Luis Miguel Acosta Acosta, el Tone |
Fuimos cómplices en la corta
vida que conllevamos, siendo yo un niño y él, un anciano ya. En las mañanitas,
le llevaba el cepillo dental con su porción de crema aplicada, el jarro de agua
y la ponchera de peltre; entonces, él se sentaba en su hamaca, se ponía la
ponchera en los muslos de sus piernas, tomaba el cepillo con la mano derecha y
el jarro con la izquierda. Y se lavaba los dientes ahí, en medio de la penumbra
del aposento que compartíamos todos, iluminados apenas por la luz del sol
naciente que se colaba entre las soleras y las hendijas de la ventana de la
calle y la puerta del patio: ambas cerradas todavía.
Nunca lo vi caminar por sí mismo. Tampoco usó muletas ni sillas de rueda. Se desplazaba dentro de la casa, apoyándose en las paredes y en un bastón eterno, hecho del árbol más poderoso de la región porque nunca se quebró, ni siquiera cuando lo usaba como misil de castigo para defenderse de las impertinencias infantiles de sus nietos burlones. Solo tenía tres puestos frecuentes, que se hicieron inmortales en la memoria de sus descendientes: en las mañanas, se sentaba en un taburete de cuero, recostado en la pared de afuera, al lado de la puerta que de la sala conduce al patio trasero; en las tardes, se recostaba en el mismo asiento, pero al lado de la puerta que da a la calle; en ambos casos, buscaba la sombra de la pared. En esos dos sitios, hacía su vida social y familiar, hasta que la salud se lo permitió y terminó confinado en su catre, que le cambiaron por la hamaca, su tercera zona de estadía diaria. Tanto el catre como la hamaca estaban allá en el aposento, donde él fue deteriorándose poco a poco hasta la madrugada de su muerte, el 13 de julio de 1977, a los 65 años. Yo tenía 12 años y experimenté, por primera vez en mi vida y en carne propia, lo que era la orfandad y soledad, pues mi abuelo y yo nos habíamos hecho cómplice.
Cuando mi abuelo terminaba de
cepillarse los dientes, yo iba a botar al fondo del patio trasero el agua
servida en la ponchera y guardaba el pote y el cepillo de dientes. Eran oficios
de niños que me turnaba feliz con la vieja Aba (Aura Elisa), mi abuela: su
esposa. A veces, lo llevaba a defecar al fondo del patio, debajo del palo de
Acacio, donde antes quedaba el chiquero de los puercos, al lado de lo que era
el corral de las vacas, a la orilla del monte que colinda con el río: de un
lado, él se apoyaba de su fiel bastón; y del otro, se apoyaba de mí, mientras
avanzaba lentamente hacia el palo. Fuimos tres nietos que nos criamos juntos
con él en esa época: Beto (Nolberto), Álex (ambos, hijos de tía Ñuñe) y yo.
Beto, que era el mayor, se había ido a estudiar el bachillerato a Codazzi; Álex
lo había reemplazado en los oficios de Fundación, la muy querida parcela
familiar; y yo ayudaba a la vieja Aba en los oficios de la casa, como hacer los
mandados a la tienda, ir a buscar agua: el más fascinante para mí, sin duda, era el de atender al
abuelo.
El verso del primo Rubén Darío
En vacaciones, llegaban a La Junta, nuestro pueblo del alma, la romería de primos, los otros nietos del
abuelo, hijos de mis tíos que se habían ido a vivir a Codazzi. Y el abuelo era
feliz, mamándonos gallo a todos, con sus versos de cuatro palabras:
Como dice John Javier,
un niño que vive en La Junta.
Él está aburrido de
comer
todos los días queso
con yuca
Y soltaba la carcajada, mientras el ofendido
le gritaba a la abuela a todo pulmón: “¡Mamá, venga a ver a papá, vea!”, en
tono acusatorio. Y ella le reprochaba al abuelo desde la cocina: “¡Vee, Luis
Miguel, dejá al muchacho tranquilo!”. Y le remataba con la frase hiriente:
“¡Andá, pue: ahora, después de viejo, se le ha dao por volver a ser niño!”.
Precisamente, Rubén Darío (hijo
de tía Ñuñe), que estaba pasando vacaciones en La Junta, se levantó en una
mañana juntera y apareció en el patio con su cepillo de dientes en una mano y
el vaso de agua en la otra, dispuesto a lavarse la boca en la mitad del patio,
donde lo hacíamos todos. Mi abuelo estaba desayunando recostado en su asiento,
al lado de la puerta del patio y aprovechó el papayaso que le dio mi primo
Rubén: le lanzó uno de sus improvisados y certeros versos. Iracundo con el
golpe, mi primo Rubén Darío inventó un memorable verso de respuesta, que hizo
desmigajar de la risa al abuelo:
Como dice Luis Miguel,
que se encuentra
desayunando.
Y de aquí a un rato lo
ven
debajo del palo cagando
Mi abuela, que estaba en la cocina de barro, festejó a escondidas, como siempre, la ocurrencia de su nieto, pero salió al patio y le abrió los ojos a Rubén Darío, que era su forma de reprochar una mala conducta. Cada vez que nosotros acudíamos a ella, aburridos por la verseadera del abuelo en contra nuestra, ella nos defendía. De manera que era justo que esta vez se inviertan los papeles: mi abuela salió a defender a mi abuelo ante la impertinencia de uno de sus nietos.
La procedencia de los Acosta Mendoza
en La Junta
Isabel Dolores (Chave) y Alejandro Antonio (Nunche), dos de los hermanos de mi abuelo |
José Antonio Acosta se emparentó
con Carmen González (conocida como Mamá Carmita, una mujer de cabellera larga,
que se hizo famosa por sus trenzas). De esa unión nacieron Miguel Ángel,
Jenara, Eleuteria, Félix, Cesarina, José de Jesús (Chuchú) y Tomasa Acosta
González. Miguel Ángel se emparentó con su prima Isabel María, hija de su tío José
Antonio. De esta unión nacieron mi abuelo y sus hermanos.
Por su parte, José Dolores Acosta se emparentó con Isabel Maestre. De esa unión nacieron Isabel María
(quien fue la madre de mi abuelo, pues, como expliqué arriba, se emparentó con
Miguel Ángel, hijo de su tío José Antonio), Emiliano, Demetrio, José Dolores y
Pedro Acosta Maestre.
De otro lado, Félix Acosta
González (hermano del papá de mi abuelo; es decir, tío de mi abuelo) se
emparentó con Antonia Martínez. De esa unión, nacieron Leticia, Elvira, Felicia,
Rafael y María Francisca Acosta Martínez. Esta última, María Francisca Acosta
Martínez fue la madre de mi abuela, ya que se emparentó con Ángel Mendoza
Mendoza: formaron su hogar en La Peña, población siamesa de La Junta. De la
unión de María Francisca y Ángel nacieron Cristóbal Antonio, Aura Elisa (mi
abuela), Ángel Segundo, Celia Sofía y Antonia Felicia Mendoza Acosta.
Entonces, Luis Miguel Acosta
Acosta (mi abuelo) y Aura Elisa Mendoza Acosta (mi abuela, nieta de un tío de
mi abuelo) formaron su propia y numerosa familia.
El Tone y Aba
Las cinco hijas del abuelo, mis tías. A la izquierda: Tey (de verde), Ñuñe y Vila (en el centro, qepd) y Mary (de azul claro). A la derecha: Carmen (qepd) |
“La iglesia fue una obra de
todos. En las noches, alumbrados con mechones y lámparas de petróleo, los
junteros se iban a escarbar la tierra en busca del barro para las paredes de su
ermita. Las mujeres lo acarreaban en vasijas de peltre cargadas en la cabeza y
los hombres adultos, en parihuelas. Los sobrevivientes de aquellos tiempos
gloriosos aún recuerdan la fatídica noche en que Rudecindo, un joven de 20
años, cayó fulminado por un ataque cardíaco, en el momento en que alzaba una
olla repleta de barro. El día de la inauguración de la iglesia sucedió lo
inevitable: al obispo de Valledupar de la época, Manuel Antonio Dávila, le tocó
casar a más de diez parejas, cuyos hijos adolescentes habían ayudado a
construir la iglesia.”, escribí en julio de 1995.
Los siete hijos del abuelo, mis tíos. Arriba: Jorge (izquierda), Néstor (centro: qepd) y Jose (derecha. Abajo: Migue (izquierda: qepd), Chide (de bigote, mi papá: qepd), Fano e Ito (izquierda) |
Trabajador empedernido y
nobleza en pasta
El Tone había sido un hombre
fuerte. Esa fortaleza la canalizó trabajando duro en Fundación (Funda), la
parcela de la familia. Trajinó bastante: hacía cercas con madrinas cortadas por
él mismo, cultivaba la tierra él, recogía la cosecha, ordeñaba. Nunca se le arrugó al fuerte sol de los intensos veranos junteros, ni se le amilanó a la lluvia. Y en la noche se dedicaba a su
otra pasión: hacer zapatos. En mi niñez intrépida, me subía a la troja (era
como mi casa del árbol, solo que fue construida dentro de otra casa, no en un
árbol) que estaba en el cuarto del patio, al lado de la cocina. Y, entre los
corotos viejos regados por la troja, encontraba los moldes de madera que el
abuelo usó para fabricar sus zapatos: había de todos los tamaños, desde para
niños hasta para adultos gigantes.
Todo ese desgaste de energía
del abuelo, desde su juventud, se fue acumulando y le fue dando una especie de
reumatismo que terminó por postrarlo a un asiento de cuero. De ahí para acá es
lo que alcanza mi memoria de él. Sus hijos (mis tíos) sí recuerdan lo
trabajador que fue el padre y la nobleza y pulcritud que lo caracterizaron. En
La Junta lo apreciaban mucho y siempre lo buscaban de padrino: tuvo muchos
ahijados.
“Parecía una hormiguita
trabajando”, recuerda tío Fano. “Cuando yo llegaba de vacaciones al pueblo, a
mi papá se le salían las lágrimas porque él no tenía qué darme”, me dijo tío
Fano entre sollozos. “Fue un hombre muy sencillo. Nunca lo vi fumando, ni
bebiendo. Era muy noble: se le notaba a leguas su calidad humana”, me dijo
Jorge Zedán (que en paz descanse: no alcanzó a leer este reportaje que preparo
desde hace varios meses), esposo de tía Vila (que en paz descanse también).
“Nunca le escuché una mala palabra: él no insultaba cuando iba a castigar”, me
dijo tía Vila unos meses atrás.
Solos, con tres nietos y tío
Ito
Aba y el Tone |
También fuimos llegando tres
de sus nietos a vivir con ellos, a aprender de ellos, a ser felices con ellos:
Beto, Álex y yo. Y aunque Beto se fue a estudiar el bachillerato a Codazzi,
llegaba en todas las vacaciones. Tío Ito prefería que fuera Álex (y no yo) el
que llegara a amanecer con él a Fundación (Funda), pues, según él, yo no servía
para las labores del campo: “ese John solo sirve para estudiar”, decía tío Ito.
Esa excusa me sirvió para compenetrarme con el Tone, mi abuelo. “Chicho, asómate
para ver si está lloviendo en Funda”, me decía mi abuelo, desde su asiento con su acento español
(heredado de sus abuelo y tíos-abuelos), cuando en La Junta caía un fuerte
aguacero; entonces, yo medio abría la puerta del aposento y miraba hacia
arriba, por el Cerro’e Mecho y todo se veía blanco; es decir, no se veía nada. “Sí,
está lloviendo. Y duro”, le respondía yo. Él se ponía feliz; en la mañana,
esperaba a que Álex llegara de Funda montado en el burro, con la leche y la
yuca, para que él le confirmara el prodigio del diluvio de ayer. “Aufff, cayó agua
en pila”, le decía Álex, mientras se bajaba del burro.
Chicho y chicha son diminutivos
de los diminutivos muchachito y muchachita: son la máxima expresión de ternura
y cariño con que en La Junta de antes se dirigían a los niños.
Los tres nietos que criaron Aba y el Tone: Álex Alfonso (izquierda), John Javier (centro) y Nolberto (Beto, derecha) |
Precisamente, uno de los
remordimientos que cargo en mi vida nace cuando fui, de niño, a conocer el mar
en una excusión de la escuela a Santa Marta, en 1976. A mi regreso a La Junta,
le traje regalo a todos en la casa, menos a mi abuelo; incluso, le llevé a Cully, la muchacha que mi tío Jorge había llevado de Codazzi para que le ayudara a mi abuela en la crianza de Sandra, la hija mayor de tío Jorge, que él llevó bebé a La Junta para que el clima pueblerino le quitara lo enfermiza que había nacido. Solo hasta que llegué al pueblo con las manos vacías para el abuelo, me
di cuenta de lo mucho que eso me dolió. Yo tenía 11 años. Me puse a comprarle
detalles a todos y no me alcanzó el dinero para el abuelo. Nunca me he podido perdonar
eso: sobre todo, el pensar lo mucho que tuvo que dolerle eso a él en silencio, pues
jamás me lo reprochó.
Epílogo: y la muerte se lo llevó
Los dos medicamentos que me
aprendí de niño, nunca los he olvidado: el antihipertensivo Aldomet y el anti
estreñimiento Agarol. Fueron los que siempre tomó el abuelo. A pesar de eso, su
salud se fue deteriorando poco a poco. En esas vacaciones de mitad de año de
1977, recuerdo que yo me ponía a colorear en la sala, durante el día, las
imágenes que traía el libro de dibujos; entonces, la vieja Aba, mi abuela, corría
con ira la cortina de la puerta del aposento y me susurraba (para que el abuelo
enfermo no escuchara, allá al otro lado de la pared) el regaño que la
atormentaba: “Es que usted no tiene sentimientos, carajo: su abuelo, agonizando
en el aposento y usted coloreando aquí al lado, como si nada”, me decía. “¡Guarde
esa vaina!”, remataba, con sus enormes ojos acusadores.
Y murió el abuelo en esas vacaciones:
en la madrugada del 13 de julio de 1977. Yo dormía en el cuarto del patio, donde
está la troja, el de al lado de la cocina. Aprovechaba las vacaciones, cuando venían
los primos de Codazzi, y nos íbamos a dormir en ese lugar. En esa oportunidad,
estaba el mayor de mis primos, Tato (Eduardo, el hijo mayor de tía Vila). Y
despertamos con los requiebros adoloridos de mi abuela desconsolada.
que grande profe! excelente lectura
ResponderBorrarGracias, mi estimado Jesús
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