luiz» y agregó a la lista de dinero por pagar «+ 80». Y siguió con sus corotos hacia los otros 22 lustrabotas de la plaza Bolívar.
Don Luis siguió su trabajo con altivez, como siempre, desde sus inicios de embolador orgulloso. Atrás quedaba el niño de seis años que se avergonzaba cuando sus compañeros de segundo de primaria (último año de estudios que hizo) lo veían en la calle con sus dos cajitas de madera debajo de su brazo derecho.
Desde entonces, supo que no debía seguir ejerciendo aquel trabajo escondiéndose de la mirada de sus amiguitos de juego. Cuando cumplió los doce años, en 1945, decidió abandonar a su Bucaramanga del alma.
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Lo hizo en una carrocería de un destartalado camión. Recuerda cuando llegó a Vélez, Santander, con sus tres camisas y sus dos pantalones metidos en una bolsa de harina. Jamás olvidará la intrepidez con que se metió al baño del tren que salía para la lejana y fría Bogotá. Duró una hora de viaje envuelto en la pestilencia de una letrina sin gloria. No pudo soportar más aquella situación. Salió como pudo, sin dejarse ver de nadie, y se metió debajo de la primera silla que encontró. Eran las 10:00 de la mañana.
En medio de la incomodidad de su escondite, el joven Luis Alfonso sintió el ruido de los rieles, los olores del campo. Dormía, despertaba, volvía a dormir. Sentía el crujir incesante de sus tripas hambrientas. El sueño era un narcótico que lo alejaba de las penurias de su estómago agonizante por lo vacío. Y cada despertar era un duro golpe con la realidad que lo circundaba: más que comer, añoraba volver a dormirse porque era lo único que podía hacer contra el hambre que lo humillaba.
Hasta que Dios quiso que en la estación de Zipaquirá se subiera una vendedora de arepas y se sentara justo en la silla donde Luis Alfonso se había tomado el atrevimiento de crear con sigilo su dormitorio provisional. La señora cometió la inocencia más grande de su vida: colocó la bandeja de arepas de queso debajo de la silla. El hambriento y silencioso compañero de viaje tuvo que sacar todas sus reservas de saliva para poner a rodar sus bocados benditos.
Cuando llegó a Bogotá, a las 6:00 de la tarde, Luis Alfonso González supo que no la tenía fácil. Se le acabaron los ahorritos. Sintió en carne propia el frío de la capital del país durante las madrugadas eternas en que dormía en los andenes de los edificios.
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No soportó más. Decidió ir a embolar zapatos a Ibagué. Allá no supo cómo terminó metido «en la vaina del sindicalismo». Fue fiscal de la Central Obrera del Tolima. Un año después se vio caminando por las calles de Pereira, con sus dos cajitas de lustrabotas en el sobaco de su brazo derecho. Su sitio predilecto de trabajo fue el Café La Cita. Aunque también debía rebuscarse en los talleres. Ya para entonces, la «embolada» costaba 15 centavos.
En 1952 empezó a lustrar en la plaza de Bolívar. Por esa época había un vigilante que no los dejaba trabajar tranquilos. «Teníamos que sacar el pase en el Tránsito para poder ejercer», recuerda. Hoy ese “pase” lo otorga la Secretaría de Gobierno.
Política sin barriga
A punta de cepillo logró ser concejal de Santa Rosa en dos períodos. Cuando se creó el municipio de Dosquebradas, don Luis Alfonso González logró ocupar una curul en el ayuntamiento de la naciente ciudad.
Y a punta de brillar zapatos ajenos en la plaza de Bolívar, de Pereira, don Luis Alfonso levantó poco a poco, pieza por pieza, su casa en el barrio Kennedy de esa ciudad.
«Yo he hecho política, pero no de barriga», dice. Y esa actitud de humildad, le ha granjeado el respeto de sus compañeros de trabajo. Cuando se estuvo indagando en la plaza por un embolador cualquiera para realizar esta crónica, todos los lustrabotas lo miraron a él. «Bueno, tocará», aceptó don Luis en ese momento.
El sol ha avanzado un poco. Un nubarrón solitario e impertinente trata de quebrantar la altivez del rey de los astros. Un vendedor de loterías se acerca a los clientes de los emboladores para ofrecerles el número ganador. Perdió el viaje.
Simón Bolívar sigue soportando su desnudez pública, a la que lo sometió la fértil imagi-nación del escultor antioqueño Rodrigo Arenas. Y don Luis Alfonso espera paciente la octava «embolada» del día. Vendrá. Está seguro. Será una buena jornada. Aspira hacer¬ las quince lustraciones de una buena temporada. Dios quiera.
Crónica publicada el 7 de noviembre de 1993, en el periódico La Tarde, de Pereira.
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