24 ago 2021

El Tone: recuerdos de mi complicidad con el abuelo

Luis Miguel Acosta Acosta, el Tone
Por John Acosta

Fuimos cómplices en la corta vida que conllevamos, siendo yo un niño y él, un anciano ya. En las mañanitas, le llevaba el cepillo dental con su porción de crema aplicada, el jarro de agua y la ponchera de peltre; entonces, él se sentaba en su hamaca, se ponía la ponchera en los muslos de sus piernas, tomaba el cepillo con la mano derecha y el jarro con la izquierda. Y se lavaba los dientes ahí, en medio de la penumbra del aposento que compartíamos todos, iluminados apenas por la luz del sol naciente que se colaba entre las soleras y las hendijas de la ventana de la calle y la puerta del patio: ambas cerradas todavía.

Nunca lo vi caminar por sí mismo. Tampoco usó muletas ni sillas de rueda. Se desplazaba dentro de la casa, apoyándose en las paredes y en un bastón eterno, hecho del árbol más poderoso de la región porque nunca se quebró, ni siquiera cuando lo usaba como misil de castigo para defenderse de las impertinencias infantiles de sus nietos burlones. Solo tenía tres puestos frecuentes, que se hicieron inmortales en la memoria de sus descendientes: en las mañanas, se sentaba en un taburete de cuero, recostado en la pared de afuera, al lado de la puerta que de la sala conduce al patio trasero; en las tardes, se recostaba en el mismo asiento, pero al lado de la puerta que da a la calle; en ambos casos, buscaba la sombra de la pared. En esos dos sitios, hacía su vida social y familiar, hasta que la salud se lo permitió y terminó confinado en su catre, que le cambiaron por la hamaca, su tercera zona de estadía diaria. Tanto el catre como la hamaca estaban allá en el aposento, donde él fue deteriorándose poco a poco hasta la madrugada de su muerte, el 13 de julio de 1977, a los 65 años. Yo tenía 12 años y experimenté, por primera vez en mi vida y en carne propia, lo que era la orfandad y soledad, pues mi abuelo y yo nos habíamos hecho cómplice.

Cuando mi abuelo terminaba de cepillarse los dientes, yo iba a botar al fondo del patio trasero el agua servida en la ponchera y guardaba el pote y el cepillo de dientes. Eran oficios de niños que me turnaba feliz con la vieja Aba (Aura Elisa), mi abuela: su esposa. A veces, lo llevaba a defecar al fondo del patio, debajo del palo de Acacio, donde antes quedaba el chiquero de los puercos, al lado de lo que era el corral de las vacas, a la orilla del monte que colinda con el río: de un lado, él se apoyaba de su fiel bastón; y del otro, se apoyaba de mí, mientras avanzaba lentamente hacia el palo. Fuimos tres nietos que nos criamos juntos con él en esa época: Beto (Nolberto), Álex (ambos, hijos de tía Ñuñe) y yo. Beto, que era el mayor, se había ido a estudiar el bachillerato a Codazzi; Álex lo había reemplazado en los oficios de Fundación, la muy querida parcela familiar; y yo ayudaba a la vieja Aba en los oficios de la casa, como hacer los mandados a la tienda, ir a buscar agua: el más fascinante para mí, sin duda, era el de atender al abuelo.

El verso del primo Rubén Darío

En vacaciones, llegaban a La Junta, nuestro pueblo del alma, la romería de primos, los otros nietos del abuelo, hijos de mis tíos que se habían ido a vivir a Codazzi. Y el abuelo era feliz, mamándonos gallo a todos, con sus versos de cuatro palabras:

Como dice John Javier,

un niño que vive en La Junta.

Él está aburrido de comer

todos los días queso con yuca

Y soltaba la carcajada, mientras el ofendido le gritaba a la abuela a todo pulmón: “¡Mamá, venga a ver a papá, vea!”, en tono acusatorio. Y ella le reprochaba al abuelo desde la cocina: “¡Vee, Luis Miguel, dejá al muchacho tranquilo!”. Y le remataba con la frase hiriente: “¡Andá, pue: ahora, después de viejo, se le ha dao por volver a ser niño!”.

Precisamente, Rubén Darío (hijo de tía Ñuñe), que estaba pasando vacaciones en La Junta, se levantó en una mañana juntera y apareció en el patio con su cepillo de dientes en una mano y el vaso de agua en la otra, dispuesto a lavarse la boca en la mitad del patio, donde lo hacíamos todos. Mi abuelo estaba desayunando recostado en su asiento, al lado de la puerta del patio y aprovechó el papayaso que le dio mi primo Rubén: le lanzó uno de sus improvisados y certeros versos. Iracundo con el golpe, mi primo Rubén Darío inventó un memorable verso de respuesta, que hizo desmigajar de la risa al abuelo:

Como dice Luis Miguel,

que se encuentra desayunando.

Y de aquí a un rato lo ven

debajo del palo cagando

Mi abuela, que estaba en la cocina de barro, festejó a escondidas, como siempre, la ocurrencia de su nieto, pero salió al patio y le abrió los ojos a Rubén Darío, que era su forma de reprochar una mala conducta. Cada vez que nosotros acudíamos a ella, aburridos por la verseadera del abuelo en contra nuestra, ella nos defendía. De manera que era justo que esta vez se inviertan los papeles: mi abuela salió a defender a mi abuelo ante la impertinencia de uno de sus nietos.

La procedencia de los Acosta Mendoza en La Junta

Isabel Dolores (Chave) y Alejandro Antonio (Nunche),
dos de los hermanos de mi abuelo
Luis Miguel Acosta Acosta, el abuelo, había nacido en La Junta el 19 de agosto de 1912. Era el quinto de siete hermanos de padre y madre, en su orden de nacimiento: Guillermo, José Nicolás, Isabel Dolores, Carmen Isabel, Luis Miguel, Miguel Ángel y Alejandro Antonio Acosta Acosta. Sus padres eran Miguel Ángel Acosta e Isabel María Acosta, dos primos hermanos descendientes de los tres españoles que habían fundado a la población de La Junta en el siglo XVIII, alrededor de 1700. Fueron ellos doña Isabel Acosta (conocida como Mamá Niña, rica hacendada de la región), José Dolores Acosta  y José Antonio Acosta (abuelo de mi abuelo y bisabuelo de mi abuela).

José Antonio Acosta se emparentó con Carmen González (conocida como Mamá Carmita, una mujer de cabellera larga, que se hizo famosa por sus trenzas). De esa unión nacieron Miguel Ángel, Jenara, Eleuteria, Félix, Cesarina, José de Jesús (Chuchú) y Tomasa Acosta González. Miguel Ángel se emparentó con su prima Isabel María, hija de su tío José Antonio. De esta unión nacieron mi abuelo y sus hermanos.

Por su parte, José Dolores Acosta se emparentó con Isabel Maestre. De esa unión nacieron Isabel María (quien fue la madre de mi abuelo, pues, como expliqué arriba, se emparentó con Miguel Ángel, hijo de su tío José Antonio), Emiliano, Demetrio, José Dolores y Pedro Acosta Maestre.

De otro lado, Félix Acosta González (hermano del papá de mi abuelo; es decir, tío de mi abuelo) se emparentó con Antonia Martínez. De esa unión, nacieron Leticia, Elvira, Felicia, Rafael y María Francisca Acosta Martínez. Esta última, María Francisca Acosta Martínez fue la madre de mi abuela, ya que se emparentó con Ángel Mendoza Mendoza: formaron su hogar en La Peña, población siamesa de La Junta. De la unión de María Francisca y Ángel nacieron Cristóbal Antonio, Aura Elisa (mi abuela), Ángel Segundo, Celia Sofía y Antonia Felicia Mendoza Acosta.

Entonces, Luis Miguel Acosta Acosta (mi abuelo) y Aura Elisa Mendoza Acosta (mi abuela, nieta de un tío de mi abuelo) formaron su propia y numerosa familia.

El Tone y Aba

Las cinco hijas del abuelo, mis tías. A la izquierda:
Tey (de verde), Ñuñe y Vila (en el centro, qepd) y
Mary (de azul claro). A la derecha: Carmen (qepd)
Entre La Junta y La Peña (y las idas a Fundación –Funda-, la parcela familiar) mi abuelo fue cortejando a su pariente cercana, Aba (como era conocida Aura Elisa). Muy a la usanza de la época, Tone (como era conocido mi abuelo: se cree que así lo mimaba la vieja Isabel María, su madre) se sacó a Aba (de La Peña) y se la llevó a vivir a La Junta. No había forma de casarse porque todavía no había iglesia en La Junta; incluso, las mujeres debían conformarse con hacerle a San Antonio de Padua, el patrono del pueblo, hermosos altares de frutas en la casa de la dueña, Zoila Rosa Cataño de Sierra, todos los 11 de junio. Y en la tarde de ese día, lo sacaban a pasear por las calles sin formas del naciente caserío: la procesión la presidía doña Zoila con su San Antonio en las manos. Hasta que Rosa Elvira Sierra, nieta de doña Zoila, inició, a mediados de los años 30, su campaña para construir la iglesia.

“La iglesia fue una obra de todos. En las noches, alumbrados con mechones y lámparas de petróleo, los junteros se iban a escarbar la tierra en busca del barro para las paredes de su ermita. Las mujeres lo acarreaban en vasijas de peltre cargadas en la cabeza y los hombres adultos, en parihuelas. Los sobrevivientes de aquellos tiempos gloriosos aún recuerdan la fatídica noche en que Rudecindo, un joven de 20 años, cayó fulminado por un ataque cardíaco, en el momento en que alzaba una olla repleta de barro. El día de la inauguración de la iglesia sucedió lo inevitable: al obispo de Valledupar de la época, Manuel Antonio Dávila, le tocó casar a más de diez parejas, cuyos hijos adolescentes habían ayudado a construir la iglesia.”, escribí en julio de 1995.

Los siete hijos del abuelo, mis tíos. Arriba:
Jorge (izquierda), Néstor (centro: qepd) y
Jose (derecha. Abajo: Migue (izquierda: qepd),
Chide (de bigote, mi papá: qepd), Fano
e Ito (izquierda)
Entre las parejas que se casaron ese día, estaban mi abuelo Tone y mi abuela Aba. Tuvieron 12 hijos: La mayor era tía Vila (Elvira Mercedes, nacida en 1937), seguida por tía Ñuñe (María Nurys, nacida en 1938). Tío Migue (Miguel Luis, nacido en 1941) era el mayor de los varones: después de él nacieron tío Néstor (Néstor Emilio, en 1942), Chide(Alcides de Jesús, mi papá, en 1944), tío Fano (Afranio José, en 1946), tío Ito(Manuel Nicolás, en 1948), tío Jose (José Elías, en 1949), las mellas tía Mary (María Elisa) y tía Tey (María Esther), en 1952. Y al año siguiente, nacieron los menores, los también mellos tío Jorge (Jorge Félix) y tía Carmen (Carmen Rosa), en 1953.

Trabajador empedernido y nobleza en pasta

El Tone había sido un hombre fuerte. Esa fortaleza la canalizó trabajando duro en Fundación (Funda), la parcela de la familia. Trajinó bastante: hacía cercas con madrinas cortadas por él mismo, cultivaba la tierra él, recogía la cosecha, ordeñaba. Nunca se le arrugó al fuerte sol de los intensos veranos junteros, ni se le amilanó a la lluvia. Y en la noche se dedicaba a su otra pasión: hacer zapatos. En mi niñez intrépida, me subía a la troja (era como mi casa del árbol, solo que fue construida dentro de otra casa, no en un árbol) que estaba en el cuarto del patio, al lado de la cocina. Y, entre los corotos viejos regados por la troja, encontraba los moldes de madera que el abuelo usó para fabricar sus zapatos: había de todos los tamaños, desde para niños hasta para adultos gigantes.

Todo ese desgaste de energía del abuelo, desde su juventud, se fue acumulando y le fue dando una especie de reumatismo que terminó por postrarlo a un asiento de cuero. De ahí para acá es lo que alcanza mi memoria de él. Sus hijos (mis tíos) sí recuerdan lo trabajador que fue el padre y la nobleza y pulcritud que lo caracterizaron. En La Junta lo apreciaban mucho y siempre lo buscaban de padrino: tuvo muchos ahijados.

“Parecía una hormiguita trabajando”, recuerda tío Fano. “Cuando yo llegaba de vacaciones al pueblo, a mi papá se le salían las lágrimas porque él no tenía qué darme”, me dijo tío Fano entre sollozos. “Fue un hombre muy sencillo. Nunca lo vi fumando, ni bebiendo. Era muy noble: se le notaba a leguas su calidad humana”, me dijo Jorge Zedán (que en paz descanse: no alcanzó a leer este reportaje que preparo desde hace varios meses), esposo de tía Vila (que en paz descanse también). “Nunca le escuché una mala palabra: él no insultaba cuando iba a castigar”, me dijo tía Vila unos meses atrás.

Solos, con tres nietos y tío Ito

Aba y el Tone
José Nicolás, hermano de mi abuelo, decidió mudarse con su familia de La Junta para la próspera población de Codazzi, en 1957. Y se llevó con él a las dos hijas mayores de mi abuelo: tía Vila y tía Ñuñe. Una vez casadas ellas, se llevaron a sus hermanos siguientes: tío Migue y tío Néstor. Ellos se llevaron a Chide, mi papá. Tía Vila se lleva, después, a tío Jose y, con tía Ñuñe, se llevan también a las mellas tía Mary y tía Tey. Tía Carmen, mella con tío Jorge, es llevada a Codazzi cuando termina su primaria en La Junta. Tío Jorge emigra hacia la población de La Paz, donde un pariente juntero tenía un almacén. Y tío Fano estudiaba su carrera en el interior del país. El único que se quedó con el Tone y Aba fue tío Ito, que se puso a atender a Fundación (Funda).

También fuimos llegando tres de sus nietos a vivir con ellos, a aprender de ellos, a ser felices con ellos: Beto, Álex y yo. Y aunque Beto se fue a estudiar el bachillerato a Codazzi, llegaba en todas las vacaciones. Tío Ito prefería que fuera Álex (y no yo) el que llegara a amanecer con él a Fundación (Funda), pues, según él, yo no servía para las labores del campo: “ese John solo sirve para estudiar”, decía tío Ito. Esa excusa me sirvió para compenetrarme con el Tone, mi abuelo. Chicho, asómate para ver si está lloviendo en Funda”, me decía mi abuelo, desde su asiento con su acento español (heredado de sus abuelo y tíos-abuelos), cuando en La Junta caía un fuerte aguacero; entonces, yo medio abría la puerta del aposento y miraba hacia arriba, por el Cerro’e Mecho y todo se veía blanco; es decir, no se veía nada. “Sí, está lloviendo. Y duro”, le respondía yo. Él se ponía feliz; en la mañana, esperaba a que Álex llegara de Funda montado en el burro, con la leche y la yuca, para que él le confirmara el prodigio del diluvio de ayer. “Aufff, cayó agua en pila”, le decía Álex, mientras se bajaba del burro.

Chicho y chicha son diminutivos de los diminutivos muchachito y muchachita: son la máxima expresión de ternura y cariño con que en La Junta de antes se dirigían a los niños.

Los tres nietos que criaron Aba y el Tone:
Álex Alfonso (izquierda), John Javier (centro)
y Nolberto (Beto, derecha)
“Ven acá, chicho”, me decía mi abuelo Tone, al tiempo que se metía la mano derecha en uno de los bolsillos del pantalón. Y sacaba un billete arrugado de un peso o de a dos pesos: me lo daba. “Toma, chicho, para que te compres algo en recreo, allá en la escuela”, me decía. Era su forma de agradecerme mis atenciones hacia él: se llevaba el dedo índice a la boca, en señal de silencio, como para que fuera un secreto entre nosotros dos. Para que no lo supiera ni mi abuela, ni mis primos, ni tío Ito. Le cumplí porque solo hasta ahora, más de 40 años después, es que lo revelo. La importancia de ese billetico que me daba mi abuelo se acrecienta porque ese era el producto del ahorro que él hacía con lo que sus hijos (mis tíos y tías) le daban cuando ellos visitaban a La Junta.

Precisamente, uno de los remordimientos que cargo en mi vida nace cuando fui, de niño, a conocer el mar en una excusión de la escuela a Santa Marta, en 1976. A mi regreso a La Junta, le traje regalo a todos en la casa, menos a mi abuelo; incluso, le llevé a Cully, la muchacha que mi tío Jorge había llevado de Codazzi para que le ayudara a mi abuela en la crianza de Sandra, la hija mayor de tío Jorge, que él llevó bebé a La Junta para que el clima pueblerino le quitara lo enfermiza que había nacido. Solo hasta que llegué al pueblo con las manos vacías para el abuelo, me di cuenta de lo mucho que eso me dolió. Yo tenía 11 años. Me puse a comprarle detalles a todos y no me alcanzó el dinero para el abuelo. Nunca me he podido perdonar eso: sobre todo, el pensar lo mucho que tuvo que dolerle eso a él en silencio, pues jamás me lo reprochó.

Epílogo: y la muerte se lo llevó

Los dos medicamentos que me aprendí de niño, nunca los he olvidado: el antihipertensivo Aldomet y el anti estreñimiento Agarol. Fueron los que siempre tomó el abuelo. A pesar de eso, su salud se fue deteriorando poco a poco. En esas vacaciones de mitad de año de 1977, recuerdo que yo me ponía a colorear en la sala, durante el día, las imágenes que traía el libro de dibujos; entonces, la vieja Aba, mi abuela, corría con ira la cortina de la puerta del aposento y me susurraba (para que el abuelo enfermo no escuchara, allá al otro lado de la pared) el regaño que la atormentaba: “Es que usted no tiene sentimientos, carajo: su abuelo, agonizando en el aposento y usted coloreando aquí al lado, como si nada”, me decía. “¡Guarde esa vaina!”, remataba, con sus enormes ojos acusadores.

Y murió el abuelo en esas vacaciones: en la madrugada del 13 de julio de 1977. Yo dormía en el cuarto del patio, donde está la troja, el de al lado de la cocina. Aprovechaba las vacaciones, cuando venían los primos de Codazzi, y nos íbamos a dormir en ese lugar. En esa oportunidad, estaba el mayor de mis primos, Tato (Eduardo, el hijo mayor de tía Vila). Y despertamos con los requiebros adoloridos de mi abuela desconsolada.

2 comentarios:

Muchas gracias por su amable lectura; por favor, denos su opinión sobre el texto que acaba de leer. Muy amable de su parte