25 abr 2014

Un cuento para Ángela, en su cumpleaños

Escuela Rural de Varones de La Junta, donde estudió Javier
Por John Acosta

Fotos: Fabián Acosta

Bien temprano, en la mañana, Javier supo que ya no podía postergar la decisión de sentarse a escribir de una buena vez el relato que había prometido sobre unos amores infantiles nunca expresados, que le revolvieron los cimientos de su alma de niño. Se dio cuenta ahí, sentado al borde su cama matrimonial, al encender su celular y consultar los mensajes de textos que entraron uno tras otro, como si hubiese estado esperando en el espacio virtual que le abrieran las puertas digitales de su mundo inmediato. Lo primero que revisó fue el  grupo Junteros WhatsAppeando y, entonces, lo vio: la hermosa niña que le movió hasta las entrañas más íntimas de su espiritualidad atormentada en su infancia precoz, unas  décadas atrás, estaba cumpliendo años ese día. Todos los paisanos pueblerinos, desde los rincones más remotos del planeta, la estaban felicitando. Javier se contuvo de hacerlo para sorprenderla más tarde con el escrito ofrecido unos tres años antes. (Click aquí para leer más sobre el grupo Junteros WhatsAppeando)

El río donde se bañaban Javier y Ángela, cuando niños
Se levantó con el cuidado de siempre para no despertar a su mujer, se bañó cada parte de su cuerpo, tratando de hilvanar los recuerdos sueltos de esos momentos felices que vivió todos los días en el hogar de sus abuelos. Se vistió en la penumbra de su cuarto, alumbrado apenas con la poquita claridad que se colaba por la puerta entreabierta del baño, en donde él había dejado la luz encendida para no importunarle el sueño a su mujer al prender la del cuarto. “¿Qué horas es?”, le preguntó la mujer, con la voz ronca por la despertada reciente. Javier consultó el celular: “Faltan veinte para las seis”, dijo. Aprovechó la oportunidad para volver a ingresar al grupo que sus paisanos de La Junta habían creado en WhatsApp y vio la enorme cantidad de mensajes de felicitaciones y tarjetas virtuales que todos le enviaban a Ángela. Se la imaginó en su casa, a cinco horas de distancia en carro, preparando el desayuno a sus hijos para que fueran alimentados a sus estudios, mientras leía y respondía feliz los comentarios que le escribían.

Ambos habían sido criados en La Junta, el pueblo del alma, levantado por españoles ganaderos sobre lomas y sabanas en las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta, por los lados de la Provincia de Padilla, a mediados del siglo XVIII. La casa de los padres de Ángela quedaba un poco más abajo en la misma calle en donde quedaba la casa de los abuelos de Javier. Todos los días que él iba o regresaba de la Escuela Rural de Varones de La Junta, la buscaba desesperado con su mirada ansiosa, desde el pedregal de la calle destapada, por entre los ventanales y la puerta abierta de la casa de ella. Casi siempre, era una búsqueda infructífera, pues, seguramente, ella ya se había ido o ya había regresado de su Escuela Rural para Niñas.

Una vez, Javier venía subiendo la loma en cuya cúspide estaba la casa de Ángela. A su lado, caminaba Alfonso, su primo hermano de sangre y su hermano de crianza: habían nacido en pueblos distintos el mismo mes del mismo año, con solo seis días de diferencia y los padres de ambos los llevaron bebés a donde la misma abuela para que terminara de criarlos allá en La Junta: vivieron como gemelos hasta que el destino se encargó de separarlos para que cada uno labrara su vida en lugares diferentes.

Paisaje cotidiano de La Junta
Esa tarde, venían de la escuela, cada quien con su mochilita de tela terciada al hombro y cosida por la abuela para que llevaran sus útiles escolares. Desde que empezó a subir la loma, Javier alcanzó a divisar a Ángela sentada en un taburete de cuero, recostado en una de las paredes de la terraza de su casa. Al pequeño  Javier empezó a latirle violentamente el corazón en la inocencia de su pechito enamorado, cuando descubrió que Ángela los miraba fijamente. Era tanta la turbulencia de su felicidad, que no alcanzó a percibir la cara de ira que tenía su pequeña amada. Ella se puso de pie y avanzó hacia la mitad de la calle, a medida que los dos niños se acercaban. Por cada paso que daba Ángela, se aceleraba más el corazoncito de Javier. Entonces, ella se les plantó resuelta al frente, levantó su mano derecha y le dio severa cachetada a Alfonso. “Para que aprenda a respetar a las mujeres serias, carajo”, dijo y regresó altiva a su vivienda.

Hubo de pasar muchos años para que Javier, ya adulto, casado, con hijos y con una prominente barriga supiera el motivo de aquella reacción. Se enteró en el grupo digital, cuando sus paisanos ventilaron el candor con que todos habían sido criados en el pueblo añorado y Javier contó, por fin, casi cuarenta años después, los torcijones de amor que sentía por la pequeña Ángela y que lo desvelaron en las noches de brisas en La Junta querida. Ahí fue donde Ángela, muerta de la risa y a cinco horas de distancia en carro, contó las razones de aquella reacción de su vida infantil. Fue algo relacionado con un piropo que el pequeño Alfonso se atrevió a lanzarle a la bella y consentida niña y que esa mañana, sentado ya frente al computador de su oficina, el Javier adulto no alcanzaba a precisar para incluirlo en el relato que prometió esa vez en el grupo. Pudo lograr escribir tres párrafos, antes de salir con rapidez a cumplir un compromiso académico en otra ciudad del Caribe colombiano, pero, antes de irse, tuvo la precaución de enviarse al correo electrónico lo que había escrito.

Aquí se encontraban Javier y Ángela, en las esporádicas misas. 
En el bus donde viajaba, leyó juicioso los 320 mensajes sin leer que estaban en el grupo Junteros WhatsAppeando y se extrañó que ninguno hiciera alusión al hecho de que él no se había pronunciado con el cumpleaños de la Ángela adulta. Después de terminar su labor docente, se quedó en la universidad para terminar el relato antes de irse para el hotel. Ya estaba culminando, cuando se le dio por revisar otra vez el celular y descubrió que su compadre Jaime, el hombre que, en honor a la gran amistad que los cobijó en la infancia juntera, le dio una de sus niñas para que Javier se la bautizara en sacramento, había enviado el sablazo con un mensaje escrito a las 6:35 de la tarde: “¿Qué será del compadre Comarca?”, escribió, llamándolo por el nombre del blog de Javier. Y esa frase, aparentemente inofensiva, fue el detonante para otras de las mamaderas de gallo del momento dentro del grupo.

Al relato solo le faltaba la anécdota más custodiada por las fibras de la memoria del corazón del maduro Javier. Resulta que a la abuela le llevaron, por esos tiempos en que Javier, Alfonso y Ángela rondaban los diez años, a la última nieta bebecita que ella crio: Milena. Y Félix, el papá de la bebé Milena y tío de Javier y Alfonso, llevó a una pequeña que andaba por la misma edad de los sobrinos para que le ayudara con los quehaceres de la niña: Cully, le decían a la nueva inquilina de la abuela. Ha sido costumbre en La Junta, sentarse en las noches frente a la casa a recibir la brisa fresca que baja de la sierra. Una de esas noches, la abuela recibía las visitas acostumbradas, en asientos de cuero recostados sobre la pared  de afuera de la sala. La bebé Milena y Alfonso dormían ya en el aposento. Javier y la Cully jugaban a la vaca y el toro, amparados por la tenue luz de la lámpara de petróleo; afuera, la calle estaba a oscura, sin luna: de la sala no se veía nada hacia la calle, pero de la calle se veía todo lo que pasaba en la sala. Para la imaginación de los pequeños Javier y Cully, debajo de la mesa del comedor era el lugar ideal para fijar el corral del ganado. Allí se apareaban los dos muchachitos, con la ropa puesta, como lo hacían los animales de verdad: la vaquita en cuatro pata y el torito la brincaba por detrás.

La Junta hoy: pavimentada y con interconexión eléctrica
En la mañana siguiente, la pequeña Ángela iba pasando frente a la casa de Javier, rumbo a la tienda de la vieja Alicia. Alcanzó a ver a Javier en la sala y su alma de niña no quiso desaprovechar aquella oportunidad para desahogar aquel vacío interior que la atormentaba desde la noche anterior. Ella había pasado, también para la tienda de la vieja Alicia, y vio, desde la calle, el inocente juego que Javier y Cully disfrutaban debajo de la mesas del comedor. Los pequeños Javier y Ángela nunca se habían dicho nada el uno al otro, pero, seguramente, ella había notado ya el desorden espiritual que le causaba su presencia al nieto de la vieja Elisa, como se llamaba la abuela. Era evidente cuando se bañaban en el río, mientras la mamá de ella y la abuela de él lavaban la ropa; cuando se encontraban, con sus uniformes escolares,  en las esporádicas misas que el cura de la cabecera municipal iba a decir en la iglesia del corregimiento y a la que ellos asistían en fila india, cada uno desde su colegio: en todas partes donde se encontraban; sin embargo, nunca se dijeron nada, hasta que el destino los encontró, unos cuarenta años después, en un grupo de WhatsApp, cada uno felizmente casado por su lado.

Esa mañana, la pequeña Ángela llamó a Javier desde el sardinel de la casa. Él se puso de todos los colores y, en un santiamén, evocó cada uno de los momentos en que había visto a ese adorable tormento, tratando de encontrar en esos recuerdos atropellados algún resquicio de falta de respeto hacia ella, que le pudiere merecer esa mañana una tremenda cachetada, como la que presenció él que le dio ella al primo Alfonso en una tarde cercana. No obstante, ella lo miró con una mueca de tristeza y decepción, que Javier jamás olvidaría en el resto de su vida.  Y, entonces, escuchó la frase que lo hizo feliz en ese momento y que lo llena de satisfacción cada vez que la recuerda en sus cincuenta años de existencia. Apenas la escupió, ella se fue para siempre de su vida.


-Nunca esperé de ti eso que me hiciste anoche-le dijo.

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