11 may 2025

Tradiciones de la vieja Aba, la mamá de los Acosta en La Junta

Por John Acosta 

Aura Elisa Mendoza Acosta (la vieja Aba) profirió la sentencia con tal determinación que su nieto, el pequeño John Javier, no tuvo duda esa noche de que se cumpliría a cabalidad: “Mañana, apenas te levantes, te doy tu muenda por callejero”, le dijo la abuela. “Estas no son horas para que un niño ande dando lidia por ahí, como si no tuviera doliente”, agregó con ira. “Vaya a acostarse, carajo”, finalizó, mientras trancaba la puerta que daba hacia la vía destapada. El pequeño se durmió con la preocupación por los chancletazos que recibiría al despuntar el día; por eso, apenas se despertó, se bajó de la hamaca enseguida, obnubilado por el veredicto reciente que pesaba en su contra: tanto, que sus pies se mojaron en el hilo de su propia orina que se secaba en el piso, pues olvidó el lastre nocturno que habría de perseguirlo todas las madrugadas hasta los 15 años de edad. 

Somnoliento por la levantada rápida, atravesó la cortina que separaba la sala del cuarto y salió por la puerta del patio. Quería salir de una vez de la condena de anoche. Muerto del susto, parado en el sardinel, vio a la abuela que barría con su escoba de ramas verdes. Cuando lo vio, ella tiró el escobajo a un lado y se le abalanzó al niño. Como lo hacía siempre, cada vez que sus travesuras infantiles merecían un castigo de esa magnitud, él no salió corriendo para huir de lo inevitable, sino que se quedó petrificado, en espera de los primeros sandaliazos de caucho. Y, entonces, su alma ingenua pasó del infierno al paraíso en un santiamén. “Feliz cumpleaños, hijo de mi corazón”, le dijo la vieja amada al tiempo que lo abrazaba y se lo comía a besos. Más de medio siglo después, lo disímil de esa escena seguía intacta en la memoria de sus entrañas. 

A carrumba limpia

La carrumba, en pleno apogeo
Esos episodios esporádicos de sustos eran superados con creces por los múltiples ratos de felicidad al lado de la vieja Aba, como en las mañanas en que el nieto se iba agarrado de la falda de ella, cuando la abuela salía a hilar el maguey para obtener la cabuya de las mochilas. El viejo de 60 años de hoy, recuerda cómo se mezclaba el ruido de la carrumba (artilugio de la tribu arhuaca, asentada en la Sierra Nevada de Santa Marta), con que la abuela hilaba la fibra de fique, y el cantar de las aves turcutú, más el balar de las ovejas rumbo al potrero y el bramido de los terneros en el corral: una sinfonía de cuatro partes que formaban la melodía mañanera con que los junteros alimentaban el alma para iniciar el día. Desde temprano, ella y una vecina dividían la madeja de maguey en pequeñas porciones, que la misma amiga iba enlazando, primero a la carrumba y, después, a la punta de la fibra que se iba desprendiendo del artilugio indígena. El maguey ya había extraído de la hoja de fique con otro instrumento indígena:  la macana

Extracción de la fibra del fique  con la macana
Ella salía caminando de espalda, frente a quien alimentaba con maguey a la carrumba. Salió de su patio trasero por el portón que llevaba al río y seguía de espalda por la trochita por donde llevan a las vacas a los corrales, mientras accionaba el artefacto de madera inventado por los arhuacos. Y el nieto ahí, pegado a su falda, feliz y agradecido del mundo. Cuando ya calculaba que había cabuya suficiente para llenar el eje de la carrumba, regresaba de frente, ya no con la carrumba horizontal para hilar, sino vertical para recoger lo hilado.

El tinte para la cabuya

El olor de la anilina que la vieja Aba vertía en la ponchera de agua caliente para teñir la cabuya de fique con colores vivos, lo siente, a veces, en las fragancias de su alma, cuando lo rescata de los extravíos de la memoria el anciano de hoy, pero que el niño de entonces disfrutaba al máximo, después del hilado. Las varias papeletas de distintas tinturas en polvo las había ido a comprar el acucioso nieto en la calle de los Romero, la tarde anterior y la abuela calentaba el agua en el fogón de leña, después de hilar el fique. Ayudada con una vara de totumo, la mamá (como les exigía Aba que la llamaran porque ella no era tan vieja para tener nietos) metía la madeja recién hilada en el recipiente humeante de la mitad del patio y lo volteaba de un lado a otro, lo puyaba por aquí y por allá hasta que quedaba completamente tinturado; entonces, lo sacaba con el mismo palito y lo colgaba para que se escurriera y se secara.

Tejiendo la mochila de la vida 

En las tardes, Aba se sentaba en un asiento de cuero recostado en la pared del frente, recibiendo la visita de los vecinos de siempre, que llegaban antes del anochecer a conversar el tinto que la abuela hacía en las mañanas y envasaba en un termo que lo conservaba caliente hasta el atardecer. Mientras hablaban, Aura Elisa empezaba tejiendo el plato de la mochila: las primeras cinco líneas con un color oscuro y el resto, con una cabuya sin teñir; es decir, blanco. Entre conversación y conversación, terminaba el plato y comenzaba el tejido de la mochila hacia arriba. Ahí, el nieto no podía estar porque los niños no podían escuchar el diálogo de los adultos, pero sí debía andar cerca, pendiente del llamado de la abuela, quien, con una seña de los ojos, le decía que debía ir a atizar el fogón, donde ella había puesto a cocinar la olla de maíz.  

La mochila la terminaba en la mañana siguiente, después de regresar del río y en otro asiento de cuero, recostado esta vez en la pared del patio, mientras el alegre fogón cocinaba el almuerzo que Aba había puesto. Detrás de la vieja cama metálica, que ella ya no usaba desde que regresó a la hamaca donde se crió, estaba la tabla donde mamá metía las mochilas de fique que iba terminando para que se estiraran. A La Junta llegaba el señor Navarro, un señor blanco que cambiaba mochilas por ropa y utilería de cocina. 

La lavada en el río 

La vieja Aba, con sus hijos Nuris y Néstor
y varios nietos
Después de que Aba lavaba los platos del desayuno, echaba la ropa sucia en la ponchera de tinturar, se la ponía en la cabeza y bajaba al río a bañarse. Más de medio siglo después, el nieto regresa al río y ve muy pequeña la misma piedra inmensa de siempre, a donde su abuela se sentaba a lavar la ropa, mientras el niño revoloteaba feliz con otros infantes, hijos o nietos de las otras lavanderas del río. La vieja Aba, fiel a su estirpe, tendía la ropa en los playones del río para que se secara, le ponía piedras encima para que la brisa no se las llevara. A veces, cuando era poca, la vieja se la llevaba en la ponchera, pero hacía dos estaciones en el camino para descansar, antes de llegar a la casa y colgar los trapos en los alambres del patio. Y el nieto volvía al atardecer al río, a recoger los trapos limpios y secos en los playones. 

Pilando por el afrecho 

Después de la inmancable siesta en la hamaca, luego de haber lavado los chismes del almuerzo, mamá desgranaba con el nieto las mazorcas que su hijo Manuelito le mandaba de su cultivo en Funda, la parcela del alma. El nieto lo pilaba con el debido cuidado para que el golpe de la mano del pilón no lo derramara. La vieja Aba despeluzaba el maíz en la batea de madera para sacar el afrecho de los cerdos. Y lo ponía a cocinar, antes de sentarse a recibir las visitas al frente de su casa. En la madrugada, mientras estaba el tinto, ella molía el maíz envuelta en la luz roja de las llamas del fogón. 

La perorata que no faltaba 

A veces, mientras pelaba la yuca o abría y salaba la carne o tejía la mochila en las mañanas, lanzaba a los cuatro aires su perorata de siempre porque alguno de sus 10 hijos, que habían salido de La Junta a buscar mejor vida en otras latitudes, se demoraba en visitarla. O, cuando llegaban, en el Día de la Madre, con el regalo bendito, ella le ponía peros a lo que le trajeran, pero con la seguridad de que sus retoños gozaban con sus ocurrencias. Sus hijos José Elías y Jorge Félix aún son vecinos de barrio en Codazzi y, junto a su hermana María Elisa, son los únicos que quedan en esa población cesarense porque María Esther vive hace años en Medellín. No obstante, su sufrimiento mayor era cuando llegaba la Navidad y se demoraban en traer el Niño Dios para los tres nietos que criaba

La alcancía para su hijo Fano 

La vieja aba en un Día de la Madre
De todos los hijos, sólo uno, Afranio, que había crecido con el lastre de ser inútil para las labores de la casa, pero excelente para el estudio, tuvo la idea de salir a estudiar una disciplina profesional. Se fue a lo más lejos del país y llegaba cada cierto tiempo a pasar vacaciones. La vieja Aba tenía una alcancía de madera a la que le habían hecho una rajadura para moneda y un huequito para billetes, a la que cada cierto tiempo alimentaba para que su hijo Afranio le desclavara la tapa y la abriera cuando llegara de sus estudios y tuviera dinero para regresar. Ya para entonces, le decían al nieto que había heredado la inteligencia de ese tío.  Fano hoy está con ella en el cielo.


Su eterna Singer

No había pantalón en La Junta al que Aura Elisa no le hubiese pegado una cremayera o pegado un remiendo. O una camisa a la que no le arreglara el cuelo o remendado el sobaco. O un traje al que no le cosiera el dobladillo. Hasta las mtoiladas de sus nietos eran canjeadas por arreglos de pantalones. Siempre llamaba a su nieto para que le ensartara el hilo en la aguja de su máquina de coser de pedal. "Ya ni veo, carajo", solía decirle.


El luto eterno 

La vieja Aba en Funda,con su hijo
Manuelito, su nuera Carmen y dos nietos
El mayor de sus hijos, Miguel Luis, puso un negocio en Casacará, un pueblo cercano a Codazzi, el municipio a donde las dos hermanas, que le seguían en nacimiento, Elvira Mercedes y María Nurishabían establecido sus hogares. Los dos hermanos varones siguientes, Alcides de Jesús y Néstor Emilio, lo acompañaron en esa gesta; incluso, uno de ellos, Alcides de Jesús, es el padre del nieto, nacido, precisamente, en Casacará, y que Alcides de Jesús lo llevó a La Junta para que Aba se lo criara. Miguel Luis fue una tarde a jugar billar y su contrincante no aguantó la paliza que le estaban dando en el juego: le dio un tacazo en la nuca al primogénito de la vieja Aba. Fue tan fuerte, que murió al día siguiente en Valledupar. Desde ese día, Aura Elisa no volvió a vestir de colores. Después, partió para siempre su hija menor, Carmen. Su fiel compañero, Luis Miguel (El Tone) y Alcides fueron los siguientes en partir a la eternidad.  Nuris, Néstor y Elvira murieron después que ella.

2 comentarios:

  1. Como siempre que las leo, termino con un nudo en la garganta.
    Un fuerte abrazo, sobrino

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  2. Ay primo, que hermosos recuerdos de infancia, leyendo reviví mi historia. Triste porque ya muchos no están con nosotros.

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Muchas gracias por su amable lectura; por favor, denos su opinión sobre el texto que acaba de leer. Muy amable de su parte