Por John Acosta

Más allá, debajo de la pequeña enramada del vivero, Francisco Ipuana inspeccionaba los alrededores de la granja con su mirada de preocupación. Hacía muchos días que no llovía y, aunque siempre regaban los sembrados, la tierra necesitaba con urgencia el agua de lluvia. Afuera, una anciana indígena lavaba unos trapitos al lado de la alberca que les construyó alguna fundación de beneficencia. Quizás eran sus nietos, pero niños en todo caso, los que disfrutaban con el baño. La inocencia de sus escasos cinco u ocho años no les permitía imaginarse siquiera lo valiosa que era para sus padres la escasa agua que lograba succionar el molino de viento en la aridez del suelo.