Álvaro Gómez Hurtado, asesinado |
Por
John Acosta
Alfonso López Michelsen |
Los recuerdos brumosos que
tengo de ese momento, me muestran un día claro, brillante, por lo que, supongo,
fue en un medio día. Lo cierto es que entré a la sala de repente: venía del
patio de hacer no sé qué cosa. Ahí estaban Aba, mi vieja del alma, la abuela
gigante (a pesar de su pequeño tamaño), junto a otras personas, entre las que
recuerdo a mi tío Néstor (Click aquí para leer un cuento sobre tío Néstor). Lo retengo a él, entre los cachivaches sin forma que
pululan en mi mente de ese preciso instante, porque fue quien me lanzó la
pregunta a quemarropa: “¿Usted qué es, sobrino: liberal o conservador”?
Confieso, sin la más mínima pizca de vergüenza, que era la primera vez que
escuchaba esas dos palabras políticas. Era La Junta, mi pueblo, de finales de 1973, donde hacía, apenas, una docena de años que había llegado la planta
eléctrica, la que únicamente duraba encendida la hora exacta durante la cual
emitían la novela de la televisión venezolana: de ocho a nueve de la noche; es
decir, no tenía posibilidad de ver noticieros de tv, no llegaba ningún
periódico y la única emisora que salía en los transistores de la población era
una de Valledupar, capital mundial del vallenato, y, por supuesto, solo
colocaban música vallenata (Click aquí para leer crónica sobre La Junta).
De manera que tenía razones
suficientes para quedar perplejo ante aquella pregunta repentina. Yo estaba
iniciando el segundo año de primaria en la Escuela Rural de Varones y vivía
envuelto en un torbellino de popularidad en el pueblo por mi facilidad para el
estudio. Por eso, lo que se me ocurrió pensar en un santiamén era que tío
Néstor quería retarme a una prueba de conocimiento. Estaba a punto de cumplir
los nueve años de edad y no estaba dispuesto a dejarme amilanar frente a mi
abuela, que se hinchaba de orgullo cada vez que alguien la felicitaba por los
avances de su nieto en la escuela. Me miré mis pies descalzos, empolvados por
la arena seca del patio; mis rodillas, cicatrizadas por los cascajos de las
calles junteras en las interminables caídas de jugador de fútbol; mi pantaloncito corto, cargado de remiendos
que le hacía la abuela, abnegada en
ocultar los rotos de la tela marchita; mi barriguita lombricienta, expuesta
siempre al aire (click aquí para leer crónica sobre la abuela). Y los miré a todos en la sala, descubrí sus rostros, ansiosos
de mi respuesta.
-Soy liberal- les respondí
por salir del paso.
Jaime Pardo Leal, asesinado |
Entonces, me encontré con la
mirada de reproche de mi abuela, que me abrió los ojos en señal de que me había
equivocado en la respuesta. No era la primera vez que ella acudía a aquel
recurso de disuasión: lo hacía siempre que lo ameritaba su impotencia de
regañar en público, para que nadie notara que mi rectificación fue inducida. Si
había una visita, y yo me disponía a pasar por el medio, ella me abría los ojos
y yo sabía que tenía que devolverme. Y así. Por supuesto, apenas vi el signo
inconfundible en la mirada de mi vieja, cambié para siempre mi posición
política.
-No, no: soy
conservador-dije.
Desde ese día, me fijé en
los pocos carros que habían en el pueblo: la mayoría tenían banderas azules.
Claro, eran las elecciones presidenciales para el período 1974-1978. Le pedí a mi abuela, aprovechándome
de su condición de modista, que me hiciera dos banderitas azules para
colocarlas en el carrito de palo que me servía de juguete. Conseguí un almanaque
de cartera con la figura del candidato conservador, Álvaro Gómez Hurtado, y la
pegué a un costado de mi carro, como si fuera un afiche. Fue mi primera campaña
política.
La perdí, obviamente. Me
recuerdo como el único niño, entre un enjambre de adultos, que
escuchaba los
resultados en un radio de la casa vecina, donde todos eran liberales, de los
pocos de La Junta. Nidia Gutiérrez, la hija mayor de los vecinos, me llevaba
varios años, se burlaba de mí en cada boletín
que leían: el liberal Alfonso López Michelsen le ganó, de lejos, a mi candidato.
Esa noche me dormí tarde, revolcándome en mi hamaca por el dolor de la derrota.
Bernardo Jaramillo Ossa, asesinado |
Después, cuando hube de irme
de La Junta porque allá no había colegio de bachillerato, conocí las ideas revolucionarias
de mis profesores, aglutinados en el más poderoso sindicato del país, por medio
del cual obtenían (y siguen obteniendo) las más onerosas prebendas laborales. En
Casacará, el pueblo donde nací, los profesores, la mayoría licenciados pobres
recién salidos de la oficial Universidad del Atlántico, nos hablaban de las
hazañas de Daniel Ortega y su revolución sandinista en Nicaragua, de Sendero
Luminoso y del Tupac Amarú en el Perú, del Frente Farabundo Martí para la
Liberación Nacional en El Salvador, en fin (click aquí para leer sobre transición entre La Junta y Casacará). Obviamente, que yo recuerde, dos o
tres compañeros de clases míos terminaron enrolados en la guerrilla colombiana.
Y yo terminaba envuelto en serias discusiones ideológicas con mi papá.(click aquí para leer sobre uno de esos recordados maestros) (click aquí para leer sobre relación con mi padre)
Carlos Pizarro Leongómez, asesinado |
Incluso, cuando llegué a la
Universidad de La Sabana, perteneciente al ala más conservadora que tiene la
Iglesia católica, fundé, junto con dos compañeras del curso, una revista en la
que le dábamos duro a la propia universidad: Tinta, se llamó esa aventura
cultural. En Bogotá, chupé buen gas lacrimógeno, tiré buena piedra en los
sucesivos entierros de líderes de izquierda que iban siendo masacrados por las
balas asesinas de Pablo Escobar y Gonzalo Rodríguez Gacha, con la anuencia de
algunos recalcitrantes altos oficiales de las fuerzas del orden. Me recuerdo en
las luchas campales callejeras durante los sepelios de Jaime Pardo Leal,
Bernardo Jaramillo Ossa, Carlos Pizarro Leongómez, en fin. Me recuerdo en la
propia Plaza del Ché Guevara, de la Universidad Nacional, tirándome cipote de
discurso, durante una huelga de hambre que protagonizaban unos estudiantes de la Nacho: “Si
se llegan a enterar en La Sabana que estoy aquí, me echan de esa universidad”,
repetía yo y la turba me contestaba en coro: “¡Si te echan, te vienes para acá!”
Diego Montaña Cuéllar |
Gilberto Viera |
Conocí la otra cara de la
izquierda colombiana. Sus intestinas luchas internas por el poder. Su canibalismo a ultranza. Sus traiciones entre facciones de micropoderes. El tiro
de gracia que me desligó por siempre de la izquierda lo recibí en la etapa de
deslinde de la Unión Patriótica frente a las Farc, durante el cuestionamiento público
que Bernardo Jaramillo, entonces candidato presidencial por la UP y el
presidente de este movimiento, el admirado luchador Diego Montaña Cuéllar, le
hicieron al dogma y táctica oficial, planteados por el Partido Comunista
Colombiano de entonces: “la combinación de todas las formas de lucha”. Recuerdo,
particularmente, las elecciones parlamentarias aquellas en que el Partido
Comunista Colombiano ordenó a sus activistas (entre los que me encontraba) sacar
las papeletas (todavía no existían los tarjetones de ahora) con el nombre del
candidato a la Cámara Diego Montaña Cuéllar para remplazarlas por el candidato
de los amores de Gilberto Viera, el eterno secretario general del PCC: las
mismas tácticas pueriles que le criticábamos a los corruptos del otro lado. Una noche, durante una conferencia que alguien del PCC daba en el Centro Colombo-Soviético, me puse de pie entre los asistentes y grité: "Lo que deseamos las bases del partido es que llegue la apertura al interior del mismo y nos den participación decisoria a los jóvenes. Y que conste que no lo digo por la media botella de Coca-Cola que el conferenciante de hoy tiene en la mesa". Y me retiré para siempre.
caramba john!!!!desconocia esa travesura tuya,bueno algo sacaste de ahi,te sirviò para escribir esto y mirar desde adentro lo que alli ocurria.
ResponderBorrarNo te .imagino tirando piedra... eso no fue enseñado en la familia... menos mal que retomaste el camino de la cordura 😉
ResponderBorrarjajajajajajajajajajajajajaja
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