Por
John Acosta
El profesor Francisco Turizo |
La sonora carcajada de los
estudiantes invadió todos los rincones del salón de clases, salió por los
calados de la pared del frente, atravesó la carretera aún sin pavimentar y fue
a morir al mercado público del corregimiento de Casacará, donde, a esa hora de
la mañana, Gilberto vendía las tres últimas libras de carne de cerdo. Al
escucharla, el profesor Francisco Turizo se frenó en seco. No sé si él, en ese
instante, supo de qué nos reíamos: nos burlábamos de su inglés. No porque fuera
bueno o malo, sino porque era la primera vez que nosotros escuchábamos a
alguien hablar en un idioma distinto a nuestro burdo español. “¡Ajá!, ¿cuál es
la vaina de ustedes?!”, nos calló el profe.
Jamás he podido olvidar las
dos frases en inglés que el profe Turizo nos repetía esa mañana. Casi nunca
recuerdo qué traducen al español, pero la imagen de él instándonos a corear “¿Do
you want to go?” y “I want to go downtown”, con su piel morena, su bigote
abundante y su barriga incipiente quedó por siempre grabada en mi memoria.
Casacará era, entonces, un pueblo algodonero que, con sus calles destapadas y
sus casas de tablas, atraía gente del todo el país para rebuscarse la vida con
todo el proceso de siembra, cosecha, recogida y desmote de este producto
agrícola. Era un pueblo de inmigrantes. Y los que estábamos ese día en el salón
de clases, éramos hijos de esos hombres y mujeres curtidos, que habían llegado
allí en busca de oportunidades de subsistencia.
Con el ser caribe de su alma |
Algunos muchachos, como en mi
caso, habíamos nacidos en Casacará, pero nos llevaron a otros parajes a ser
criados por los abuelos. Hacía dos años que yo había regresado, hecho ya un
adolescente, a iniciar la secundaria en el colegio Luis Giraldo, después de que
me habían llevado de dos años de edad para La Junta. Ninguno de nosotros escuchó
ni una sola palabra en inglés durante la primaria. Por eso, esa mañana soltamos
la carcajada sincera, espontánea, burlándonos de nosotros mismos, al
escucharnos repetir frases que nunca se nos ocurrió que pudieran existir.
El profesor Francisco Turizo
hacía parte de un grupo de licenciados recién graduados, que venían de la
entonces lejana Barranquilla a radicarse en el municipio de Codazzi, que era la
cabecera municipal a la que pertenecía el corregimiento de Casacará. Todos
ellos se vincularon a los diferentes colegios de la región para renovar, con
sus nuevos bríos y conocimientos recién desempacados, el sistema educativo
rural. Para nosotros, era el segundo de secundaria, pero todos los maestros era
nuevos, pues ese año el colegio Luis Giraldo había pasado a ser, de Cooperativo
(es decir, privado) a departamental (es decir, público).
En la clase de Biología de ese año, con el profe Ramos |
No le perdoné aquel papayaso
que nos dio el profesor Turizo en su primera clase. El Día del Maestro, en
mayo, aproveché el punto Imitación a profesores, del orden de la jornada, para
hacerle un caricaturesco remedo. De esa mamadera de gallo, nació una gran
amistad entre el maestro y el alumno impertinente.
El colegio Luis Giraldo
tenía apenas cuatro salones de clases. Casacará carecía de luz eléctrica y el
bochorno tropical en los cursos era paliado apenas por los soplos de brisa que
entraban por los calados de la pared. Esa solución para el calor se convertía,
a su vez, en un problema, pues también ingresaba por ahí el ruido de los carros
que pasaban por la carretera nacional, aún sin pavimentar para esa época.
Recuerdo que yo era el encargado de tocar la campana al final de cada hora
académica. Tampoco había, por supuesto, campana, pero el rector colgó, en el
único corredor, un disco de rastrillo para arar, que tuvo su vida útil en los
campos algodoneros, y que yo debía golpear con una varilla metálica para
anunciar el comienzo y el final de la clase o el recreo.
Mi carnet estudiantil de ese año |
Vivimos con intensidad cada
uno de aquellos momentos, que nos hacían felices y que hoy, mucho tiempo
después, nos ayudan a rescatarnos de nuestra soledad.
El profesor Francisco Turizo
se había graduado en Licenciatura en Idiomas. Y lo que no pudo lograr con
nosotros en inglés, lo suplió con creces en español. Nos hizo descubrir la
literatura. Nos despertó el amor por la prosa y nos paseó de la mano por los
caminos de la poesía. Nos mostró a un señor que no conocíamos de su existencia
y que, dos años después, cuando ya éramos íntimos amigos de sus libros, se ganó
el Premio Nobel de Literatura: un costeño pueblerino como nosotros.
Leímos como locos poseídos
de cuanto libro nos hizo enamorar Turizo. Los comentábamos en clase, en recreo,
en los billares. Y empezamos a escribir cuentos de lo que se nos ocurriera. Se
los mostrábamos a Turizo, nos guiaba. Ya en tercer año de secundaria, le
decíamos “queremos publicar”. “Cálmense, dejen el afán, ustedes apenas son
pichones desplumados”, nos respondía. Empezamos a hacer un periódico artesanal
en stencil (¿quedarán ejemplares todavía en el colegio?), por el que cruzábamos la
carretera para venderlo a los tenderos del mercado público y a sus clientes,
que eran nuestra propia familia. Hacíamos la semana cultural del colegio con
obras de teatro escrita por nosotros mismos.
Con el profe Turizo, en el grado de médica de mi hija |
Hace casi un año, la vida
hizo que nos tropezáramos, después de mucho tiempo. Asistía yo, en Cartagena de
Indias, al grado de médica de mi hija mayor. Entré un poco atrasado al salón de
eventos, donde me esperaba mi retoño con cara de angustia. Al sentarme, sentí
que me llamaban por mi nombre, desde tres filas atrás. Volteé y ahí estaba él,
el profesor Francisco Turizo: su hija, que había estudiado en el mismo salón de
la mía, también se graduó ese día.
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Hermoso escrito, Francisco Turizo es un porfesor inolvidable para quienes escuchamos sus clases, su forma particular de decir las cosas lo hacia unico! 1 abrazo Jhon
ResponderBorrarQue hermoso escrito eso me recuerda mi adolescencia en casacara,igual tambien fue mi profesor de idiomas.
ResponderBorrarFelicitaioes jhon.
Bonito homenaje al maestro Turizo, del que fuera su alumno y hoy docente también. Y es que cuando uno elige la docencia entiende a cabalidad lo que es un maestro y entonces es inevitable que nuestro corazón no reconozca y valore a aquellos que nos brindaron una enseñanza particular de un modo que diferente a tantos otros profes que de todas maneras hicieron lo suyo pero como que les faltó eso que hace trascender al docente a un nivel de eterna gratitud.
ResponderBorrarufff recuerdo aquel dia que entro al salon y dijo... erase una vez un hombre a su nariz pegado... hagan lo que quieran con eso y se fue jejeje
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