Por John Acosta
El sastre no había advertido la presencia del joven. Estaba concentrado en el oficio de su vieja máquina de manigueta. Azotado por el calor que se le metía a raudales por la puerta que daba a la calle, el hombre le pegaba la cremallera al primer pantalón del día. Tenía el clásico metro de tela colgado en el cuello. Sobre El Copey, municipio del departamento del Cesar, no asomaba ninguna nube que apaciguara en algo la intensidad de los rayos solares.
El joven no sabía si carraspear para hacerse notar o saludar o decir de una buena vez a qué había ido. No esperó más. Su decisión inquebrantable de buscarle horizonte a su vida, le dio las fuerzas suficientes para enfrentar aquella realidad momentánea, aunque decisiva. "Buenas", dijo. El sastre levantó la vista sin interrumpir su labor. "Sí, ¿a la orden?", dijo. Armando Sierra Gutiérrez no supo qué responder en ese momento. Sintió el recorrido lento que hizo la fría gota de sudor desde su cuello hasta donde termina su espalda.
Miró la mosca que entró, revoloteó encima de la cabeza del sastre y fue a parar sobre el pantalón de poliéster verde que estaba doblando en el muestrario de madera, justo en el rincón en donde daba el sol. El joven Armando Sierra no supo de dónde tomó fuerzas para decir lo que dijo:
-¿Por cuánto me enseña a coser?
Había trabajado como profesor en el Colegio Santander, donde terminó su bachillerato. Sólo dio clases durante un año: ese no era su oficio. Entonces, tomó la decisión de estudiar Mecánica en el Sena de Santa Marta, la capital del departamento del Magdalena, pero le faltó lo principal para trasladarse desde El Copey hasta la capital: no tenía ni cinco centavos. No le quedó otra alternativa. Sería sastre por el resto de su vida.
El sastre soltó la manigueta de su máquina. Lo miró de pies a cabeza. "Le cuesta 300 pesos", dijo. Armando Sierra se metió la mano derecha en el bolsillo de su pantalón, sacó un fajo de billetes y se lo puso sobre la máquina. "No tengo sino eso", expresó. El sastre contó el dinero y frunció el ceño. "Apenas hay 150 pesos", dijo. Armando Sierra no se amilanó. Se sintió revestido por una fuerza divina.
- El resto se lo pago en trabajo- respondió.
Así fue. Armando Sierra cobró los primeros pantalones de su oficio a cuatro pesos la unidad. Y le alcanzó para pagar no sólo los 150 pesos restantes, sino que le sobró para viajar a Santa Marta y aprender a confeccionar camisas. "Recuerdo que desbaraté las camisas viejas que tenía para estudiar con esos moldes." Esa determinación súbita le serviría para vivir cómodamente con su propio negocio.
No siempre es Venezuela
Armando Sierra Gutiérrez vivió por mucho tiempo en Valledupar, la capital del departamento del Cesar. Allá trabajó siempre en sastrerías. “Y mal que bien ganaba para darle el arrocito a la mujer y a los hijos", diría mucho tiempo después. No solo ganaba para eso. También le alcanzaba para departir con sus amigos en las parrandas gloriosas que los embriagaban a punta de música vallenata. Pero él no quería seguir siendo empleado por siempre. Soñaba con tener su propia microempresa de confecciones. Desde entonces, era consciente de que con su sueldo nunca podría lograrlo.
Por eso tomó otra de las grandes decisiones de su vida. Salió de Valledupar a trabajar a Venezuela. Surcó las polvorientas y pedregosas carreteras de La Guajira colombiana de entonces y fue a parar a Maicao. Consiguió un puesto de operario en una sastrería de inmigrantes árabes "para ganarme unos pesitos mientras yo pudiera viajar a Venezuela". Nunca fue al vecino país. Tampoco pudo imaginar, entonces, que su destino estaba en Maicao. Duró dos años como obrero en esa sastrería.
Con la liquidación pudo ver al fin el inicio de su sueño. Compró una vieja maquinita y 20 cortes de tela y arrancó con su propio negocio. "Me iba bien, pero estaba desorganizado. No se llevaba cuenta ni nada". No tenía miramientos de ninguna clase para sacar de sus ventas cotidianas y poder solventar los gastos diarios que se iban presentando en su hogar. Nunca sabía cuánto invertía ni cuánto ganaba. Hasta que apareció una Fundación en La Guajira que le prestaba a los microempresarios. Desde que la Fundación inició su labor social surgió la inquietud de extender su acción hasta Maicao. "Pero no se decidían porque el argumento de entonces fue que la población de este municipio fronterizo era fluctuante", explicaría Armando Sierra.
El hijo de El Copey hizo un censo por su propia cuenta entre ebanistas, carpinteros, mecánicos y sastres que habían llegado a Maicao en busca de un mejor vivir . "Hablé con unos 680 microempresarios y demostré que quien tenía menos tiempo aquí realizando la misma actividad, tenía cinco años. Armando Sierra Gutiérrez recuerda todavía a las 30 personas que hicieron la capacitación con él. Con el primer préstamo que le hizo fundación para el desarrollo empresarial y comercial del departamento compró más telas; con el segundo, una fileteadora y con el tercero, otra máquina.
Hace 27 años que el joven Sierra tomó la decisión de enfrentar al sastre de El Copey para que le enseñara el oficio de coser. Hoy se siente feliz de haber cumplido esa determinación. Hace 14 años compró en Maicao su primera maquinita. Hoy tiene varias que son operadas por sus empleados en Confecciones Imperio.
Publicado en el periódico Fundicar, número 1, agosto de 1994
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