1 feb 2021

La noche de carnaval en que Ana del Castillo me convenció

 Por John Acosta @Joacoro

El presentador del evento la anunció esa noche. Y hubo una ovación general. “Ya verás, que va a salir en brasieres y en hilo dental”, me dijo el sobrino político mío, que tenía al lado. “Y borracha”, remató la novia de él. Yo, en verdad, no conocía a la artista anunciada. Y vine a saber de su existencia porque se había referido en términos desobligantes a un colega suyo porque él no la había invitado a subir a la tarima en su momento; entonces, ella, enceguecida por la ira y levitando por el alcohol, grabó un video en donde desahogó su enojo con palabras de alto calibre hacia su colega cantante y lo subió en una de sus redes sociales. Todo el mundo recuerda a la “Caterpillar de mierda” que le mandó a comer a su par. Nunca antes había visto que la Fundación del Festival de la Leyenda Vallenata emitiera un comunicado de prensa para amonestar a un exponente de este folclor, como le tocó hacerlo con la joven artista, cuya presentación anunciaron esa noche de carnaval.

Por ese triste episodio contra el cantante Iván Villazón fue que supe que existía Ana del Castillo, joven promesa de la música vallenata. Soy amante número uno de este folclor, pero soy de los hinchas antiguos; es decir, de los que dice que lo mejor de esta expresión musical son cuatro grandes exponentes: Diomedes Díaz, Los Betos (Villa y Zabaleta juntos, no separados), Los Zuleta (Poncho y Emilianito juntos, no Tomás Alfonso Poncho por su lado) y Jorge Oñate. A los cantantes de la llamada nueva ola del vallenato no les entiendo lo que dicen en las canciones.

Rafael Orozco y la nueva ola

Cuando era adolescente, allá en Casacará, Cesar, mi pueblo natal, bailaba amacizado con la joven de mis sueños momentáneos, en medio del humo de mechones encendidos, en casas sin piso de cemento, apenas interrumpido cada cierto tiempo por alguien que me tocaba el hombro y me decía al oído (para que la pareja no oyera) “hey, ya hay que poner otra vez para las ocho baterías” (de la reproductora de audiocasete); entonces, soltaba a la pareja por un momento, metía la mano al bolsillo delantero derecho, sacaba los enmudecidos (por el sudor) y arrugados billeticos (ahorrados de la lánguida mesada diaria que mi padre podía darme) y entregaba mi aporte para garantizar la continuación de la fiesta. Hasta que me ponían un casete del Binomio de Oro (con Rafael Orozco e Israel Romero) y me iba a coger fresco sentado en el patio, mientras gritaba a los cuatro vientos, para que mis amigos binomistas, presente allí, me escucharan: “Yo quiero bailar vallenatos; si quisiera escuchar rancheras, me fuera para México”.

Soy de los que piensan que Rafael Orozco fue el iniciador de la nueva ola; sin embargo, ya con más de medio siglo a cuestas, añoro ahora la música del Binomio de Oro (y hasta la pongo, en medio de mis nostalgias de tragos, en mi añoranza por los tiempos idos), al compararla con lo que producen ahora los nuevos exponentes de esa variedad de vallenatos; por eso, no me doy cuenta de la existencia de ellos hasta que algún escándalo o una noticia trágica, relacionada con el trajín de estos nuevos intérpretes del folclor, los pone en todos los medios masivos de comunicación: así supe de Ana del Castillo. Y, no me da pena admitirlo, así supe también de Kaleth Morales, cuando todos los periódicos, todas las emisoras y noticieros de televisión registraron su muerte, producida por un aparatoso accidente automovilístico, el 23 de agosto de 2005.

Entra Ana del Castillo al escenario

En realidad, esa noche de carnaval no entré a ver a Ana del Castillo. Estaba ahí, parado a unos 70 centímetros de la tarima, por pura casualidad. Resulta que los familiares de la novia de un sobrino político mío habían venido de Curumaní, población del departamento del Cesar, a pasar los Carnavales del 2020 a Barranquilla. Y con los familiares de mi señora, fuimos a visitarlos esa noche a la casa donde estaban alojados. En medio de la familiar parranda carnavalera, alguien apagó la música y dijo: “Bueno, ahora nos vamos para el concierto de Encuentros de colonias”. Ese era un exitoso evento anual que se hace en medio del carnaval, en donde se presentan varias famosas agrupaciones musicales de distintos géneros.

Llevé en mi vehículo a unos familiares que no cabían en los otros carros, pero debía irme, después, para mi casa porque no tenía dinero para entrar a ese concierto; entonces, César, el papá de mi sobrino político, se apareció con la boleta mía y la de mi señora (que era su cuñada). Y entramos al Parque del Sol, donde se desarrollaba el concierto ese año.

Estaba a reventar. No cabía ni un alma más. Tuvimos la buena suerte de que, como no había más lugar, nos permitieron hacernos en una mesa que nos improvisaron a unos 70 centímetros de la tarima. (¿Los últimos serán los primeros?). Y, después de disfrutar del toque de varios conjuntos musicales, anunciaron Ana del Castillo. En un santiamén pusieron los equipos de efectos especiales, marcados todos con el nombre de la artista.

Y Ana del Castillo entró al escenario con la belleza y fortaleza de su juventud. Ni mi sobrino político, ni su novia acertaron en su pronóstico sobre la vestimenta y estado de la artista; por lo menos, no del todo: llevaba un artístico brasier con lentejuelas y canutillo (muy apropiado para el carnaval), que le resaltaba su figura y nos permitía disfrutar de las maravillas esculturales con que Dios la dotó; además, un pantalón tipo bombacho negro le permitió la libertad de moverse como quiso. Demostró que no solo era figura. Su voz potente estremecía el alma y dejaba encantados a los oídos.



Los besos inmarcesibles

Me pareció la versión mujer del fallecido cantante Diomedes Díaz: todo lo que hacía en la tarima le lucía. Igual que el cantante de La Junta, mi pueblo adoptivo, la gente no bailaba para no perderse ni una sola de sus ocurrencias en el escenario: nadie quitaba la mirada dichosa de ese palacio de luces, desde donde la reina del canto vallenato dominaba al público. Fue original, espontánea, nada prefabricada en sus posturas artísticas. Ya fascinado con tanta soltura natural, creí esa noche que nada de ella podía deleitarme más de lo que ya estaba, pues pensé que había colmado toda mi capacidad emocional; no obstante, ¡cuán equivocado estaba yo! En medio de una de sus interpretaciones, volteó a ver hacia donde estaba yo y me descubrió grabándola con mi celular; entonces, ataviada con su coquetería sincera, me tiró dos besos y me mató. Y, cuando terminó su presentación, a punto de bajar la escalera, se volvió a voltear, me picó el ojo y me tiró otro beso: me acabó de desmigajar el alma de la emoción.

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