Por
John Acosta
No era la primera vez que
iba a las playas de Mayapo. Esa era la
tercera ocasión en que me permitía la felicidad de disfrutar de la magia natural
de ese lugar de ensueño. Inmensas y blancas playas para pocos visitantes, es la
verdad afortunada. Enramadas
artesanales, construidas por los indígenas para ofrecer los platos de comida
marina, dan la sombra necesaria para guarnecerse del intenso sol guajiro. Algún
equipo de sonido bombardea una canción vallenata que se diluye con el sonido de
las olas. Dos o tres mujeres de la etnia wayuu ofrecen a los turistas los
coloridos productos de sus tejidos ancestrales.
La propietaria del kiosco elegido, otra altiva wayuu, espera con paciencia la decisión de cada viajero
para ordenar su plato. Ella garabatea en su libreta los pedidos. La brisa seca
inunda con su frescura cada rincón del sitio. Algunas cabras aprovechan para
calmar el hambre vieja con los retoños recientes del pasto que revivió con el
último aguacero del día anterior.
A Mayapo hay que vivirlo. Y,
para eso, hay que sufrirlo, sobre todo, en época de lluvias. Los carros pequeños pueden llegar hasta la
playa, pero los buses de excursiones deben quedarse a la orilla de la carretera
asfaltada, que está a unos trescientos o quinientos metros de la orilla del
mar, pues podrían atollarse en la arena mojada por los aguaceros. Entonces, los
pasajeros se bajan, toman del guarda maletas los enseres necesarios para el
baño y se encuentran con los niños wayuu que le recomiendan las diferentes
alternativas de restaurantes. Caminan unos cuantos metros para toparse con el
único escollo que podría estropearles las ganas de disfrutar la estadía: unos
charcos de agua formados por las precipitaciones de los últimos días. Los más
decididos para disfrutar del turismo ecológico, se regazan el pantalón hasta
más arriba de las rodillas y cruzan los pantanos a pie. Los más remilgosos (remilgosas,
en este caso) se valen de la caridad de los otros y pasan cargados (cargadas,
más bien) en las espaldas de sus consentidores.
La primera vez que fui a
Mayapo, lo hice con mi familia y en carro particular. A cinco minutos de Riohacha, por la carretera
que conduce a Maicao (y, por ende, a Venezuela), se desprende la vía que lleva
a este corregimiento de pescadores indígenas. Esa vez era verano y el desierto
de la única península colombiana, La Guajira, mostraba todo su esplendor. Se veía el inmenso horizonte blanco, sin
ningún verdor que interrumpiera su majestuosidad. El pavimento estaba en
excelentes condiciones y se podía llegar a la playa sin dificultad alguna, pues
la arena permanecía seca por la falta de lluvias.
La
desidia oficial ha dejado dañar la vía
Esta vez fue diferente. Desde
que nos desviamos para tomar la ruta hacia el querido Mayapo, se notaron los
molestos e inmensos huecos en la vía ¿Había quedado mal construida para que se
deteriora en tan poco tiempo? No. La respuesta se encontró a los pocos
kilómetros de recorrido. Una torre metálica, a un costado de la carretera,
indicaba que se perforaba un pozo, o bien en busca de petróleo, o bien en busca
de gas. Cualquiera podría pensar que un acontecimiento minero de esta magnitud
traería progreso; es decir, mejoramiento en la calidad de vida de los
lugareños.
En este caso, ha sido al
revés. Así como ignoro qué tipo de mineral se busca (o se encontró) en ese
lugar, también desconozco el nombre de la empresa exploradora. Lo único cierto
(por lo evidente) es que las enormes volquetas (de doble troque) que llevan
material triturado han destruido por completo un buen tramo de la vía que lleva
a Mayapo; por lo menos, hasta donde está la mencionada torre, pues de ahí hasta
Mayapo la carretera está en óptimas condiciones. Lo menos que puede uno esperar
de un proyecto minero como ese, es que, si utilizan una vía que no fue
construida para soportar el peso de enormes camiones, la reconstruyan
inmediatamente. Ojalá las autoridades competentes tomaran cartas en el asunto y
no permitan que prime el interés particular de unos mineros sobre el interés
general del turismo ecológico ¡Qué contradicción!
Es importante, además, que
tanto los funcionarios de esa empresa minera, como las patrullas de tránsito
tomen atenta nota sobre la actitud de los conductores de esas volquetas, ya que
andan a alta velocidad. En más de una ocasión, una volqueta pasó rosando las
ventanillas del bus donde íbamos los excursionistas de ese día.
Mayapo
hace olvidar esos malos ratos
Afortunadamente, se llega a
Mayapo. Y las lanchas de pescadores meciéndose sobre las olas, las distintas
formas de conchas marinas regadas en la playa, en fin, el paisaje único invita
a regenerar el paladar espiritual que había sido amargado por unos mineros
desconocidos.
Y, de nuevo, vuelve el alma
al cuerpo para purificarse con las maravillas de este lugar de indígenas
pescadores.
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ayer estuve ahi, fue genial!!! único...
ResponderBorrarQue hermoso lugar...es costoso
ResponderBorrarEs supremamente barato
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