Aura Elisa Mendoza Acosta (la vieja Aba) profirió la sentencia con tal determinación que su nieto, el pequeño John Javier, no tuvo duda esa noche de que se cumpliría a cabalidad: “Mañana, apenas te levantes, te doy tu muenda por callejero”, le dijo la abuela. “Estas no son horas para que un niño ande dando lidia por ahí, como si no tuviera doliente”, agregó con ira. “Vaya a acostarse, carajo”, finalizó, mientras trancaba la puerta que daba hacia la vía destapada. El pequeño se durmió con la preocupación por los chancletazos que recibiría al despuntar el día; por eso, apenas se despertó, se bajó de la hamaca enseguida, obnubilado por el veredicto reciente que pesaba en su contra: tanto, que sus pies se mojaron en el hilo de su propia orina que se secaba en el piso, pues olvidó el lastre nocturno que habría de perseguirlo todas las madrugadas hasta los 15 años de edad.
Somnoliento por la levantada rápida, atravesó la cortina que separaba la sala del cuarto y salió por la puerta del patio. Quería salir de una vez de la condena de anoche. Muerto del susto, parado en el sardinel, vio a la abuela que barría con su escoba de ramas verdes. Cuando lo vio, ella tiró el escobajo a un lado y se le abalanzó al niño. Como lo hacía siempre, cada vez que sus travesuras infantiles merecían un castigo de esa magnitud, él no salió corriendo para huir de lo inevitable, sino que se quedó petrificado, en espera de los primeros sandaliazos de caucho. Y, entonces, su alma ingenua pasó del infierno al paraíso en un santiamén. “Feliz cumpleaños, hijo de mi corazón”, le dijo la vieja amada al tiempo que lo abrazaba y se lo comía a besos. Más de medio siglo después, lo disímil de esa escena seguía intacta en la memoria de sus entrañas.
A carrumba limpia
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La carrumba, en pleno apogeo |
Extracción de la fibra del fique con la macana |
El tinte para la cabuya
El olor de la anilina que la vieja Aba vertía en la ponchera de agua caliente para teñir la cabuya de fique con colores vivos, lo siente, a veces, en las fragancias de su alma, cuando lo rescata de los extravíos de la memoria el anciano de hoy, pero que el niño de entonces disfrutaba al máximo, después del hilado. Las varias papeletas de distintas tinturas en polvo las había ido a comprar el acucioso nieto en la calle de los Romero, la tarde anterior y la abuela calentaba el agua en el fogón de leña, después de hilar el fique. Ayudada con una vara de totumo, la mamá (como les exigía Aba que la llamaran porque ella no era tan vieja para tener nietos) metía la madeja recién hilada en el recipiente humeante de la mitad del patio y lo volteaba de un lado a otro, lo puyaba por aquí y por allá hasta que quedaba completamente tinturado; entonces, lo sacaba con el mismo palito y lo colgaba para que se escurriera y se secara.
Tejiendo la mochila de la vida
En las tardes, Aba se sentaba en un asiento de cuero recostado en la pared del frente, recibiendo la visita de los vecinos de siempre, que llegaban antes del anochecer a conversar el tinto que la abuela hacía en las mañanas y envasaba en un termo que lo conservaba caliente hasta el atardecer. Mientras hablaban, Aura Elisa empezaba tejiendo el plato de la mochila: las primeras cinco líneas con un color oscuro y el resto, con una cabuya sin teñir; es decir, blanco. Entre conversación y conversación, terminaba el plato y comenzaba el tejido de la mochila hacia arriba. Ahí, el nieto no podía estar porque los niños no podían escuchar el diálogo de los adultos, pero sí debía andar cerca, pendiente del llamado de la abuela, quien, con una seña de los ojos, le decía que debía ir a atizar el fogón, donde ella había puesto a cocinar la olla de maíz.
La mochila la terminaba en la mañana siguiente, después de regresar del río y en otro asiento de cuero, recostado esta vez en la pared del patio, mientras el alegre fogón cocinaba el almuerzo que Aba había puesto. Detrás de la vieja cama metálica, que ella ya no usaba desde que regresó a la hamaca donde se crió, estaba la tabla donde mamá metía las mochilas de fique que iba terminando para que se estiraran. A La Junta llegaba el señor Navarro, un señor blanco que cambiaba mochilas por ropa y utilería de cocina.
La lavada en el río
La vieja Aba, con sus hijos Nuris y Néstor y varios nietos |
Pilando por el afrecho
Después de la inmancable siesta en la hamaca, luego de haber lavado los chismes del almuerzo, mamá desgranaba con el nieto las mazorcas que su hijo Manuelito le mandaba de su cultivo en Funda, la parcela del alma. El nieto lo pilaba con el debido cuidado para que el golpe de la mano del pilón no lo derramara. La vieja Aba despeluzaba el maíz en la batea de madera para sacar el afrecho de los cerdos. Y lo ponía a cocinar, antes de sentarse a recibir las visitas al frente de su casa. En la madrugada, mientras estaba el tinto, ella molía el maíz envuelta en la luz roja de las llamas del fogón.
La perorata que no faltaba
A veces, mientras pelaba la yuca o abría y salaba la carne o tejía la mochila en las mañanas, lanzaba a los cuatro aires su perorata de siempre porque alguno de sus 10 hijos, que habían salido de La Junta a buscar mejor vida en otras latitudes, se demoraba en visitarla. O, cuando llegaban, en el Día de la Madre, con el regalo bendito, ella le ponía peros a lo que le trajeran, pero con la seguridad de que sus retoños gozaban con sus ocurrencias. Sus hijos José Elías y Jorge Félix aún son vecinos de barrio en Codazzi y, junto a su hermana María Elisa, son los únicos que quedan en esa población cesarense porque María Esther vive hace años en Medellín. No obstante, su sufrimiento mayor era cuando llegaba la Navidad y se demoraban en traer el Niño Dios para los tres nietos que criaba.
La alcancía para su hijo Fano
La vieja aba en un Día de la Madre |
Su eterna Singer
No había pantalón en La Junta al que Aura Elisa no le hubiese pegado una cremayera o pegado un remiendo. O una camisa a la que no le arreglara el cuelo o remendado el sobaco. O un traje al que no le cosiera el dobladillo. Hasta las mtoiladas de sus nietos eran canjeadas por arreglos de pantalones. Siempre llamaba a su nieto para que le ensartara el hilo en la aguja de su máquina de coser de pedal. "Ya ni veo, carajo", solía decirle.
El luto eterno
La vieja Aba en Funda,con su hijo Manuelito, su nuera Carmen y dos nietos |
Como siempre que las leo, termino con un nudo en la garganta.
ResponderBorrarUn fuerte abrazo, sobrino
Ay primo, que hermosos recuerdos de infancia, leyendo reviví mi historia. Triste porque ya muchos no están con nosotros.
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