Por John Acosta
Fueron días terribles. Llenos de soledad, de sol, de brisa, de polvo, de ansiedad. Lo peor de pasar por situaciones difíciles, es, precisamente, el momento en que se viven. Porque, después, queda el orgullo inmenso de haberlas superado a todas y la satisfacción de poder mostrarlas a los hijos como el más grande trofeo ganado en las duras batallas de la vida.
De aquel palo de trupío no queda nada. Sólo los recuerdos perversos se asoman a la mente, de vez en cuando, por la ventana siniestra de ese pasado cruel. Hernando Edgar Hernández Atehortúa lo sabe. Y, por qué no decirlo, siente nostalgia por el palo que le cobijó la vida durante los tiempos duros en que él tuvo la osadía de lanzarse a construir su propio sueño: trabajar para sí mismo.
Maicao ya era, entonces, la aldea persa que se cocinaba a fuego lento bajo el calor de negocios de toda índole, en el departamento de La Guajira. Hernando Hernández había llegado allí por la misma razón que los centenares de colombianos que arriman diariamente a ese municipio fronterizo: de compras. Su intención, como la de todos, era regresarse el mismo día. No se regresó nunca.
Como buen paisa (como se conocen en Colombia a los nacidos en el departamento de Antioquia, enclavado en los Andes orientales), había tenido una vida de andariego que lo llevó a recorrer media Colombia. A comienzos de la década del 60, cuando el resto del mundo juvenil se entregaba delirante a una recién descubierta modalidad de libertad, Hernando Hernández se sorprendió encerrado en una oficina de Cúcuta (capital del departamento de Norte Santander, enclavado, precisamente, en los Andes orientales), donde trabajaba como escribano de un abogado. Jamás podrá olvidar la paciencia y dedicación con que un hombre elaboraba los más hermosos cojines que él había conocido. Era un tapicero con alma de artesano que tenía su negocio al lado de la oficina del profesional de las leyes.
El deleite de Hernando Hernández era salir en sus ratos libres y ver al hombre embelleciendo sillas. Hasta que un día no pudo soportar la quemazón que le atormentaba el alma: "Yo quiero aprender ese oficio", le dijo al tapicero. No se imaginó que esa determinación repentina le marcaría para siempre el rumbo de su existencia.
A la semana ya era un ayudante dedicado. Y al mes, se convirtió en el primer empleado de aquella tapicería. Duró tres años dedicado en cuerpo y alma a ese negocio, en donde perfeccionó su arte. Después decidió, junto con un amigo, montar tolda aparte. Pero Cúcuta, capital que queda en la frontera con Venezuela, no era la ciudad llamada para acunar el espíritu aventurero que habitaba en Hernando Hernández: apenas un año de vida tuvo aquel esfuerzo imprevisto.
Decidió cruzar la frontera e irse para Venezuela. Pero la flecha envenenada con el arte de la tapicería se había clavado ya en las profundidades de su alma: en el vecino país trabajó durante dos años como tapicero. Hasta que su espíritu paisa lo llamó de urgencia a su tierra. Regresó a Medellín, la capital de su departamento, Antioquia.
Estaba comprobado: Hernando Edgar Hernández Atehortúa no volvería a realizar un oficio diferente al de tapicero. De algo le había servido su vida de aventurero porque aprendió y perfeccionó en territorios lejanos lo que por fin lo haría feliz en su propia tierra. En Medellín quedó bien instalado, con un buen trabajo y rodeado de su familia. ¿Para qué pedir más? Decidió establecerse, definitivamente, en la capital antioqueña. "No pensaba salir más de allá", diría después. Los años le habían mermado poco a poco su alma trashumante. Sin embargo, no era ese el destino que la vida le tenía preparado.
Su padre decidió, "un día cualquiera", salir de viaje. "Fue pasando el tiempo y el viejo no regresaba", contaría después Hernando Hernández. A los tres años de haber llegado a su tierra, el tapicero decidió salir a buscar al autor de su vida: otra vez deambular por el mundo.
Lo encontró en Barranquilla, la pujante capital del departamento del Atlántico, embriagado con la magia bullanguera del Caribe. Hernando Hernández tomó la determinación de quedarse en esa ciudad, al lado de su padre: consiguió trabajo . "Pero, al poco tiempo, el viejo regresó a Medellín: reconcilió con mi mamá", diría el tapicero muchos años después. Pero él se quedó en Barranquilla. "No quise empezar de nuevo". Ya estaba cansado de tantas interrupciones en el transcurrir de su vida. De modo que no se iría de Barranquilla. Tampoco, en ese momento, pudo predecir con exactitud el verdadero rumbo de su existencia.
Un año después, en 1970, llegó a Maicao, en la frontera desértica con Venezuela, "a comprar unas pendejadas". Pero le gustó la ciudad. Lo único que se le ocurrió hacer para quedarse fue buscar una tapicería. "Y no había sino una". Pidió trabajo y se lo dieron. Al principio, le fue bien. "Me pagaban puntual". Con el pasar del tiempo no le querían pagar. A los cinco meses, tuvo que renunciar.
Otra vez el desempleo. De nuevo volver a iniciar. ¿Estaría destinado a vivir eternamente en ese son? Había visto que el negocio de tapicero era bueno en Maicao. Montaría uno propio, pero ¿con qué? Se revisó los bolsillos: poco más de 4.000 pesos.
Visitó a un paisano suyo que tenía un bar en Maicao. Se encontró con una agradable sorpresa. El hombre poseía una pequeña máquina de tapicería. Se la vendía en ocho mil pesos. Hernando Hernández le entregó los cuatro mil pesos con el compromiso de pagarle el resto a medida que iba trabajando. "Se la pagué en dos partidas", recordaría después con orgullo.
Ya tenía la máquina. Le faltaba el lugar para montar el negocio. Por esa época, había tropezado con el otro motivo enorme que también le impedía irse de Maicao: conoció a la mujer de su vida. Se trataba de una guajira que apenas estaba haciendo su bachillerato. Desde el primer momento que la vio, Rosalía Ocando Villa le flechó el corazón.
Sin dinero para alquilar un local, Hernando Hernández consiguió el único sitio disponible para desarrollar su negocio: la sombra de un palo de trupío, espinoso árbol del desierto guajiro. Desde ahí, azotado por la brisa seca, por el polvo y por los resplandores intensos de un sol canicular, le mostró al mundo la gallardía de su carácter. Desde ahí, arreglando cojines de vehículos, miraba pasar todos los días a la adolescente con su uniforme rayado de colegiala. Y, desde ahí, bajo la sombra del palo de trupío, muerto de amor por ella, se prometía, en cada martillazo que le daba las viejas sillas de carro, que esa sería la madre de sus hijos.
Frente al trupío había un terreno. Y la dueña, compadecida de aquel pobre cristiano que trabajaba a la intemperie, se lo cedió. Entonces, Hernando Edgar Hernández Atehortúa empezó a armar el taller con las maderas que quedaba de las cajas de mercancía. Duró tres meses sin techo. Y como para probar la fortaleza de su carácter, el destino hizo que en ese lapso lloviera varias veces, en una tierra donde el verano era eterno. Y cada vez que se desataba un aguacero, le tocaba salir corriendo, con su maquinita al hombro, rumbo a la casa del frente.
Así vivió en dos ranchos diferentes. Soportó la dura crisis que azotó al comercio de Maicao en los años 80. "En esa época, los camioneros de las salinas de Manaure me salvaron el taller. Eran mis únicos clientes". Todavía recuerda cómo empezó a recuperarse el mercado con la llegada de las empresas contratistas que armaron el complejo carbonífero de el Cerrejón.
Hasta que llegó también la fundación que le prestaba a microempresarios. "Yo no estaba aliviado del todo. La Fundación me dio un gran respiro". Con una parte de sus ahorros y un préstamo pudo comprar al fin su propio terreno. Ese pedazo de tierra se convirtió en el punto de llegada donde podía crear al fin su mundo, que, hasta entonces, se le había vuelto esquivo.
Ya construyó su propia casa, donde vive con Rosalía y sus cuatro hijos. Katherine, la mayor, estudia carrera en Medellín. Y ahí, enseguida, está el taller. Tal y como él lo quería. Hace 25 años llegó a Maicao a hacer unas compras para regresar enseguida a Barranquilla. Ahora está completamente convencido de que nunca se arrepentirá de no haberlo hecho. De vez en cuando, recuerda con nostalgia el trupío aquel, para qué negarlo.
Publicado en el periódico Fundicar, número 3, abril de 1995
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